viernes, 25 de abril de 2008

Que yo cambie no es extraño...

Todo cambia. "Cambia lo superficial, cambia también lo profundo, cambia el modo de pensar, cambia todo en este mundo”. Tarareaba en silencio estos versos, mientras su cuerpo yacía desplomado, exhausto, sobre el mío. Su espalda era un horizonte púrpura y frágil como la escarcha. Un rocío cálido separaba su pecho del mío, y al deslizarse, los años caían como navajas incandescentes cortando toda intimidad. Abortan sus labios, las palabras que no dijo, y el silencio tras la tormenta se hace más silencio, y se hace más tormenta.

Nunca una mirada me resultó tan marmórea, nocturna e inescrutable. ¿Por qué? Me preguntó, y su voz sonaba como un cometa perdida entre la noche. Lejana, muy lejana. Acaricié su pelo ensortijado y dije “el barco sobre la mar y el caballo en la montaña”. No comprendió. ¿Por qué? Y yo le quería abrazar, y acunar su corazón joven entre mis brazos. ¿Por qué? Porque no puede ser, porque mi camino es largo y se aleja. Tu piel clama viento, y la mía tierra, la mía raíces donde descansar, mientras la tuya mira las nubes y las saluda a lo lejos. Entonces los besos se imponen con al fiereza de la pasión, donde las palabras se hacen marcos innecesarios aunque hermosos.

Vistió su silencio con una pesada lágrima, mientras su alma se cubría de nieve en la despedida. Quise gritar, ¿No ves la herida que traigo desde el pecho a la garganta? Pero ya se iba, y ya se fue. Y quedé con un raro gusto a decepción. Algo dentro de mí me dijo “es suficiente, Javi, es suficiente”. Comprendí entonces que había llegado el momento del abrazo comprensivo, de la espera tierna, la caricia cómplice... Y es verdad que todo cambia, como canta Mercedes Sosa. Quizás sea porque me hago mayor, pero siento mi cuerpo madurar, siento que mi mirada se calma y mi sonrisa se hace más difícil pero más completa. También siento que cambian mis pensamientos y, sobre todo, mis necesidades. ¿Será verdad que “todo pasa y todo queda”, como decía nuestro gran Machado?

No sé si es, sencillamente, que me siento agotado con el libro. Creí que al firmar el contrato con la editorial me calmaría, pero no ha sido así. Ya no leo nada más que el periódico y el poemario de Lorca. Tengo la sensación de cansancio y de cierta desilusión, y como dice Aute “un quieto cansancio se esparce”. Sí, puede que sea el libro, puede que sea eso. A veces pienso que he sido demasiado imprudente y temeroso al escribir un libro de psicología con 26 años. Otras me digo que es un orgullo, y que va a ir bien, que no tiene que estar perfecto, que no hace falta, que es el primero. ¿Y si me estoy sobreestimando? ¿Y si estoy haciendo un disparate teórico? Esas preguntas me atormentan. Por suerte, José y Rafa me animan, me dicen que va a ir muy bien y, aunque sé que lo dicen porque me quieren, hago por creerlo.

Ahora, la incertidumbre del cambio. Ahora, la espera. ¿Me dotará este cambio ajeno a mi voluntad, las nuevas habilidades para vivirlo? Creo que hemos perdido costumbres antropológicas muy sanas. En casi todos los pueblos ancestrales, y en los que perduran con poco cambio a lo largo de su historia, existen rituales que permiten a sus miembros pasar de una etapa a otra, de forma clara, formándoles para aceptar esos cambios. Por ejemplo, los indios Sioux americanos, tenían la costumbre de que cuando los jóvenes llegaba a cierta edad, debían irse en la más estricta intimidad durante tres días con su tipi a las montañas, donde debían ponerse en contacto con los dioses y éstos le darían un nombre mediante imágenes y, al volver al poblado, ya eran adultos de pleno derecho. Imagino que ahora uno es adulto cuando puede pagar una hipoteca, uno coche o qué sé yo. ¿Y los que no? ¿Qué pasa con nosotros?

Dudas, dudas, dudas… Una cama húmeda, unos besos en plena migración hacia el olvido y unas pocas hojas mal escritas. Los pensamientos me enmudecen y agonizan en mis manos. Me siento abrumado, confuso, cansado… Necesito dormir, todo parece, a veces, tan absurdo…

“Manifiestos, artículos, comentarios, discursos,
humaredas perdidas, neblinas estampadas.
¡Qué dolor de papeles que ha de barrer el viento,
qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua!”

