jueves, 24 de febrero de 2011

Laodomía en mis temores.


Cuenta Apolodoro que entre los mejores héroes helenos se encontraba Protesilao, y que éste fue el primero que puso pie en tierra troyana, muriendo a manos de Héctor tras matar a numerosos enemigos. Su esposa, Laodamía, le amaba tanto que, cuando se enteró de su muerte, mandó esculpir una estatua a semejanza de su amado esposo, llegando a tener relaciones sexuales con ella. Aquel amor conmovió tanto a los dioses que Hermes decidió hacer volver a Protesilao del Hades y permitir que Laodomía lo disfrutara durante unas horas. Pero cuando hubo acabado el tiempo prestado, y Protesilao tuvo que volver al Hades, Laodomía, comprendiendo que sólo había sido una concesión temporal de los dioses, no pudo soportar el dolor y se quitó la vida.

La leyenda de Laodomía me conmovió desde el primer momento en que la leí. Creo que nada me ha acercado más a la condición humana que la mitología griega. Y es que ésta refleja lo que somos los humanos, sin precisiones ni dogmas, sólo pura y absoluta contradicción, pasión, absurdo y sueño. Por ello los dioses, como reflejos humanos, no eran infalibles y erraban como nosotros lo hacemos cotidianamente. Sus errores tenían, en numerosas ocasiones, consecuencias trágicas para los humanos. ¿En qué me he equivocado? -Se lamentaría Hermes-. ¿Cómo mi regalo, el retorno imposible que sólo Orfeo, Odiseo y Heracles completaron, ha tenido un final tan terrible? ¿No era acaso su retorno lo que tanto deseaba Laodomía?

Mi vida es todavía corta, apenas llego a la treintena de años, pero algo ya he aprendido de ella. Entre esas pocas cosa que ya intuyo, es que nuestra voluntad es sólo una vela en el mar. Cuando era más jovencico, pensaba que todo lo podía, y que lo que no podía era porque no importaba. Así que creía que los sentimientos estaban bajo mi dominio (sí, había leído que eso no era así, ¿pero qué iban a saber todas aquellas personas que no eran yo mismo?), y que podía manejarlos con la destreza con que los describía. Pero lo cierto es que no. Los sentimientos son como las mareas que fluyen bajo el casco de nuestra propia vida. A veces navegamos sobre ellas, otras nos dejamos llevar y, en otras ocasiones, estamos a su entera merced y no hay vela ni timón que las doblegue. Sin duda, entre ellas, el amor es una de las más fuertes. Una vez que se ha surcado con el viento a favor, pocos viajes se pueden comparar con aquel. Y quizás yo tenga el defecto de recordar mis viajes más hermosos con demasiada persistencia, pero lo cierto es que es así. Luego, cuando el camino se ha terminado (y siempre hablo de mí mismo), no hay una barrera, sino una continuación incierta, difusa y que, como las sendas de los montes, siempre se puede seguir si prestamos la suficiente atención.

Dejar de caminar algunas sendas no es sencillo. Requiere tiempo convencerse de que aunque el camino era hermoso no era el que nos llevaría a donde teníamos que ir. A veces ese camino se rompe abruptamente, como le pasó a Laodomía, y seguimos caminado con los ojos cerrados esperando que al abrirlos vuelva a dibujarse la senda a nuestros pies. Pero en ese circular boscoso, la soledad y la duda nublan la conciencia y despiertan el recuerdo, y despiertan la nostalgia. Ceder o no ceder es entonces una cuestión meramente humana.

Laodomía necesitaba la estatua de su marido para transitar el dolor de su ausencia. Quizás su amor era tan intenso que la locura (a ojos de los demás) era el único vínculo que le unía a la vida. Quizás llegaría el día en que la estatua sólo le evocase una felicidad íntima y silenciosa. Aquel era su camino, aquel había escogido ella. Pero los dioses no comprendieron que todo era una misma senda, así que le devolvieron el pasado para arrebatárselo después. Imagino el dolor que sintió para besar la estatua fría sabiendo que el calor no volvería a sus labios. Lo que no puedo imaginar es el dolor que sentiría cuando después de comprender la piedra como paso al aire, le devolvieron la piel para negársela por segunda vez.

Quizás yo necesite estatuas aunque vosotros, mis amigos, las lamentéis. Quizás mis caminos sean más largos, quizás mis dudas siempre más presentes, pero a veces me pregunto si no es así como tiene que ser conmigo, y si parte de mi belleza (lo que vosotros consideráis así) proviene de ese afán por recordar los viejos caminos y contároslos nuevamente. Si no, puede que nazca de pisar las viejas sendas, y las que todavía laten profundamente bajo mis pies. Recordad que no fue eso lo que mató a Laodamía, sino lo que vino después.

¿Aprenderé esta vez definitivamente de lo que le pasó a Laodomía?