domingo, 20 de julio de 2008

Despierto



Despierto lentamente, deslizándome del sueño como un líquido denso que, volcado accidentalmente, va escapando de su prisión de cristal, a una velocidad casi imperceptible, pero inexorable. Derramándome pesadamente, arrastrando una nocturnidad húmeda y torpe, voy abandonando la fantasía onírica para adentrarme en ese espacio donde los objetos, los pensamientos y los colores, todos ellos distorsionados, se reconstruyen precipitadamente. A medio camino entre dos mundos, el material y su reflejo ilusorio, comienzo a abrir los ojos, sobrevolando líneas imaginarias que atraviesan ambos mundos y los unen, y dejando que el día penetre en mis ojos con la inquietud de las primeras estrellas.


Lo primero que veo es la piel blanca de la pintura, agrietada por los años, como en la senectud humana, en el marco de la ventana que hay sobre mí. Observo detenidamente ese tacto anciano, sus trazos quebrados, elevados en algunas partes y ausentes en otras, como arañados por la mano invisible del tiempo que, con rabia, exigiese el reflejo material de su invisibilidad. La ventana, apenas entreabierta, deja pasar un tímido rayo oblicuo, afilado, que atraviesa mi cara, y corta mi cama de extremo a extremo, descubriendo una finísima pantalla de luz mágica frente a mis ojos, donde infinidad de mínimas partículas iluminadas flotan y revolotean en un navegar lento y caótico, mostrándose solamente a su paso por el haz.


El cielo, tras el cristal enturbiado por el tiempo, está tiznado de ceniza, ese color metálico, indefinido, que se confunde tanto con el pálido azul alicatado del edificio de enfrente, como con las nubes expandidas que han perdido su forma y ocupan todo el cielo. Pared del edificio de enfrente, cubierto por una legión ordenada de pequeñas conchas urbanitas, uniformes y cuadradas, que reflejan la luz, difuminándola y devolviéndola como un manto de luz irregular que me alcanza, a través de la ventana, dotando de un color suave, apagado y mineral, mis sábanas y mi despertar.


Es en ese momento íntimo, en el despertar de alborada, cuando el tiempo se hace precioso al perder su cordura, y creamos un espacio ocioso que invita a la humedad o al recuerdo, donde retozamos con los minutos, jugueteamos con el sueño, penetrando y saliendo de él caprichosamente, y creamos cuerpos con el latido efímero de la imaginación. Quizás porque un sueño de esta noche haya liberado tu recuerdo de su prisión de olvido forzado, o quizás porque en aquel despertar, algún movimiento, desató alguna partícula de tu olor que, cautivo, todavía se escondía entre mis sábanas. No sé la razón, pero una vez más volviste a mí, despertaste a mi lado, con tu sonrisa absoluta, vertical a mis ojos somnolientos, y una vez más, quise acariciar tu piel, con esa peligrosa mezcla de tristeza y placer, que nos produce una visión que, a pesar de ser conscientes de su irrealidad, nos negamos a abandonar sin haberla besado antes. Tiranía del recuerdo que sojuzga la voluntad y estalla en la soledad, y en las pequeñas cosas cotidianas que una vez compartimos.


Ahí estás tú de nuevo, real y hermoso, tumbado a mi lado, los ojillos entrecerrados y la sonrisa adormecida. Tus labios tiemblan como lo hacían ante los míos, y parece que tus ojos negros, masivos, en un infinito universo opaco, alcanzan los míos y los desbordan. Son tus ojos una marea oscura en la que, al igual que las olas encrestan sus cimas con espuma de burbujas para recogerse perezosamente en el reflujo, algunos puntos plateados tiritan en su profundidad, desprendiendo haces verdosos que se expanden hasta el borde de la pupila. Tu piel, como la orilla del playa, dibuja formas diferentes en cada movimiento, como la resaca escribe su paso sobre la arena cuando una concha, o una piedra pulida, ofrece resistencia, creando dos largos rastros horadados de arena blanquecina. Así la luz se posa en ti, creando pequeños lagos luminosos que desaparecen cuando respiras, y vuelven si te mueves, geografía viva, nerviosa y cambiante que se crea y destruye a cada segundo en tu piel.


