viernes, 30 de mayo de 2008

A ti, desconocido amado

Como un delirio Escheriano de serpientes copulando y cayendo por disparatadas pendientes, las carreteras van retorciéndose, cruzándose unas con otras, jugueteando como delfines en la proa de mi coche. Eso significa que estamos llegando a Madrid. Es inconfundible. Metal y vidrio, coches feroces que atropellan el silencio, como atropellan el espacio sucio de las calles. Sin embargo, a diferencia de tantas y tantas otras veces, en esta ocasión, no sentía esa íntima melancolía y profunda soledad que siempre me evoca Madrid. En esta ocasión tenía en mente, repitiéndose una y otra vez, como aquella frase que no le llegamos a decir porque en ese momento no se nos ocurrió y que habría cambiado el curso de los acontecimientos, los versos de Bécquer: “¡Tú, sombra aérea que cuantas veces voy a tocarte te desvaneces, como la llama, como el sonido, como la niebla, como un gemido del lago azul!”


Y es que, ajena a toda racionalidad, experiencia y sentido común, su imagen se iba formando poco a poco, surgía nítida, absoluta, para luego deshacerse entre brumas. O bien, tus palabras eran unas, y luego otras, y tu sonrisa, y tu mirada, todo venía y se iba, como una marea desconocida, volvía para irse de nuevo, alterando toda coherencia tal y como sólo la imaginación puede construir. Me sentía en el cuento de la lechera, siendo tú, lo poco de ti que sé, más bien lo nada, acaso una imagen imprecisa (lo que dura una sonrisa a un conocido incómodo que se aleja) como ése cántaro que sobre mí se tambalea y ameneza con caer y desparramar por el suelo mis ensoñaciones.


Constante en mi mente, en el silencio íntimo del horizonte a través del cristal del coche, te has ido expandiendo y colonizando la poca, poquísima, parte de mi cerebro que utilizo a las cuestiones prácticas y cotidianas. Sin saber nada de ti, sin haber hablado ni dos palabras, has envuelto mi mano con la tuya, transparente pero cálida, a lo largo de todo el viaje, y he sentido tu cuerpo junto al mío, perfecta unión nocturna de hogar y ternura. Pero de alguna forma, me ayudas a superar ciertas ausencias y malos recuerdos que retornan sin control a mi mente, como pajarillos asustados, escapados de la jaula en que nacieron. Me ayudas a tener esperanza, a encontrar algo, o quizás alguien, en quien descansar. Lo escribo, y me parece tan lejano…



Tu mirada gris, abatida, como de plata gastada, se mueve derrotada y tiritante, desprendiendo ceniza y estíos sobre los objetos y personas en los que se detiene. Es de luna tu mirada, de esa pálida luna discreta y avergonzada que a veces podemos ver en el cielo claro del mediodía, mientras espera volver a su reino nocturno. Y todo en ti es ocre, aunque de una belleza delicada, melancólica, como aquella que presa en el barro su grito nos alcanza y conmociona al mirar con desagrado la pobreza, o la suciedad, en la que habita injustamente. Un Otoño es tu presencia, que apaga los colores y descubre la belleza desnuda en la sencillez de tu rostro. Parece que posees todas las estaciones del año, y todas las horas extrañas, y los tejados sonoros donde repiquetea la lluvia.


Una fina arenilla de escarcha imagino tu piel, desprendiéndose incesantemente, dejando su rastro de escarcha desecha en todos los objetos que tocas y lugares por donde pasas. Te deshaces lentamente, como la roca ante el mar, o ante el viento, y pareciera que poco a poco tu cuerpo es menos, tanto que, un día, una breve racha de viento, como la que empuja las hojas caídas y las levanta, te diseminara definitivamente. Breve y absoluto, tu estar desata mi imaginación y te confunde intencionadamente con la sábana, mi piel u otra mirada desconocida.


Me pregunto si tu voz es recia a imagen de tu espalda o delicada como tu mirada. Si sabrá tranquilizarme en las noches de inquietud, o en las tardes en las que nada tiene sentido y sólo deseo huir. Me pregunto si tu abrazo será cálido, y me envolverá con el manto gigante de tu pecho. Si podré hundir mi frente en él y dejarme caer sobre tus brazos mientras tus labios acarician mi frente. Quizás, me digo a veces, eres de los que el amor lo expresa en la distancia vigilada, con el silencio, cogiendo mi brazo sólo si ya estoy desfalleciendo.


