“You are a Fucking Player”, me decía con una sonrisa pendenciera, y su pupila era un mar acristalado, que en sus grietas, trazos verdosos se esparcían como virutas. Nunca he vuelto a ver una mirada tan clara. Si existiese el alma, y estuviese dentro del cuerpo, sin duda la habría visto a través de su iris. Se llamaba Christoph, era alemán, y yo le enseñé a apreciar la España pigmentada que hay tras las ciudades. Desde la altas muralla del Castillo de Sagunto, los campos de Castilla y la tierra policromada de las minas, hasta la plaza del Sol, donde lo besé, entre risas, tumbados en el kilómetro cero. Su último correo fue duro. Luego se fue de mi vida, y yo no me volví para llamarlo.
Javi, temblaba a mi lado como un púber que fuera a dar su primer beso. Pablo decía que su mirada guardaba toda la magia de Granada, y pobre de él, sólo guardaba la derrota continua de quien no es amado nunca. Mario pintó un principito en mi pared, y ahora sólo es una lejana estrella que, cuando brilla, es porque su fuego quiere alcanzarme. Iván nunca quiso sanar con mi caricia la herida que yo mismo le causé. Bob, Ana, Miguel, Lucas, Sergio, Marisol... y un demasiado largo etc. Todos ellos se fueron de mi vida, algunos con más delicadeza que otros, pero se fueron sin retorno. Todos los días, sin excepción, pienso en alguno de ellos, a veces sólo unos segundos, pero siempre un poco cada día.
Y es que los que quedaron atrás se vieron envueltos en un halo de absoluta intimidad. Como ciertas canciones, libros, fotografía (todo lo que detenga el tiempo y sirva de puente a la memoria) también hay ciertas personas que encierran algo de nuestro tiempo, pues vivieron junto a nosotros una parte de nuestro desarrollo, que compartimos silencios, de la vida que en ese momento nos conducía, y que su evocación vierte sobre nosotros el fantasma atenuado de una emoción. Con ellos se van partes de nosotros, de nuestra historia, de nuestros afectos y recuerdos. Y también, quizás lo más doloroso, de nuestras esperanzas e ilusiones. Con ellos se va una parte de nosotros mismos que sólo éramos cuando estábamos cerca de ellos, se va la complicidad de las miradas y, a veces, de una visión del mundo (recuerdo a Pablo en silencio frente a la Albufera, con esa mirada triste y orgullosa, de quien se sabe solo en un mundo demasiado difícil para él). No, perder a un amigo o a alguien amado, no es nunca motivo de alegría, excepto para los necios cuya rabia ciega el recuerdo sereno. La pérdida de alguien es siempre algo irreparable. Y doloroso.
Mi vida está llena de ausentes. A ninguno guardo rencor, a ninguno. Ahora, en la lejanía del tiempo, pienso en lo que nunca llegué a decirles, en el momento preciso en el que no supe dar mi mano amiga, cuándo no supe comprender su necesidad… ¡Me quedaron tantas palabras que decir, y tantos abrazos que dar…! Imagino sus vidas, recuerdo sus sueños y me pregunto si estarán más cerca ahora o más lejos. Algunos me odian con absoluta lealtad, otros me tienen un discreto desprecio, y espero que otros, la mayoría, me recuerden como lo que fui cuando estábamos juntos, una persona con lados oscuros y claros. Todos tenemos ausentes, proyectos perdidos. El olvido debe dar paso, paradójicamente al recuerdo, pero un recuerdo generoso, afectuoso, donde la sonrisa venza a la rabia de la pérdida.
Y como dice Silvio Rodríguez:
"Y el camino que emprendas, Rosana,
será mejor a veces,
porque en otros momentos, cubana,
tu llorarás con creces.
Ya te vas. Yo no me quedo y no atino
a saber qué ha pasado.
Sólo sé que, por causa o destino,
ya no estas a mi lado."