Rafael Alberti

domingo, 13 de abril de 2008

Como un torrente de imágenes es tu palabra

“En ocasiones yo tampoco creo en el género humano. Todo depende de cómo haya dormido la noche anterior”. En mitad de una noche callada, con el libro naufragando en mis manos y un silencio completo en el piso desierto, mi carcajada fue tan absoluta que se estrelló contra todas las paredes y las esquinas de mi casa. Esa frase es, sencillamente, genial. Como genial es él.

Es su humor, ¡mi humor! Es el absurdo, medio convencido medio disparatado, que recorre las épocas y las ideologías, desde las islas perdidas en la Siberia más originalmente marxista, hasta las selvas con reminiscencias sudorosas del Mao más guevarista, pasando por cualquier sucio antro lo suficientemente bukowskiano como para ser bello. Su palabra ametrallada, fabulosa, nítida (como Benedetti canta a nuestro Che), me enamora, porque ella, la palabra en su voz, corre, es veloz, sube, baja, entra, sale, vuelve a subir y salta, salta de la filosofía a la pornografía, y sigue danzando, y sigue bailando, pero ya te has perdido, ya no le pretendes comprender, ahora escuchas esa sinfonía monóloga que ya no son palabras, que son imágenes, que se hace tierra, sueño, vida, y vuelve a saltar y cae como una piedra la ladera de toda una fabulosa montaña, y cruza el absurdo y vuelve a la teoría inmediata, necesaria… Escucharle es volar.

Cristiano irreductible, lamento ateista, besa a Jesucristo en los cuerpos más sucios de las más perdidas esquinas. Diálogo gigante, entre mortadela y sobrasada. Como ambrosía la filosofía y la política, y como néctar, no hay duda, como néctar el alcohol que le gusta tanto como me inquieta a mí. Las contradicciones en él son obras de artes, y yo aprendí eso de él, a pesar de la brevedad. Soy contradictorio, me dijo, y ya me he aceptado como tal. Y la contradicción se hace bella en su sonrisa. Sé que si me formularan esa manida pregunta de a quién te llevarías a una isla desierta, no diría que a él, pero si me dijeran que voy a morir en esa isla a los cuatro días de llegar, creo que no dudaría en elegirle. Y es que es una de esas personas que tienen estrella, no sé cómo expresarlo, una de esas personas que, una vez que la has conocido, ya puedes no volver a verle, porque las horas que has pasado con él, de ese primer y único día, son suficientes como para guardar un recuerdo fabuloso y bien nutrido.

Y ahora un cocodrilo selvático, gestado en el corazón más profundo de la amazonía, con corazón milenario y tallado por las hábiles manos de los guaraníes, aguarda mis sueños y me protege de cualquier atisbo de cordura no creativa, rugiendo en silencio su América lejana. Leo una vez más su correo y no dejo de reír. ¡Es que lo consigue! Por lo general, y si mi humor está generoso, cuando leo algo gracioso suelo sonreír, pero es que él me arranca, casi con violencia, las carcajadas, regalándome, ¡seguro! muchos más latidos de los que me corresponden. Le imagino haciendo reír a las prostitutas agotadas, desprendidas de las favelas, y le siento besando delicadamente la piel húmeda del Brasil somnoliento para despertarlo con las acrobacias teóricas, que su inteligencia vierte en caudal frenético.

Y me habla de su amor, que se abre desparramándose como un puñado de canicas, pero sin olvidar el silencio conmovedor de sus ojos lastrados. Me dice que le gusta cuando calla, porque está como ausente. Pero yo contigo no, yo quiero que me hables, porque si me hablas, o escribes, estás más presente que si tu cuerpo durmiese a mi lado. Así que háblame sin que te entienda, para que mi sonrisa sea más limpia y más clara.

martes, 8 de abril de 2008

Si alguien dice tu nombre...