Sé que no eres real, no puedes serlo, pero no importa, la realidad hace tiempo que dejó de ser suficiente para mí, así que acaricio con mi silencio las curvas que creas en las sábanas, mientras la forma de tu cuerpo se descubre sobre ellas. Me acerco a tus labios, tu mirada no cesa, estoy tan cerca que casi siento tu aliento inerte en mis ansias, me acerco un poco más y, por fin, mis labios besan un vacío que hiere la soledad, como aquella carta nunca contestada en la que daba mi vida por ti. Beso de aire que asfixia mi alma.


La cortina de luz va cobrando fuerza, expandiéndose como una niña inquieta que se abandona al placer de abrir los regalos sin interesarle su contenido, cubriendo las esquinas en avance dorado. Los objetos ya definen sus formas y las estrenan orgullosamente con la formalidad de sus límites. El sueño queda atrás, como atrás queda tu imagen, desvanecida, yerma, y mi conciencia va, poco a poco, conquistando los espacios que abandona la imaginación. La luz ya ha perdido su cuerpo, y lo domina todo, dejando paso a un haz de sonidos, la calle y su tránsito, que se expande inexorablemente.


Estoy despierto pero tumbado, caído, todavía con la sombra de tu recuerdo entre mis dedos, en la mirada y en los labios. No pasa nada. Todo bien. Comienza el día. No me preocupo, ahora ocurre cada vez menos. Todo bien.

miércoles, 9 de julio de 2008

Proust en tu concierto



A simétricos intervalos, en medio de la inimitable ornamentación de su follaje, inconfundible con el de ningún otro árbol frutal, abrían los manzanos sus largos pétalos de satén blanco, o dejaban colgar los tímidos ramitos de sus capullos encarnados. Por allí, por el lado de Méséglise, es donde observé por vez primera esa sombra redonda que dan los manzanos en la tierra soleada, y esas sedas de oro que el sol poniente teje oblicuamente bajo las hojas del árbol y cuya continuidad veía yo a mi padre romper con su bastón, pero sin desviar nunca sus hilos.


Al leer este párrafo en el “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust, quedé consternado. Tras varias lecturas, comprendí que una imagen visual nítida, clara, de ese momento, jamás alcanzaría la precisión y la belleza que Proust era capaz crear. Evidentemente, esa imagen no es exacta, no es una descripción detallada de una realidad visual estática, sino que atraviesa la memoria, y mezcla sentidos, sentimientos e imágenes, creando algo diferente a lo percibido, que sobrepasa lo que cualquier humano podría no sólo percibir, sino sentir. Uno puede recrearse en la imagen, desmenuzarla poco a poco, como comíamos lentamente el último pedazo de nuestra tarta de cumpleaños. Cuando leo a Proust así, lo concibo como un mar inmenso en el que una barca, yo mismo, puede caer sobre sus aguas y navegar infinitamente. Pero hay otra forma de leer, por lo menos yo lo considero así, y es aquella en la que “leer” no es una acción, sino un “estar” en el mundo. Leer me aparta de la realidad tangible de los sentidos, y de las necesidades inmediatas cognitivas, para llevarme a lugares únicos que sólo habitan en mi silenciosa intimidad, obligándome a desdoblar mi realidad y pasear por aquella que se pierde en mi cerebro, y que tan pronto disuelvo como vuelvo a crear.


Leer, para mí, se impone como una necesidad, pero no con el fin de obtener conocimiento, quizás ni siquiera por placer, aunque lo haya, sino para facilitar la permanencia en este mundo, tan ajeno a nuestra voluntad, y del que sólo somos piezas prescindibles. Me permite, también, un diálogo interno, íntimo, en el que los sentidos se ponen a disposición de la imaginación, y se convierten en hilos con los que tejer y unificar las diferentes telas en las que, fuera de toda lógica y razón, se han convertido mis sentidos, sentimientos, recuerdos y pensamientos. Nadie gobierna su cerebro, que responde a leyes desconocidas, y somos ilusos si pensamos que porque a menudo, y caprichosamente, decida acompañarnos, es señal de que responde a nuestro dominio. Pero el arte, en este caso la lectura, nos facilita esa comunicación entre intimidades, vidas escritas, pintadas, esculpidas, entre hombres y mujeres, que trascienden la vida y la muerte, hablándonos, emocionándonos, desde los siglos más lejanos.


