lunes, 27 de agosto de 2007

¿Realmente llega la calma tras la tormenta?

Canta un genial Morrisey “Does the body rule the mind Or does the mind rule the body? I don´t know...” La dicotomía mente-cuerpo, razón-sentimiento, ha estado presente en toda la historia de la humanidad y, desde luego, es eje en la psicología. ¿Quién domina a quien? ¿Podemos vivir supeditando el sentimiento a la razón? ¿Y al revés? Personajes dispares se han situados en posiciones enfrentadas. Así por ejemplo, el conductismo defiende lo mismo que Mao Tse Tung cuando decía que “la práctica determina a la conciencia” mientras que otros como Sigmund Freud, defendían que la razón estaba completamente a merced de los sentimientos y que una privación de estos, solo produciría otra expresión desviada de carácter neurótico. Al margen de la complejidad teórica de la cuestión, este debate tormentoso reside en cada uno de nosotros, desde el más iluminado al más simple de los seres humanos, siempre que sientan y piensen. Y es que ya lo decia Pascal, "El corazón tiene razones que la razón no comprende".

¿Podemos luchar contra los sentimientos acogiéndonos a la primacía de la razón? Negarlos, minimizarlos o ignorarlos… ¿realmente los acaba por vencer o solo los cronifican con otros rostros? ¿Cuántas veces nos sorprendemos entristecidos en situaciones que nos parecen objetivamente positivas? ¿Cuántas veces nos sentimos incompletos haciendo lo correcto, cuantas veces nos sabe a poco la vida si hemos dejado atrás algo que de verdad deseábamos? ¿Cuántas veces, por el contrario, hemos hecho lo que sentíamos sabiendo que nos equivocábamos, y hemos tardado meses, si no años, en reparar el dolor de aquel “error”? ¿Cuántos de nosotros hemos ganado un amigo/a por saber decir “no” a tiempo a pesar de nuestros deseos? “Hiciste lo correcto” frente a “siento que tengo que hacerlo”.

Mi madre me contaba hace poco que una de sus pacientes había dejado un puesto de trabajo prestigioso y muy bien remunerado, por ponerse a trabajar en una gasolinera junto a la persona de la que se había enamorado. Ante el horror de sus familiares y amigos, ella era feliz como nunca lo había sido antes. ¿Cuántas veces, Rafa, me miraste con el amor de saber que me estaba equivocando? Mi torpeza en los sentimientos es tan infinita, como tu amor al consolarme tras sufrir lo que tú ya me habías advertido que pasaría.

Ojalá tuviésemos un interruptor para los sentimientos, ya sea para estimularlos o para eliminarlos. Ojalá “lo correcto” fuese más fácil de aceptar. Viviríamos mejor, sin duda, más felices, pero entonces no existiría el arte, pues no existirían las contradicciones. No tendríamos Shakespeare, ni Lorca, ni canciones, ni versos… Lloraríamos menos, pero quizás también amaríamos menos.

Al final voy a volver a escuchar The Smiths, y a alegrarme por no aceptar nunca lo estrictamente razonable, por no esperar a que escampe la tormenta para llegar a la calma, por no conformarme nunca, ya que sin esa batalla eterna entre la razón y el sentimiento, no podría haber amado como lo he hecho ni odiado con tanta pasión.

domingo, 19 de agosto de 2007

Nocturno en mi nueva casa

Las observaciones y vivencias del solitario taciturno son, a la vez, más borrosas y penetrantes que las del hombre sociable, y sus pensamientos, más graves, extraños y nunca exentos de cierto halo de tristeza. Ciertas imágenes e impresiones de las que sería fácil desprenderse con una mirada, una sonrisa o un intercambio de opiniones, le preocupan más de lo debido, adquieren profundidad e importancia en su silencio y devienen vivencia, aventura y sentimiento. La soledad hace madurar lo original, lo audaz e inquietantemente bello, el poema. Pero también engendra lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito. [...]

Thomas Mann

La casa es inmensa, más inmensa sin José, aunque toda ella dé cuerpo a su delicada locura. Las paredes son de escayola sucia y los techos altos, como eran antes, en cuyas aristas algunos adornos barrocos retozan como animalillos recién paridos. Puertas blancas y cristales translúcidos que unen fraccionan los colores distorsionando los cuerpos que esconden. El suelo color beige de mineral cuarteado está moteado por trazos malvas y surcado por canales oscuros. Pareciese que un manto de hojas secas, en un otoño perpetuo, se hubiese hecho piedra. Alberti suena en la noche.

