Como un delirio Escheriano de serpientes copulando y cayendo por disparatadas pendientes, las carreteras van retorciéndose, cruzándose unas con otras, jugueteando como delfines en la proa de mi coche. Eso significa que estamos llegando a Madrid. Es inconfundible. Metal y vidrio, coches feroces que atropellan el silencio, como atropellan el espacio sucio de las calles. Sin embargo, a diferencia de tantas y tantas otras veces, en esta ocasión, no sentía esa íntima melancolía y profunda soledad que siempre me evoca Madrid. En esta ocasión tenía en mente, repitiéndose una y otra vez, como aquella frase que no le llegamos a decir porque en ese momento no se nos ocurrió y que habría cambiado el curso de los acontecimientos, los versos de Bécquer: “¡Tú, sombra aérea que cuantas veces voy a tocarte te desvaneces, como la llama, como el sonido, como la niebla, como un gemido del lago azul!”
Y es que, ajena a toda racionalidad, experiencia y sentido común, su imagen se iba formando poco a poco, surgía nítida, absoluta, para luego deshacerse entre brumas. O bien, tus palabras eran unas, y luego otras, y tu sonrisa, y tu mirada, todo venía y se iba, como una marea desconocida, volvía para irse de nuevo, alterando toda coherencia tal y como sólo la imaginación puede construir. Me sentía en el cuento de la lechera, siendo tú, lo poco de ti que sé, más bien lo nada, acaso una imagen imprecisa (lo que dura una sonrisa a un conocido incómodo que se aleja) como ése cántaro que sobre mí se tambalea y ameneza con caer y desparramar por el suelo mis ensoñaciones.
Constante en mi mente, en el silencio íntimo del horizonte a través del cristal del coche, te has ido expandiendo y colonizando la poca, poquísima, parte de mi cerebro que utilizo a las cuestiones prácticas y cotidianas. Sin saber nada de ti, sin haber hablado ni dos palabras, has envuelto mi mano con la tuya, transparente pero cálida, a lo largo de todo el viaje, y he sentido tu cuerpo junto al mío, perfecta unión nocturna de hogar y ternura. Pero de alguna forma, me ayudas a superar ciertas ausencias y malos recuerdos que retornan sin control a mi mente, como pajarillos asustados, escapados de la jaula en que nacieron. Me ayudas a tener esperanza, a encontrar algo, o quizás alguien, en quien descansar. Lo escribo, y me parece tan lejano…
Tu mirada gris, abatida, como de plata gastada, se mueve derrotada y tiritante, desprendiendo ceniza y estíos sobre los objetos y personas en los que se detiene. Es de luna tu mirada, de esa pálida luna discreta y avergonzada que a veces podemos ver en el cielo claro del mediodía, mientras espera volver a su reino nocturno. Y todo en ti es ocre, aunque de una belleza delicada, melancólica, como aquella que presa en el barro su grito nos alcanza y conmociona al mirar con desagrado la pobreza, o la suciedad, en la que habita injustamente. Un Otoño es tu presencia, que apaga los colores y descubre la belleza desnuda en la sencillez de tu rostro. Parece que posees todas las estaciones del año, y todas las horas extrañas, y los tejados sonoros donde repiquetea la lluvia.
Una fina arenilla de escarcha imagino tu piel, desprendiéndose incesantemente, dejando su rastro de escarcha desecha en todos los objetos que tocas y lugares por donde pasas. Te deshaces lentamente, como la roca ante el mar, o ante el viento, y pareciera que poco a poco tu cuerpo es menos, tanto que, un día, una breve racha de viento, como la que empuja las hojas caídas y las levanta, te diseminara definitivamente. Breve y absoluto, tu estar desata mi imaginación y te confunde intencionadamente con la sábana, mi piel u otra mirada desconocida.
Me pregunto si tu voz es recia a imagen de tu espalda o delicada como tu mirada. Si sabrá tranquilizarme en las noches de inquietud, o en las tardes en las que nada tiene sentido y sólo deseo huir. Me pregunto si tu abrazo será cálido, y me envolverá con el manto gigante de tu pecho. Si podré hundir mi frente en él y dejarme caer sobre tus brazos mientras tus labios acarician mi frente. Quizás, me digo a veces, eres de los que el amor lo expresa en la distancia vigilada, con el silencio, cogiendo mi brazo sólo si ya estoy desfalleciendo.
Llego a Valencia, después de más de 2000 kilómetros en cuatro días (en tierra, que son los kilómetros de verdad) y me sorprende que no te hayas ido de mi cabeza, que no te hayas desprendido en algún kilómetro impreciso de Castilla. Quizás te quedaste (yo lo habría hecho) en una de esas lomas mágicas sembradas de miles de pinceles que desprenden colores mineros iluminanfo la tarde y haciéndola más bella. Como hacen tus ojos sobre todas las cosas. Lo cierto es que ya es de noche, y ya estoy en casa, es tarde y me voy a dormir, pero lo haré otra vez pensando que eres tú a quien abrazo, y tuyos los oídos en los que digo, como toda la ternura que soy capaz: “buenas noches, mi amor”.