Llego a Valencia, después de más de 2000 kilómetros en cuatro días (en tierra, que son los kilómetros de verdad) y me sorprende que no te hayas ido de mi cabeza, que no te hayas desprendido en algún kilómetro impreciso de Castilla. Quizás te quedaste (yo lo habría hecho) en una de esas lomas mágicas sembradas de miles de pinceles que desprenden colores mineros iluminanfo la tarde y haciéndola más bella. Como hacen tus ojos sobre todas las cosas. Lo cierto es que ya es de noche, y ya estoy en casa, es tarde y me voy a dormir, pero lo haré otra vez pensando que eres tú a quien abrazo, y tuyos los oídos en los que digo, como toda la ternura que soy capaz: “buenas noches, mi amor”.


jueves, 15 de mayo de 2008

El fin de la amistad

¿En qué momento acaba una amistad? ¿Qué preciso hecho quiebra su fortaleza? Las amistades pueden acabar, según mi parecer, de dos maneras diferentes. La primera, la imagino como una fractura de un pilar estable, como un cemento que soportara grandes presiones pero que, una vez que ha cedido ante un peso superior, se desmoronara convirtiendo la roca de su piel, en fina arena de mar. Una pelea, una discusión, un amor interpuesto, todo ello puede quebrar la amistad, crear un día nuevo, doloroso (o liberador) que se impone a nuestros deseos o razonamientos. La segunda manera, la más extraña para mí, es aquella en la que la distancia y el tiempo gestan cáncer de desidia y silencio, que acaba por romper los lazos, como los Baobabs del planeta del principito. ¿Ocurre en un momento determinado? ¿Acaso se trata de un proceso difuso que va desatando los numerosos nudos que se formaron las vivencias comunes?

Yo imagino la distancia y el silencio como dos fuerzas que empujan de un plástico en diferentes direcciones. Si lo hacéis, podréis comprobar que el plástico aguanta un tiempo, como la amistad, pero que si la fuerza es excesiva, veremos cómo una ola va palideciendo velozmente los colores y volviendo el plástico más transparente. Eso significa que “ha dado de sí”. Puede que no rompamos la continuidad de la tira de plástico, pero éste ya no volverá a su forma original. Ya no. Así creo que ocurre con la amistad. El tiempo caduca le llama que tintinea en la distancia, y la vuelve frágil, timida, hasta que lo que una vez brilló hasta cegar nuestras sonrisas cómplices, acaba por consumirse, temblando, en un letargo silencioso. Es curioso, pues la razón no acepta la pérdida, mientras que el sentimiento no alimenta el acercamiento. Es cuando no encontramos el momento para llamar, y mañana siempre es un momento mejor.

¿Qué nos queda entonces? Nos queda el recuerdo. Con suerte, un recuerdo dulce, soñador, que nos permita una sonrisa, y una mirada que generalmente se pierde unos segundo en ese espacio indefinido, que indica que la mirada no va hacia fuera, sino hacia dentro. Entonces la conciencia viaja a esos cuartos oscuros donde residen los recuerdos, como fotografías desenfocadas que se mezclan con sabores, olores y otros estímulos de los sentidos. Volvemos a vivir, por unos breves segundos (que en la mente, como en los sueños, variaban el pequeño cuerpo de Alicia en el País de las Maravillas), lo que quedó atrás y, sobre todo, los que quedaron atrás. Recuperamos en un instante, las sombras de lo que fueran esas amistad, volviendo a nosotros un torrente de momentos que se tropiezan unos con otros, y que cesan, volviendose rápidamente cobre y cayendo en el fondo de la memoria donde vagan silenciosos. No negaré la belleza de esos momentos, por minúsculos que sean, en el que recordamos a un amigo perdido, o lo cruzamos por algún lugar. Sucede entonces como cuando encontramos una vieja fotografía entre las páginas de un libro en una estantería cubierta, y que nos devuelve la vida que como si fuese polvo, todavía desprende.

La amistad parece un don más místico que humano, pues no depende realmente de la conciencia del ser humano, sino de algo tan incontrolable como el tiempo. Poco importa el ansia que tengamos de ser amigos de alguien, o de que ese alguien quiera serlo de nosotros. Bueno, importa para que estemos receptivos, claro, pero ni siquiera eso es determinante. Creo que ya he contado en otros artículos, cómo personas con las que quise una amistad, acabaron siendo fracasos, y otras por las que jamás habría apostado, resultan ser, hoy día, mis mejores amigos. Es la continuidad la clave, sin duda, la continuidad. No consiste exclusivamente en conocerse de hace mucho tiempo, sino de cultivar la relación, crecer juntos, compartir. Creo que ciertas amistades son para toda la vida, pero no porque en su interior habite un corazón vivo, sino porque quedaron atrapadas en un momento dado, y como un perfume, van desprendiendo los sentimientos que un día generaron. Pero han perdido la vida, el color, el movimiento, ahora son imágenes fundidas en nuestra imaginación, como lo puede ser el árbol al que subíamos de pequeños, o aquella esquina en que besamos por primera vez a alguien y que todavía parece darnos calor.