Manifiestos, artículos, comentarios, discursos,
humaredas perdidas, neblinas estampadas
¡Qué dolor de papeles que ha de barrer el viento,
qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua.
[...]
Siento esta noche heridas de muerte las palabras"

Nocturno

En sus habitaciones, seis, habitan los objetos más variopintos que uno puede imaginar. Televisiones estropeadas, vaciadas sus entrañas, cuerpos de corcho desnudos, un espejo desgarrado, un trono rojo deshilachado en sus comisuras, una muñeca descabezada… Todo ello sin orden aparente pero en una extraña armonía, abandonados como si los propios objetos hubieran llegado de lejos hasta estas esquinas a morir. La casa respira un aire de aristocracia pobre y triste, y cuelgan de sus paredes tormentas en tardes de Domingo.

La música de Enya me sigue por los pasillos, en una vigilia nocturna que me lleva de cuarto en cuarto buscando calor. La noche se desliza por los enormes ventanales y se adueña de los espacios. Me tumbo en el diván de cuero que hay al final del salón, entre un carro de la compra y un torso femenino desnudo. Viene a mí la canción de Sabina y esa magnífica estrofa: “Algunas veces suelo rescostar mi cabeza en el hombro de la luna, y le hablo de esa amante inoportuna que se llama soledad”.

“Algunas veces vuelo y otra veces
Me arrastro demasiado a ras del suelo
[…]
Algunas veces vivo y otras veces,
la vida se me va con lo que escrito.
Algunas veces busco un adjetivo
inspirado y posesivo que te arañe el corazón.
Luego arrojo mi mensaje,
se lo lleva de equipaje una botella,
al mar de tu incomprensión.
[…]
O duermo y dejo la puerta de mi habitación abierta,
por si acaso se te ocurre regresar.
Más raro fue aquel verano
que no paró de nevar.


Iluminado por las luces de la ciudad, cegadas las estrellas y obviada la luna, descanso sobre el cuero frío y desgastado. Mañana se va Rafa a Madrid. Se va mi Rafa. Estoy ya acostumbrado y no consigo acostumbrarme a su ausencia. Adiós a las discusiones sobre física, economía, política, adiós a debatir sobre si el universo tiende al equilibrio, como defiendo yo y mi filosofía hermética, o bien tiende hacia el desorden según él y su ciencia. Adiós a la excusa verbal que justifique no separarnos de madrugada. Me quedo solo en Valencia, no estoy solo, claro, pero no está ya Rafa, así que estoy solo otra vez.

Algunas canciones de Antonio Vega y The Smiths cierran mis labios y mis párpados.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Viaje a Lisboa, viaje a una presencia y una ausencia


Lisboa es un derramamiento de fachadas y tejados que se precipitan unos sobre otros, y se detienen, en un suicidio colectivo, a orillas del Tajo. Me evoca profundamente al Albayzín con sus laberintos blancos, sinuosos y estrechos. Pero Lisboa no es como la perla envuelta que eleva con orgullo Granada, sino que es toda una ciudad inmensa, colinas urbanas atravesadas por una circulación metálica de tranvías. Lisboa cae en silencio, se desparrama entre un murmullo ensordecedor de turistas inquietos. Nosotros, David y yo, llegados en el tren hotel Lusitania, nos introducíamos en la vieja Lisboa.

Chamartín 22:50 horas. David cena antes de coger el tren. Yo no tengo hambre, me la quita un vacío impuesto, una ausencia que me cubre. No estará su sonrisa, ni su torpeza maravillosa, ni su interés por todo. No tendré su cuerpo curvo, ni los veré los pequeños saltos, ni su piel, su mirada alegre, ni su niñez bailando en el paso inmediato. Su ausencia al borde de las lágrimas retiene y hace pesados mis movimientos. ¿Qué estoy haciendo?

En el tren, en la litera, silencioso, me preguntaba qué me había impulsado a ir a Lisboa. Me siento incompleto, confuso y cansado. El tren se retuerce en una agonía que durará diez horas, para morir en la Estación de Oriente, Lisboa. Neruda se deslizaba entre mis pasos inquietos por el pasillo del tren... “escribir, por ejemplo, la noche está estrellada y tiritan, azules, los astros a lo lejos”. David juega con la emoción de la primera vez y está más guapo que nunca. “La besé tantas veces bajo el cielo infinito”. Afueras de Madrid, sigo buscando su sombra entre los suburbios, no la alcanzo. Fotos, nerviosismo y tristeza, el tren en campo abierto, oscuro y estrellado como el verso. Me paraliza su trazo…”Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, Y éstos sean los últimos versos que yo le escribo”.

