viernes, 27 de junio de 2008

En busca del tiempo perdido


“Sólo ese dolor es el que fuerza a los filósofos a descender finalmente a nuestras profundidades y abandonar toda nuestra confianza”. Así, como Nietzsche escribe, por una impronta prenatal de los latidos de corazón, descendemos a las entrañas de la soledad y buscamos en ella el mecanismo que todavía nos hunde más en el barro, en la mentira destructiva que libra de responsabilidad al otro y nos condena a la culpa perpetua del “yo” como desgarro. Pero quiero que este artículo sea diferente. Quiero escribir un “confieso que he vivido” como Neruda. No es una excusa, ni un canto ciego a las virtudes olvidadas, o apartadas, que ahora siento tan lejanas. Es un recuerdo dulce, a viva voz, de que dentro de mí hay seda, como hierro, y que mi mano hiere como cura, y que sabe acariciar.

“Reivindico el espejismo de intentar ser uno mismo”, canta Aute. Yo me reivindico. Tengo la costumbre, quizás por aflicción romántica, de guardar todo el mal que sobre mí han escrito, y leerlo de vez en cuando. Pero esto lo hago en tantas ocasiones, que a veces olvido que realmente no uso veneno como aroma de flores, que diría Silvio. Y como él, os digo: “Soy de tantas maneras, como gente pretenda nomás calificarme […] Asumirse en los fuegos, es no dictaminarse”. Soy imperfecto, profundamente imperfecto, pero “¿Quién le dijo que yo era risa siempre nunca llanto, como si fuera la primavera, no soy tanto?” bien pregunta Nicolás Guillén. Y como dice, para terminar con tanta cita, Silvio, de nuevo, “Quiero que me digas amor, que no todo fue naufragar por haber creído que amar era el verbo mas bello, dímelo, me va la vida en ello”.

Y de pronto me veo, una vez más, sorprendido sin embargo, intentando acercarme a personas que no lo merecen, o que desprecian abiertamente mi compañía. Pero vuelvo a ellas, les doy abrigo, el cobijo que no han pedido y desdeñan. Agotado, con los años, miro a mi alrededor y veo un amplio horizonte con unas pocas personas que, heridas en su mayoría, todavía me quieren y me aprecian. Otras yacen en el suelo, ensangrentadas, maldiciendome, buscando desesperadamente el filo en mi piel, o bien escondiendo sus lágrimas tras una barrera de indiferente silencio. Pero no todos cayeron, y de los que lo hicieron, algunos se levantaron, y ahora me miran, con más fuerza, sonriendo o serios, pero cerca de mí en la distancia, a mi lado, sintiendo su calor de todas formas. Y son esas personas las que quiero cerca, porque lo merecen, lo han ganado.

Tengo 26 años, y tengo muchas cosas por las que sentir vergüenza y profundo arrepentimiento (no comprendo porqué la gente suele decir esa detestable y absurda frase; “yo no me arrepiento de nada”). Yo sí me arrepiento de muchas cosas… y quien vive conmigo aprende rápido que soy un huraño, un estilista (gracias Antonio) y un gruñón. No niego esa parte de mí. Pero tengo otra, que generalmente es ignorada y que yo apenas discrimino entre quien la aprecia y quien no. También tengo aspectos por los que enorgullecerme. He escrito un libro que se va a publicar, y otros tantos que no, he viajado bastante, leído más, algo sé de política y de historia. No todo son espinas, no todo son defectos.

Me siento cansado de luchar por quienes no luchan por mí. Me siento cansado de insistir e intentar conservar aquellas amistades que ya se encuentran casi en putrefacción. Me he cansado de permitir que desconocidos me juzguen o ignoren y yo no sea capaz de mandarlos lejos de mí. Los que son amigos, lo son porque luchan por mí, y los que lo quieran ser, que me busquen. Estoy tan cansado de insistir… tan cansado de permitir…

¿Cuántos retornos, José? ¿Cuántos, Sergio? ¿Cuántos, Tes? ¿Cuántos, Álex? ¿Cuántos, Rafa? A ellos les debo mi amistad, les debo mi respeto y mis deseos de crecer, de ser mejor. Se los debemos a quienes insisten, a quienes a pesar de las heridas, del daño, se tumban a nuestro lado, asumiendo que la cuchilla es ahora caricia, porque no hay violencia permanente entre nosotros. ¡Basta de gratuidad en mis abrazos y de clemencia ante la agresión! Si me buscan, y no es tarde, me encontrarán.