Podemos intentar la amistad, pero sólo intentar. Será potestad del tiempo permitirnos ese deseo, o transformarlo en un aparatoso error, como aquel juguete de pilas que nunca llegó a funcionar. La perseverancia ayuda, claro, pero lo que de verdad forja amistad, a parte del tiempo, es un deseo del otro, un deseo de presencia. Eso no se controla, como no controlamos el amor. Podemos besar a alguien con pasión, podemos jurarle amor, podemos repetirnos millones de veces, como gotas de lluvia sobre todos nuestros pasos, que es la persona que deseamos, pero si no hay ese deseo de humedad y calma, no hay amor. Al final besaremos piedra, y dormiremos lágrimas. Con la amistad ocurre igual, me parece, pues no es tan diferente del amor. Recuerdo que en la lectura de “Guerra y Paz” me sobrecogió una escena. En ella, el viejo conde, que tanto ha hecho sufrir y tanto ha humillado a su hija, en el lecho de muerte, pide la presencia de su hija, que nunca se había separado de él, y le dice algo así como “Tú, hija mía, eres mi única amiga”. Y muere.

Así pues, para acabar, vuelvo a plantear las preguntas. ¿En qué momento la amistad perdió su latido? ¿Pudimos evitarlo? ¿Debíamos, acaso? ¿Pudimos hacer más? Y por último ¿Dónde guardar a los perdidos?

jueves, 8 de mayo de 2008

¿Para esto tanta adolescencia?


Escucho Ben Harper en mi mp3 mientras procuro dormirme. Son las tres de la mañana, y mi insomnio, el centinela que bosteza aburrido cada noche, es el hábitat perfecto para los pensamientos. Especialmente los preocupantes, es decir, lo que me preocupan. No quiero ponerme a escribir, porque se me hará muy tarde, y mañana quiero despertarme a una hora decente. Pero… ¿Para qué? Mañana nada me urge, no tengo trabajo, sólo mucho tiempo para hacer cosas que cualquier persona adulta (como seguro me comprendería Antoine Saint-Exupéry) consideraría razonables. Entonces me doy cuenta de la desilusión gigantesca que se va apoderando de mí, y me gustaría pensar que también de mi generación.

Pienso en Aita y Amatxo (papá y mamá), ellos lucharon por unos ideales políticos, por la libertad, tenían pantalones de campana, y pelos largos y lisos. Cantaron “Al vent” y sonrieron a la democracia, guiñando, cómplices, la clandestinidad. Vale, todo aquello fracasó, y toda la fuerza política ingente que tenía España fue absorbida por el sistema, Mayo del 68 acabó, (Daniel Rojo, ahora europarlamentario, pidió el “sí” para la constitución europea, bien llamada por los malvados “la constitución del capital”) y los discos de vinilo se guardaron en cajas. Pero ellos, nuestros padres, llegaron a ser lo que estudiaron. Por aquella época, en España, había mucho trabajo especializado, y ya sabemos que las penas con pan, son menos penas. Nuestro Felipe González iba con su chaqueta de pana en un vehículo oficial de última generación. No sé, no sé. Fracasaron los sueños políticos, pero tuvieron futuro profesional, futuro en lo que querían ser, en lo que habían estudiado. Imagino que por eso se aburguesaron tan rápido. Luego, los más combativos, encontraron buen trabajo en los sindicatos, ya plenamente institucionalizados (Eso sí, el 1 de Mayo bocata y cerveza, y puño en alto, el corazón rojo lo seguimos teniendo, eso y un mes de vacaciones pagadas).

La siguiente generación, la de los ochenta, bueno, lo pasó un poco peor. ¡Pero ellos tenían drogas! ¡Y tenían la movida! Debió ser una época maravillosa… Salir con mallas rosas, caras pintas como en la serie “V” y “pinchos en los cueros” que cantaba mecano. ¡Qué envidia! Vale, acepto que fue una época jodida para la juventud… ¡Pero tenían la cultura en pleno apogeo! Una cultura suburbial, decandete, donde las mandíbulas masticaban indecentemente los chicles y las chicas querían a los chicos malos. Los punk todavía no compraban su ropa en tiendas especializadas y los pijos deseaban serlo.