A veces, caminando por alguna calle, algún parque, donde sea, alguien dice tu nombre, y siempre, ¡siempre! me giro. No estás, hace años que no estás, casi debería haberte olvidado por completo, pero no puedo evitar reconocer tu nombre entre los sonidos y buscar su origen. Por eso, el otro día en el metro, cuando unos chicos que iban hablando a mi lado mencionaron tu nombre, tuve que mirar a quien era poseedor de él. Cuando eso ocurre, ciertas imágenes vienen a mi mente, borrosas, tan borrosas, que ya se han hecho casi sentimientos. Te veo, bueno, veo la imagen de nosotros dos jugando con dos espadas de plástico, sobre el poyo que separaba la piscina del hotel y la playa. Como dos corsarios, apenas mayor yo que el tamaño de mi espada, luchamos mientras reímos y miramos a la cámara. Y me llegan otras imágenes que se confunden con las viejas fotos.

Asocio tu recuerdo al poema de María Cegarra Salcedo, aquel que dice algo así como “nadie nunca dijo, ha dicho, mi nombre como tú”. No es porque tú dijeras mi nombre de forma especial, que no recuerda que fuera así, sino porque el nombre, en esos versos, cobra vida y se convierte en algo absolutamente identificativo y único de una persona. Como si el nombre, digo, fuera tan claro como la piel que lo encierra. Así que digo tu nombre dos veces, y parece que estás ahí, desnudo de palabras necias y sucias.

Y recuerdo tus extensas cartas, en especial aquella tan larga escrita con la vieja máquina de escribir que teníamos. ¿Sabes que yo la utilicé hasta la resistencia casi subversiva? Al final me resultaba muy difícil encontrar cinta de tinta de recambio y, luego, además, era muy difícil poner en la máquina. Te gustaba escribir con máquina, por lo menos no te recuerdo escribiendo en el ordenador. Imagino que, en parte, yo escribía también en esa máquina por ti. ¿Te acuerdas que las teclas se quedaban atascadas si golpeabas dos a la vez? Yo jugaba a acumular todas las teclas hasta que volvían a su sitio por el peso. La máquina está ahora en el desván, creo. Como en el desván hay tantas cosas de entonces, y en el silencio tantas de ahora.

¿Sabes? Creo que en la vida tenemos que tomar decisiones, elegir formas de vivir, de relacionarnos, etc. El tiempo juega con nosotros, casi diría que se ríe de nuestras decisiones, y nos devuelve a aquello que juramos dejar atrás, y luego nos aleja de lo que pretendimos ser. Cambiar es humano, de hecho creo que es de las cosas más humanas, y creo, también, que lo podemos hacer ya que ciertas cosas permanecen, porque son ajenas a nuestras decisiones. Los sentimientos saben de qué hablo. Sobre los sentimientos no podemos decidir, pero sí lo podemos hacer respecto a cómo sobrellevarlos, cómo evitarlos, alejarnos, desearlos, todo eso puede llegar a mover esa inmensa fuerza que son los sentimientos, pero no te equivoques, éstos tienen un latir propio, y la mente sólo puede soñar que los domina. El tiempo dirá si vuelves o ya es tarde, todo eso lo dirá el telar de las parcas, pero ciertas cosas ya no van a volver, porque esas cosas se dan en momentos determinados, y si no se dieron en esos momentos, ya no se repetirán. Por eso debemos sonreírnos ante nuestras más fieras decisiones.

Voy a seguir trabajando, que ya es tarde. Me gustaría decir te que estoy escribiendo un libro, que no es gran cosa, pero creo que te gustaría saberlo, pues los dos somos escritores. Porque sí, porque muchos años han pasado y, efectivamente, no eres en mi vida más que unos siempre inoportunos recuerdos, pero por lo que te he dicho antes, porque los sentimientos habitan en nosotros como la naturaleza más persistente que quiebra el hormigón de la mano humana, por eso, cuando la ventana de tu recuerdo se abre con la voz de alguien, aunque acudo rápido para cerrarla otra eternidad, no puedo evitar mirar a través del siempre distorsionado cristal del recuerdo perdido y esbozar una lejana sonrisa.

miércoles, 2 de abril de 2008

Cinco escenas en este largo descanso


Por fin frente al mar. Intento tocar el agua con la palma de la mano, pero una ola traicionera me alcanza. Elevándose como la espuma de la ola, su risa estalla contra las piedras del puerto. Le miro, y toda su juventud se esparce en una sonrisa. Entonces, me acuerdo del poema de Miguel Hernández, y me gustaría recitárselo. Pero prefiero observar, en silencio, cómo su sonrisa y su mirada, se desvanecen lentamente y se pierden, como la espuma de la ola, entre los recovecos donde habitan los cangrejos. Detrás de él, el castillo se perfila con una irrealidad casi fantástica, y desde él, veremos Alicante al borde del mar. A veces le miro, y a veces él a mí, pero parece que no coincidimos. Una tarde a su lado, una buena tarde.