Nueve de la mañana hora local, pisamos tierra de Lisboa. ¿Qué espero de ella? Quizás un encuentro con mi infancia, recuerdos difusos de la mano siempre constante de mi padre en un viaje antiguo. Quizás un caminar por donde antes lo hicieran Pessoa, Saramago… Ricardo Reis. ¿Acaso importa? Quizás sí, pero eso ya da igual, el metro llega a la estación de Rossio y voy acompañado. Confusión, ¿cómo he llegado hasta aquí?

La pensión cubre una planta inmensa de techos altos y alfombras pobres que intentan emular el resplandor perdido de la propia ciudad. No lo consigue. En su lugar, crea el espacio anónimo y sórdido que podemos encontrar en cualquier motel de carretera de alguna novela de J.T. Leroy o de Bukowski. Decadencia impresa en la chapa sobre escayola, y sobre ésta, mal grapado, el terciopelo desagradable de las paredes.

No podía evitar sentir algo de ese ambiente impregnándonos a David y a mí. Quizás nosotros tengamos algo de este melancólico y bello patetismo que es Lisboa, quizás seamos como un tiempo consumido y terminado que no acaba de cesar definitivamente. Como la cera que cae sobre la mesa y no acaba de desprenderse nunca.

Los días se suceden suavemente, la torre de Belém, no es para tanto, el monumento de los descubridores, el castelo de San Jorge, Monasterio de los Jerónimos, nada de eso me parece especial, edificios más emblemáticos que bonitos, más fotografiables que gratos a la vista. ¿Pero entonces, qué hace a Lisboa ser la bella Lisboa, la nostálgica que llora en la canción? Lo humano, lo vivo, el latido que da sangre y color a la ciudad, es decir, el Barrio Alto, Baixa, el Chiado, la Alfama. Qué maravilloso retorno al hogar debe ser Lisboa.

Me río con David, hay magia entre nosotros, siempre la hubo, pero me falta algo. Algunas frases mueren en mi boca, los silencios interrumpen alguna risa, pues el Tajo ya no es el Tajo, ni es su río. Ni es el verde de sus montañas si él no me las explica. Ni tiene nombre lo que desconozco, ni risa mis bromas, ni es negro mi humor si en su oído no estalla la risa. Canto para él, sin estar, los versos de “tu risa”, de nuevo neruda.

Mi cama es inmensa y mi cuerpo tan pequeño… Me abrazo a la melodía de “Widow of a living man” de Ben Harper. A lo lejos, en la distancia de las sábanas, el cuerpo que en la otra esquina duerme y un recuerdo se desvanece entre mis manos, lánguidamente, caudal de arena infinita que se escurre entre mis dedos. Se aleja, como una vela latina vertical que se hunde en el horizonte.

Miro al despertar, desde el balcón, el tempo de la ciudad guiado por un trasiego de cámaras y mochileros. Mi pasión por lo agónico me devuelve a la mañana, al pequeño cuarto, a nosotros, a los presentes. Caminamos, él entre fotografías y yo entre canciones de Leonard Cohen y los Smiths.

Un anciana, con un radiocassete antiguo sobre sus rodillas, canta fados con los ojos cerrados. El fado en ella es perfecto, pues habita en sus arrugas, en sus gafas gruesas y en el estampado pobre de su vestido. El fado es perfecto porque se esconde en las calles de Lisboa, en la siguiente puerta donde nadie te espera, el sonido que las esquinas desprenden. ¿Y los habitantes de Lisboa, los naturales? ¿Quién puebla los inmensos ventanales de sus tejados victorianos? ¿Quién las descascarilladas paredes que se mimetizan con el suelo de cascotes? Tras un telefonillo gris, escrito con una vieja máquina de escribir, un dueño abandonó su casa.

Las fotografías son incontables, pero no acabamos de fijar el paisaje de nuestra espalda. No conseguimos entrar en el espacio. Él está guapo, más guapo que nunca, lo sabe y se regodea en su belleza saltando de foto en foto, como quien mira nubes y no imagina formas en ellas. Yo no estoy guapo, las fotos lo saben y lo demuestran.

Me pregunto en cierta calle, si Quique González conocerá Lisboa.

El viaje llega a su fin con el consiguiente consumir de últimas horas. El retorno fue más fácil que la ida, ya estámos cansados y deseosos, creo que ambos, de finalizar esa primavera que intensificaba sus tonos otoñales, como la Gimnopedia más triste de Eric Satie. Al dormirme, quizás antes, quizás después, volvieron a mí los versos de Neruda “es tan corto el amor y tan largo el olvido”, y fundidos con la lacónica voz de Anthony and the Johnsons, me dormí.

Madrid de nuevo, y luego Valencia, otra vez en casa.