Recuerdo a mi madre temblar, compungida, y derramar lágrimas en su conmoción, al ver “la piedad” de Miguel Ángel. ¿No sientes el dolor de una madre que sostiene sobre sus brazos el cuerpo inerte de su hijo? ¿No sientes en su mirada de mármol, arder la vida encendida de los latidos minerales? Parecía decirme mamá. ¿Acaso no sientes su dolor? Y fue la mano de Miguel Ángel, la mano humana ya descarnada y estrellada, la que esculpió el dolor en su cisma, en su máxima expresión, en la roca fría y yerma, que conmueve hasta las lágrimas a mi madre, cinco siglos después. El arte nos hace inmortales, y por ello más humanos, clama en cualquiera de sus formas, el sentimiento que lucha por permanecer, por superar las frágiles leyes humanas.


Por ello, y quizás porque necesito más tiempo que el habitualmente necesario, el arte en mí requiere paciencia, y requiere dominio por mi parte. Leo, me detengo, vuelvo a una frase, la señalo, la vuelvo a leer, la incorporo a mi vida, y la dejo, como con vida propia, en ese pequeño espacio de la conciencia cotidiana, para que juguetee a su antojo con los pensamientos más inmediatos. Permanece como una melodía, una pregunta a la que no hallamos respuesta y que permanece dormida a la espera de que la respuesta, como un sonido lejano, la alcance y la despierte bruscamente de su sueño inquieto. Una estrofa de un poema que permanece en nuestra percepción, impregnando los silencios de un fina esencia insuficiente para pensarla, pero suficiente para sentirla. Pero ello requiere tiempo, y requiere, sobretodo, intimidad.


La música, al igual que la lectura, me transporta a ese lugar íntimo, que precisa el abandono de la consciencia sobre lo circundante, para dedicarse exclusivamente a violar una a una todas las reglas de la razón. Como un camino que me conduce a abandonarme, para penetrar, paradójicamente, en mí mismo, pero imbuido de una lucidez y una clarividencia tal, que permite al alma tener ojos y a la mente reír como un niño. Pero se trata de una actividad privada, lenta, que requiere un ritual, y que sólo comienza cuando la soledad es suficiente como para olvidar toda vida que no se encuentre en mi mente. Por ello, nunca he disfrutado de los conciertos en vivo, nunca de las exposiciones acompañado. Si estoy en un concierto, estoy obligado a permanecer sentado, intentando alcanzar un estado de bienestar que en nada se relaciona con lo que normalmente me evoca el arte. Lo percibo como un lenguaje hostil que no comprendiese, del que sólo me llegase una incómoda sensación de inquietud, y que por no poder alcanzarlo, por no comprenderlo, sus tonos se hicieran más graves, y sus timbres más penetrantes, como una discusión pasada de la que no recordamos el contenido sino sólo las percepciones y sensaciones imprecisas del malestar que nos causó.


Ésta es la razón por la que no acudo a conciertos, y también por la que prefiero alejarme del arte que no comprendo, hasta que llegue el momento en que esté en disposición de hacerlo. Las canciones en directo, que tanto me suelen gustar, las escucho sobre mi cama, imaginando los rostros de quienes la escuchan, el sentido veleidoso de sus expresiones, imagino también la sonrisa previa, o quizás posterior, de cuando elevó el tono, o cuando lo disminuyó, otorgando intencionalidad a cada una de sus partes, o convirtiendo toda la canción en un espacio sonoro sobre el que los objetos físicos, y las personas, pueden amar y odiar.


De todas formas, puede que al próximo concierto, sí vaya contigo.