Así que voy a intentar asumir aquí un compromiso ante vosotros. Voy a intentar, con todas mis fuerzas, “quererme un poquito más” como diría Rafa. Juzgar por los actos, por el interés demostrado de quien me empieza a conocer, o ya me conoce, La causalidad es una necesidad humana, como el comer o el dormir, sin ella nos sentimos indefensos. Pero voy a intentar apartarla, pues por lo general esa causalidad supone revertir el origen y espantar mi raíz. Voy a apostar por la bidireccionalidad, y quien no quiera acceder, bueno, como dice Lluis Llach:

Si em dius adéu,
vull que el dia sigui net i clar,
que cap ocell
trenqui l'harmonia del seu cant.

Que tinguis sort
i que trobis el que t'ha mancat
en mi.

domingo, 15 de junio de 2008

La paga que no volví a recibir

Recuerdo el día en que, con la gravedad característica que mi madre otorga a los momentos importantes, me dijeron que a partir de ese momento, y dado que mi edad ya era la apropiada, comenzaría a recibir una paga semanal. ¡Una paga! Con mis pocos años, que serían unos doce, aquello significaba un salto cualitativo en mi desarrollo. Era como una especie de ritual antropológico por el cual yo ya era considerado adulto para mi poblado. Mi estipendio ascendía a la vertiginosa cantidad de doscientas pesetas. Para quien nunca había recibido una sola peseta, aquello era un número casi astronómico, una realidad cualitativa que pasaba de la nada a doscientas pesetas. El mundo se podía comprar, y yo tenía el dinero.

Siempre fui muy ahorrador, pero al recibir la paga corría a comprarme, por lo menos, dos sobres de cromos. Aquellos cromos versaban sobre películas de Disney, de alguna serie de moda como Caballeros de Zodíaco, de coches y, los preferidos por mí, de monstruos y seres misteriosos. Los cromos más antiguos eran de cartón, con colores pálidos y dibujos algo imprecisos de trazos gruesos. Así eran los de monstruos, y costaba veinte pesetas el sobre. Luego vinieron los modernos, aunque convivieron ambos tipos durante un tiempo, y acabaron por imponerse. Los modernos costaban veinticinco pesetas, o incluso treinta. En ellos, los dibujos estaban muy bien definidos, casi demasiado, y los colores eran vivos y brillantes. Solían tener un marquito blanco y eran adhesivos, es decir, le quitabas la parte trasera, no sin esfuerzo, y se depegaban para ser vueltos a pegar en su lugar correspondiente del álbum. En cualquier caso, la compra de los cromos con la paga recién recibida, era un momento muy emocionante. Una vez que pagabas al kioskero y recibías los sobres en cuyas entrañas aguardaban los cromos y quizás aquel tan inusual que podría ser cambiado por varios cromos en clase, el mundo se detenía. Me iba a un lugar yo solo, respiraba profundamente e iba abriendo uno a uno los sobres, mirando cromo por cromo, sintiendo una gran decepción y una gran alegría, según el contenido que iba descubriendo. Es sorprendente la facilidad con que variaban las emociones a esa edad. Luego, en el colegio, cada uno de nosotros llevábamos un monto de cartas, que manejábamos con gran habilidad, mostrándolas a otros niños, mientras repetíamos a gran velocidad “tengola, tengola”, que era el resultado de decir muchas veces “la tengo, la tengo…”

Recuerdo también, nítidamente, el día que, unos meses después, mi paga se vio aumentada en cincuenta pesetas. Aquel aumento, por ser el primero, supuso otro cambio cualitativo con respecto a la cantidad anterior. Esas cincuenta pesetas me permitían acceder a otro tipo de compra que iba a cambiar por completo mi reconocimiento social. Con doscientas cincuenta pesetas podía comprar un flamante “Don Micky”. Se trataba de unos libritos de tapas blandas, coloreados con puntitos ínfimos que resultaban colores tristes y apagados, y que narraban varias historietas, excepto los especiales que consistían en una historia larga completa y por lo general mejor dibujada y más interesante, cuyos protagonistas eran siempre los personajes clásicos de Disney. Aquello tenía un parecido, según mi joven opinión, a los cuadernillos de los relatos de Alejandro Dumas, cuando se vendían en fascículos semanales o quincenales, y me enorgullecía de ello. Sentía que estaba haciendo una biblioteca propia, y comprada con mi propio dinero, aquello daba roble y barroquismo a mi presencia y a mi pensamiento. Claro que también me deslizaba por caminos algo más prosaicos, pues al lado del “Don micky” estaban los Playmobil, otra de mis grandes pasiones. La caja individual, que incluía un muñeco y algún que otro pequeño accesorio costaba, precisamente, doscientas cincuenta pesetas. Pero entonces, si compraba cualquiera de las dos, no podía comprar sobres pues agotaba todos mis capital. Aquello suponía un sufrimiento tan profundo como fugaz, ya que, tras los primeros minutos en los que me cuestionaba si había decidido bien, una vez que lo abría, me volcaba en mi nueva adquisición.

