miércoles, 20 de abril de 2011

De humores y olas




Creo recordar que fue en París donde José me dijo un día que yo pertenecía a ese tipo de personas cuya vida interior es tan densa que apenas pueden dedicar tiempo a atender a la exterior. En cualquier otro lugar, o con cualquier otra persona, quizás podría confundirse con un halago (y parecer presuntuoso por mi parte escribirlo aquí). Pero en aquel verano del año 2001, sentados en los aledaños del Sacre Coeur del Montmartre, no fue en absoluto un halago. Fue una cruda realidad que todavía hoy se mantiene.

Creo que ya no existe un término apropiado para ese tipo de naturaleza humana. Ahora, con la perversión de la psicología, todo se ha patologizado hasta travestir lo que toda la vida fueron inclinaciones del alma con confusas etiquetas diagnósticas. Como si definir la realidad con una precisión dialéctica nos permitiera dominarla (triste error permanente del conocimiento humano). Bueno, la cuestión es que a ese tipo de personas –entre las que, según José, me encontraría yo- se les decía que tenía un “humor melancólico”. Para los que no conozcan qué es eso del “humor”, les diré que desde la antigüedad occidental se creía que el cuerpo humano poseía cuatro tipos de humores en forma de líquidos –colérico, melancólico, sanguíneo y flemático- y que dependiendo de la cantidad de cada uno de ellos, así sería la naturaleza de esa persona. Eran las que poseían un mayor humor melancólico (es decir, “bilis negra”), las que tendían a la tristeza, la nostalgia y, bueno, en general a las neurosis. Eran personas reflexivas, introvertidas y, sobre todo, angustiadas existencialmente. Entre ellos, estarían muchos artistas, poetas y escritores. Y desde luego, los románticos del siglo XIX que tanto ardor tenían por morir amando sin ser correspondidos.

Pues creo que yo pertenecería a esta condición del alma. Por esta razón, me impresionó tanto el párrafo de Nietzsche (no sé si lo he puesto en alguna entrada anterior del blog) que dice: “Muchas veces me he preguntado si es que yo me siento más obligado a experimentar los años más duros que el resto de las personas... no es que yo, indescriptiblemente, le debo más a ella que lo que le debo a mi salud. Le debo una salud superior. Y también le debo mi filosofía. Sólo ese dolor es el que fuerza a los filósofos a descender finalmente a nuestras profundidades y abandonar toda nuestra confianza. Dudo que este dolor nos haga mejores, pero yo sé que nos puede hacer más profundos”. “Nos pueda hacer más profundos…” Puede que así sea, pero personalmente creo que no nos hace mejores. Quizás sí a los ojos de otros; de aquellos que sólo se asoman a la ventana de nuestro alma sabiendo que pueden cerrar la ventana cuando quieran (por eso nunca me abandona esa incómoda sensación de atracción). Lo que no suelen entender es que nunca es primavera permanentemente, y que a veces una chimenea, por muy hermosa y grande que parezca, no es suficiente para calentar un frío intenso.

Pero no todo es malo, desde luego. No pretende ser esta entrada un nuevo lamento. De hecho, ya señalé en la anterior entrada mis intenciones de portarme bien por una vez. Bueno, como decía, no todo es malo. Así, como bien señala Thomas Mann (otro con humor melancólico): “Las observaciones y vivencias del solitario taciturno son, a la vez, más borrosas y penetrantes que las del hombre sociable, y sus pensamientos, más graves, extraños y nunca exentos de cierto halo de tristeza. Ciertas imágenes e impresiones de las que sería fácil desprenderse con una mirada, una sonrisa o un intercambio de opiniones, le preocupan más de lo debido, adquieren profundidad e importancia en su silencio y devienen vivencia, aventura y sentimiento. La soledad hace madurar lo original, lo audaz e inquietantemente bello, el poema. Pero también engendra lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito. [...]”. Efectivamente, todo tiende al equilibrio universal.

¡Ay, que ya estoy llegando al final de la entrada y todavía no he escrito lo que originalmente quería decir! En fin, que creo que José acertaba con su comentario, y que generalmente paso demasiado tiempo dentro de mí. Confuso, rabioso, frustrado, ilusionado (de esto me queda poco), cansado… Pero dentro de mí. A veces me asomo fuera, y parece que la tormenta es todavía peor, así que retorno a mi fragua íntima. Sin embargo, en otras ocasiones, algo de fuera acude a mí y me arrastra. Entonces entro en contacto con una paz fascinante, un bienestar desconocido en mi interior, que me aleja de mí y me llevo a un sitio mejor. Durante esos minutos, porque por lo general no excede ese tiempo, soy un animal, un ser sin conciencia, una parte más del todo que nos envuelve. Si algo me conduce directamente a ese lugar, es el mar. Desconozco la razón, pero nada es capaz de llevarme con tanta fuerza a esa intimidad serena y placentera, como el mar. Sobre todo el oleaje contra las rocas. ¡Las horas de mi vida que habré pasado sonriendo a los espigones…!

Por eso el otro día en Campello, tras tomar un chocolate y leer un ratico en la chocolatería de Víctor, me acerqué a unas rocas que penetraban unos metros en el mar, y dejé que el fuerte oleaje, me salpicara un poco (me gusta pensar que es como una caricia del mar). Me acordé entonces de aquel párrafo de “el color prohibido”, en el que Yukio Mishima escribe: “Sin embargo, el ancho y ondulante mar, ahora próximo a él de una manera desacostumbrada, aliviaba a Shunsuké. Las rápidas olas se abrían paso entre las rocas, rompían y le mojaban, le penetraban y parecían teñir de azul su interior… y entonces se retiraban”.

La vida, entonces, merece ser vivida.