miércoles, 15 de septiembre de 2010

Aunque sea un instante


Recuerdo perfectamente el momento en que leí el poema de Gil de Biedma. Recuerdo la impresión que me causó, esa sensación fría y vertiginosa que nos causa la identificación de algo propio, algo íntimo y silencioso, en las palabras ajenas. No eran versos complejos, ni sentenciosos ni tiritantes. Eran versos sencillos, cansados e indefensos, como esas respuestas que damos cuando nos rendimos. A pesar de que lo que identificaba no era, digamos, socialmente positivo (desengañémonos, la alegría no invita a la instrospección si lo que se precia es escribir), el hecho de descubrir un pedazo de mí en unas palabras permanentemente impresas, me generó ese sentimiento extraño de cercanía y calor que da el recordar que otros anduvieron antes este camino que en ciertas ocasiones nos parece recorrer en la más absoluta soledad. Los poemas, probablemente más que ninguna otra expresión artística, parecen acceder con más limpieza y desnudez a esas emociones (más que pensamientos) que parece sólo poder tomar forma si se cubren de palabras.


Así que allí estaba, el libro abandonado en una mano, mi mirada sostenida sobre la playa del Postiguet, esperando que la tarde se deslizara con sus horas lentas de puerto. Entonces no sabía, pues para mí no existías, que el banco sobre el que estaba sentado miraba hacia tu casa (puede que tú mirases por el balcón hacia el mar, o hacia la calle en ese momento). Que los dioses juegan con nosotros cruzando nuestros caminos de forma irónica, y cruel a veces, es algo que considero tan real como estas mismas palabras. Asi pues, ironías del destino (u otra cosa peor) hizo que estuviera sentado frente a tu casa cuando Gil de Biedma me confiaba nuestro secreto. También era el tuyo, aunque nunca me lo dijiste, yo lo supe enseguida.


Tú querías que te llamase enfermo mental pero yo me negaba. Si querías evadirte de la realidad, yo no iba a impedírtelo, (¿cómo iba a hacerlo? Sería feliz si llegase a ser la mitad de valiente que tú) pero no iba a ser cómplice de esa farse que, por otra lado, ya no necesitabas. ¡Cómo desconfiabas al comienzo! Tu mirada distante y esquiva bordeaba la mía, y sólo se posaba en mí para alzarse enseguida todavía más lejana. Y sonrisas... Pocas. Desconfiabas, y yo lo entendía. Decías que no te comprendería, y sin embargo querías que lo hiciese. De alguna forma, desde tu soberbia independencia, desde tu desprecio culto y refinado, necesitabas que te comprendiese. La soledad, compañero, se puede tallar con mayor o menor finura, pero la madera, por ser humanos, es la misma. Así que cuando me hablaste de una soledad sórdida y fría, no te escuchaba una bata blanca, y si te preguntaba qué esperabas de la vida no era porque buscase un diagnóstico. Al final lo comprendiste, y tu sonrisa fue más amplia que tus labios, y tu mirada menos huidiza. Tú no eras un enfermo mental, y yo no era un psicólogo. Con otros, sí, pero contigo no. Quería alcanzarte, y tú que te alcanzara. Pero comencé a entrar tarde, aunque ninguno de los dos lo sabíamos.


No te juzgo, ni me culpo, fue tu decisión y yo la respeto. No sólo la respeto, sino que también la comprendo. Ya te dije, no sólo soy psicólogo. Los dos prometimos intentarlo, pero los dos admitimos que podríamos fracasar. Y los dos fracasamos. Me pregunto, como en la canción, qué angustia te acompañó en aquel momento, qué dolores viejos calló tu voz. No importa, no importa, sólo es curiosidad. La vida es dura, y para ti lo era más. El pasado puede arrastrarse como un lastre asfixiante, pero casi siempre se puede sobrellevar, sin embargo, a veces, el pasado es tan oscuro que no sólo te impide caminar sino que te arrastra hacia él. Era una guerra, una guerra que en tu caso duraba ya más de veinte años. Veinte largos años huyendo, de ciudad en ciudad, de país en país, de oscuridad en oscuridad. Ganaste algunas batallas, perdiste otras, y en algún momento, en el balcón de tu casa, aquella tarde, decidiste que estabas cansado de la guerra, y sentiste que la paz no llegaría nunca por sí sola. Quiero pensar que miraste el mar, el mismo mar que yo he mirado tantas veces, antes de precipitarte al vacío. Quiero pensar que hice, que hicimos, que tus últimos días fueran más cálidos, apartando el frío humano de la soledad y el desamparo. Estoy seguro, o quiero estarlo, que en algún momento, antes de saltar, y digo que sólo durante unos segundos, pensaste en nosotros, y quizás en mí. Así que siento que no fracasamos del todo. Pero no puedo evitar pensar que si hubieses esperado un poco, sólo unos días, habríamos vuelto a reir sobre el paseo del puerto, habríamos discutido sobre literatura y sobre historia.


Ayer volví a ese banco, con el poema, y te lo leí desde la distancia. Desde una distancia ya inabarcable. El poema se llama “Aunque sea un instante”. No me duele tu muerte más que por la soledad que te acompañó. Espero que allí, si hay allí, encuentres la paz que la vida que no te permitió. Creías que no dejarías nada al morir, eso me decías, pero estabas equivocado. Los que nos quedamos te recordamos con una sonrisa. Has dejado más de lo que imaginaste, y de lo que nosotros mismos imaginamos. Creo que me costará olvidarte. No tengo prisa.


Aunque sea un instante, deseamos
descansar. Soñamos con dejarnos.
No sé, pero en cualquier lugar
con tal de que la vida deponga sus espinas.

Un instante, tal vez. Y nos volvemos
atrás, hacia el pasado engañoso cerrándose
sobre el mismo temor actual, que día a día
entonces también conocimos.

Se olvida
pronto, se olvida el sudor tantas noches,
la nerviosa ansiedad que amarga el mejor logro
llevándonos a él de antemano rendidos
sin más que ese vacío de llegar,
la indiferencia extraña de lo que ya está hecho.

Así que a cada vez que este temor,
el eterno temor que tiene nuestro rostro
nos asalta, gritamos invocando el pasado
–invocando un pasado que jamás existió–

para creer al menos que de verdad vivimos
y que la vida es más que esta pausa inmensa,
vertiginosa,
cuando la propia vocación, aquello
sobre lo cual fundamos un día nuestro ser,
el nombre que le dimos a nuestra dignidad
vemos que no era más
que un desolador deseo de esconderse.

Jaime Gil de Biedma
de Compañeros de viaje. (Joaquín Horta, 1965)