Las quinientas pesetas de paga me sacaron de mi infancia y me llevaron directamente a la juventud, a la preadolescencia. Aquella moneda dorada, amplia y pesada, confería a mis posibilidades seriedad y formalidad, casi nobleza. Uno no podía recibir esa moneda sin sentirse enjuto de orgullo. Suponía un cambio de estamento, una riqueza tan excesiva que nada de lo que me gustaba suponía tanto costo, de forma que podía comprarme la “Micromanía”, revista de videojuegos, muy luminosa, extensa y con un lenguaje sin diminutivos ni sonrisas, es decir, una revista de adultos, como lo era yo con mi moneda. Los cromos, los libritos y los playmobil habían sido desplazados, estábamos hablando de cosas adultas, hablábamos de las revistas que estaban en el escaparate.

Pero no sería hasta el billete de mil pesetas, que alcancé la adolescencia y, por lo tanto, esa adultez aparente y sufrida que sólo se vuelve a sentir, según me han dicho, cuando tenemos un hijo. Un billete era ya cosa seria, muy seria, la moneda era el metal vil, tangible, que pesaba su precio y, por lo tanto, su valor era limitado. Pero el billete, ¡el billete era algo simbólico! Ya no era dinero contante y sonante, pues ni se podía contar, al ser una unidad, ni sonaba si jugueteabas con él acariciándolo con las manos en el bolsillo. Su valor podía ser infinito, pues era otorgado por consenso. El billete me permitía algo muy importante, algo determinante, me refiero a “salir con mis amigos”, tomar un helado y jugar unas partidas en las recreativas. Aunque fuera más dinero, muchísimo más que las doscientas pesetas iniciales, se acababa mucho antes, y el billete rápidamente se disgregaba en monedas policromadas y heterogéneas, sin duda menos valiosas siquiera en conjunto. Además, el billete luego se redujo de tamaño, y parecía más un billete del “Monopoly” que uno real. Finalmente llegó el dinero entregado al mes, no a la semana, y la cuenta en un banco, hasta entonces prohibido por mi familia (“no tienes edad para tener cuenta en el banco”, me decían mis padres mientras yo miraba con envidia las tarjetas juveniles, con trazos de colores y letras doradas y plateadas de las tarjetas de crédito de mis amigos del colegio).

¡Cómo cambia el valor del dinero! Cómo cada vez, a pesar de ganar más, la ilusión disminuye, se hace más ruda y más fría. Quizás hacerse mayor es perder paulatinamente la magia y la ilusión de las pequeñas cosas. ¡Qué pena! Pero guardo mucho cariño, y muchas sonrisas cómplices que permanecen en mí, cuando recuerdo aquella tarde que, con mi tía Ana, tras comprar un granizado de limón, hablábamos de cómo cuando yo fuese mayor, tendría una fábrica de dinero y así nunca me faltaría nada, y le daría a ella, y a mamá y a papá, y a todo el que lo necesitase. Nunca un granizado me supo tan bien, ni nunca vi mi futuro tan claro ni, desde luego, tan feliz.

martes, 10 de junio de 2008

El rey Midas aterrado




Dioniso entregó al Rey de Frigia, Midas, el don de convertir en oro todo aquello que tocara con sus manos. Tan pronto como lo adquirió, comenzó a tocar grandes objetos que quedaban rápidamente convertidos en tan preciado metal. Pasada la felicidad del primer momento, pronto se dio cuenta de que al tocar a las personas, éstas también se convertían, y de la misma forma ocurría con los alimentos. Imagino a Midas aterrado, corriendo por su palacio, mientras sus más fieles sirvientes y las personas que amaba, se convertían en oro a su tacto, y mientras el hambre le devoraba sin poder comer nada. Aquel maravilloso poder se había convertido en una pesadilla. Lo que un comienzo le había posibilitado a convertirse en el más rico y poderoso soberano del mundo, estaba resultado un desastre que sólo le causaba sufrimiento y soledad. Por suerte, Apolo le liberó de tal don, pero quizás ya era tarde para algunas personas queridas, que ya nunca volverían a latir.