Cuelgo, y una tristeza desconocida me invade. Siento que he fracasado, que la dejo tirada. El móvil, mudo, cae sobre la cama, y yo pierdo mi mirada tras el cristal. No he podido hacer nada. Ella me ha pedido ayuda, me ha prometido que no volverá a suceder, que lo sentía mucho. Pero ya no es posible continuar la terapia. Imagino su dolor, la vergüenza del rechazo, la humillación. Creyó que mi mirada era cómplice de su amor, pero estaba equivocada. Imagino que se maldice por haberse dado la oportunidad de amar y ser correspondida. Me ha preguntado si puedo seguir siendo su psicólogo. No puede ser. Lo comprende pero se rebela, su voz se quiebra y tiembla. Lo comprende y lo acepta. Es una mujer. Había olvidado el valor de las mujeres.

“¿Quién es éste?” Dice mi hermana, mientras acaricia con su mano mi pecho. Kuku me mira con su perpetua sonrisa. “¿Quién es?” Nuestro pequeño Jon nos absorbe con el cielo de su mirada. “Jontxu, ¿quién es?”. Y entonces junta las yemas de sus ínfimos dedos índices y nos sonríe (en el idioma de sordomudos, ese signo representa a “tío/a”). ¡Me ha reconocido! ¡Me ha reconocido! No me lo puedo creer. Me emociono tanto, y su sonrisa es tan absoluta que me dan ganas de llorar. ¡Mi pequeño Jon, ya me reconoces! ¡Puede que hasta me llegues a pensar alguna vez! Quizás entre la multitud del parque, mi cara te tranquilice si por un segundo te sientes perdido. ¡Sí, Joncete, soy Javitxu, tu tío Javitxu, que te quiere con locura! Mi sonrisa no desaparece en todo el día. Me ha reconocido, mi pequeño Jon me ha reconocido.

Su voz apagada, sobre miles de kilómetros de silicio y cable, llega con tonos apagados de otoño y cansancio. Como el cobre, así la imagino cada vez que escucho su voz, como el cobre envejecido. Cada noche, y desde el balcón de casa de mi madre, le llamo un ratico. No hablamos de nada, como siempre, sólo dejamos pasar las palabras, como si fueran nubes en el cielo, y nos decimos lo ya dicho. No importa, realmente no hay mucho que decir, sólo acompañarnos unos minutos, reírnos juntos, suspirar en compañía. Estar juntos, sin más, aunque sea mentira, aunque la distancia luego se haga afilada, aunque la soledad después sea más clara. Durante unos momentos, su voz era mi abrazo.

Intenté ser su amigo, lo intenté, pero no quiso. Y la violencia de su tristeza destrozó, una vez más, las frágiles palabras que nos unieron en la derrota. Dejo que caiga en su locura de rabia y resentimiento. Hay amor en sus golpes, y necesidad en sus lágrimas contenidas. Pero yo no puedo más, me siento vencido, así que cierro los ojos y el corazón, y la boca, y cierro todo para no ver pasar su sombra. Retoza en mi teléfono, a veces con odio, a veces con promesas. Pero le dejo morir lentamente, como una suave llama que se apaga tiritando. Lucha pero yo no me muevo. Poco a poco me deja, me deja, me va dejando. Lo intenté, no lo conseguí.

No debes, no caigas una vez más. Pero es tarde, ya he marcado su número. Todavía estoy a tiempo de no hacerme daño. Suena un tono. No coge. ¿Qué estoy haciendo? Suena otro tono. ¿Por qué lo llamo otra vez? Ya se lo dije todo, y desnudé mi dolor ante su impaciencia. Suena otro tono. ¿Por qué me sigo haciendo daño, estrellando mi intimidad contra su indiferencia? Suena otro tono. No me lo va a coger. No quiere saber nada más de mí, él también sufrió, no querrá repetir. Suena otro tono. Guardo silencio, esperaré al último tono. Suena otro tono. Cuelgo.
Y los meses, en infinita colección de promesas traicionadas, se desploman sobre mi espalda.