Ahora todo está mejor… ¿De qué te quejas, Javitxu? (Me diría un adulto razonable) Pues de que me siento perdido, y junto a mí, veo perdidas las mentes más magníficas que conozco. Me siento como viajando a bordo de un barco enloquecido que viene de la noche y va a ninguna parte, como diría Sabina. Junto a mí, están las personas que aprecio intelectualmente, y emocionalmente claro, están tan desorientadas… Tanto como yo, quiero decir. Pero no es sólo cuestión de trabajo, sino de una insatisfacción vital. En una viñeta de Quino, Mafalda escucha una conversación de adultos, y a continuación va corriendo a donde están sus amigos jugando y les dice “¡La pucha! ¡Resulta que si uno no se da prisa en cambiar el mundo, el mundo le cambia a él!”. Sé que yo caeré, que terminaré siendo un psicólogo haciendo el capullo con las doctrinas psicológicas absurdas (a eso le quiero dedicar otro artículo) y con suerte, podré comprarle un barco a mi padre y un jardín a mi madre. Pero no quiero llegar a eso, ¡Yo quiero cambiar el mundo! No se asusten demasiado, soy lo bastante inteligente como para saber que no lo haré, incluso (y es lo que más me asquea) sé que es una etapa y que pasa. Pero saber que es una etapa que se pasa, lo hace todavía más cruel y más absurdo.

Sí, Albert, tienes razón, tú das más a la sociedad que yo, pero esto es así porque no se valora lo que yo ofrezco, y no se valora porque NO SE VENDE. Y ya está. A pesar de todo, sigo creyendo en la justicia social, creo en la poesía, en el arte, en la cultura, creo en conciencia social, y por ello escribo, por ello intento hacer un mundo mejor en mi campo profesional, por ello intento aportar un granito a la sociedad con mi quehacer diario, y por ello cultivo el absurdo como único camino cuerdo cuando lo razonable pierde toda humanidad. El día que acepte mi destino, acabaré teniendo mi propia hipoteca y mi propio coche, un novio guapo y cuatro buenos amigos con los que recordar aquellos felices días en los que éramos tan desgraciados. Pero hasta que llegue ese día, seguiré escribiendo libros que nadie va a leer, y haciendo cronologías de la historia de la humanidad que a nadie interesará. Seguiré cuestionándome la realidad que me envuelve, y seguiré echando pestes de la psicología (¡Cuidado, que nadie cree más que yo en su capacidad!). Por cierto, Albert, escribir el libro en femenino y que la editorial me lo aceptara, es algo que me enorgullece y con lo que creo que participo en algo que considero justo (a pesar de que a mamá le siga pareciendo que es un libro de ginecología).

Todavía tengo la insocial costumbre de no tragar aquellas cosas que no me gustan. Todavía puede permitirme decirle al que me entrevista para una oferta de trabajo, que no me interesa su trabajo y que no estoy conforme con su forma de ver el trabajo. Todavía lo puedo hacer, y esa libertad es mi prisión de seda. Pero eso no quita que me sienta perdido. Sé lo que no quiero para mí, pero no estoy seguro de qué es lo que quiero. Sólo podría decir que busco el movimiento, la polémica inteligente, la ruptura con lo razonable (pero no una ruptura elitista y tan prefabricada como el objetivo que persigue), busco no perder de vista la brevedad de la vida y lo permanente de nuestro legado. José, mi hermano José, acaba de participar en una película pornográfica, y me siento absolutamente orgulloso de él. Sólo pensar en el desagrado que produce a los demás esa posibilidad, me colma de satisfacción. ¡Que los moralistas cómodos no me digan que es rebeldía! No es rebeldía, lo sería si José persiguiese llamar la atención, pero no busca eso, lo hace sencillamente porque le gusta. Claro que lo que para mí es producto de horas, él lo consigue sin pretenderlo, supongo que es lo que tiene ser un artista.

Voy a acabar este artículo ya, porque es tarde y no quiero hacerlo pesado. Quiero tranquilizar a aquellas personas que me quieren. Tranquilos y tranquilas, Javitxu es lo suficientemente razonable como para saber que el destino que le toca es la homogeneidad salpicada por nostálgicas noches con una guitarra y un cubata, recordando lo que deseamos ser, y no llegamos. Disculpadme este artículo, ¡Disculpadme! Es un artículo-grito, o mejor dicho, como escribía Gabriel Celaya: “No es una poesía gota a gota pensada, no es bello producto, no es un fruto perfecto […] son lo más necesario. Lo que no tiene nombre. Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos”.