A veces siento que algún Dios olímpico me ha dado un don parecido, y como Midas, corro aterrado al ver los caídos y el silencio doloroso que me envuelve en noches como ésta. Sé que he sido muy amado, pero también he sido muy odiado. Por lo general me tomo con humor las muestras de odio, pero mentiría si dijera que no me afectan. ¡Claro que lo hacen! ¡Y mucho! ¡Cada vez más! Quizás el pasar de los años, el hacerme mayor, está cambiando mi escala de valores. Antes lo bueno compensaba lo malo, las buenas palabras y los buenos sentimientos, solapaban los fracasos que con palabras dolorosas se perdían en correos, cartas, lágrimas, etc. Ahora no, ya no. Así que cada cierto tiempo, releo algunas frases para no olvidar el daño que he causado, arriesgándome a rasgar el recuerdo de ciertas personas.


Tatiana me ha dicho que soy “tóxico”, y de pronto ha venido a mí un torrente de recuerdos, pero sublimados en palabras, frases, conversaciones, etc. Luego se hicieron personas, claro, aquellas personas que me las dijeron, en el lugar donde me las dijeron, cómo lo hicieron... Luego hay otras personas mudas, olvidadas sus palabras, pero presente la ausencia persistente y dolorosa de su cariño y de sus promesas. He pensando en muchos, pero en especial en uno, uno que se fue y no va a volver. Sin embargo, no ha reaparecido espontáneamente de un rincón oscuro del recuerdo, sino que ya llevaba días en la penumbra, moviéndose lentamente hasta la luz de la conciencia. Incluso, hace unos días, el sonido de su nombre en mis labios me arrancó del sueño en un despertar melancólico y confuso. Hace días, como digo, que se va descubriendo en las carencias de los demás, y me recuerda su mano separándose de la mía sin llegar nunca a perder su contacto.


Todavía guardo su carta del 12 Julio, y guardo nuestras sonrisas, y nuestros gestos, la complicidad de las miradas y todas esas cosas maravillosas de cuando quieres a alguien y te sabes querido. Creo que nunca llegué a dedicarle la canción que tanto me recuerda a él, y cómo esa canción habla de un mundo íntimo y oscuro, de reminiscencias infantiles, donde ambos, él y yo, hablamos un mismo idioma, y donde sin explicaciones, la mirada del otro da calor, y da hogar. Un mundo que ambos habitábamos a nuestro pesar, huyendo permanentemente de él sin poder abandonar realmente sus caminos, en los que, junto a nosotros, transitan los miedos y las estaciones confundiéndose entre sí. Se quedaron tantas palabras en mi boca, agonizaron tantos besos que se merecía… Ahora no está y lo echo mucho de menos. Será feliz, seguro, me dijo en una ocasión que desde que se había separado de mí, había empezado a ser feliz. Bueno, ya no guardo rencor, pero no querría verlo, y lo evitaría si me lo cruzara, pero en esta soledad aburrida que me embarga e irrita, su compañía me hubiese supuesto un bálsamo necesario.


Me voy a permitir la licencia de llorar sobre el teclado, llorar a gritos, como los gitanos, y gritar tu nombre. Déjame tocarte, sentir tu piel débil y blanquecina temblar nerviosa en mi presencia. Déjame que vuelva a mirarte mientras duermes, todavía nervioso, inquieto como una pequeña pajarillo en la cornisa, esperando que mi voz te despierte y claves en mí tu mirada asustada. Necesito tu mano, tu mano y tu silencio, y también necesito tu risa. ¡Cuánto necesito tu risa! Parecía que al salir de ti, arrastrase la lívida fortaleza de tus huesos, abandonando un débil cuerpo que fuera a quebrarse al sólo contacto con la luz. Sobresáltate sorprendido y confuso si te descubro encendiendo un cigarro antes de besarme… ¡Era tan hermoso reñirte mientras una mueca de arrepentimiento infantil partía tu frente! ¡Me resultaba tan difícil no abrazarte cuando te sorprendía, dramatizando mi enfado, intentando evitar hacer los trabajos que tenías pendiente! Tú has sido mi pérdida más dolorosa… ¡Tú, que me prometiste no abandonarme nunca!


Pensaba hacer este artículo a base de frases terribles que me han escrito, especialmente gente que me ha amado. Pero te has interpuesto y, además, sería demasiado largo y probablemente dañino, comenzar a buscar una a una las frases hirientes y crueles que me han escrito. En cualquier caso, lo que quería escribir es que en una sola semana, ya me han dicho que soy tóxico, que doy asco y que estoy podrido. Quizás es demasiado para una semana. Me voy a despedir, pero lo quiero hacer con el final de una conversación con uno de mis mejores amigos:”Has sido siempre cruel conmigo aunque hayas sido increíblemente bello en otras ocasiones / pero en el fondo estás podrido / y en eso yo no puedo ayudarte / puedo tolerar tu maldad / pero no puedo ayudarte a ser mejor / porque está dentro de ti / un beso”


Lo dicho, quizás demasiado para una semana.