jueves, 31 de enero de 2008

Mi Woody, mi Chaplin y mi Groucho


¡Qué grande es Woody Allen! Debería estar estudiando a los acadios y los sumerios, pero estoy cansado, realmente agotado, llevo todo el día estudiando desde que me lenvanté, y ya son las tres de mañana. Un poco de Woody me hará bien. Así que paso de la antigua y fascinante Mesopotamia con sus Zigurats y sus jardines colgantes, a esa atropellada y sucia Manhattan de Woody. Me encantan sus guiones, me encanta su personaje, y me siento profundamente identificado con el humor absurdo y a la par lúcido de sus palabras. A veces me siento como él, es decir, como un pequeño ser, convulso, inadaptado y neurótico, que utiliza el humor para vivir sin caer en la locura, por lo menos demasiado. Ver una de sus películas es como leer, entre carcajadas, el durísimo comienzo de “El lobo estepario” de Herman Hess. No sé, o como “El proceso” de Kafka, sintiéndome un recluso aturdido e ignorante de su crimen, que sin saber cómo, ha ido a parar a las entrañas de ese sistema ajeno y disparatado. Pero Woody consigue que ante el dramático desconcierto y la melancolía de estar perdidos, y entre antidepresivos y Valiums, el absurdo robe gravedad al problema y lo haga gracioso.

La verdad es que nunca entendí a las personas que decían que no les gusta porque siempre hace el mismo papel. ¡Pero es que trasciende el argumento de una película! Woody Allen es una forma de ver el mundo, de expresar el desconcierto. ¡Una crítica levemente buscada y absolutamente alcanzada! ¡Pero es que Charles Chaplin siempre hizo también el mismo papel! (He de decir que amo profundamente a Chaplin, desde que tengo uso de razón) ¡Incluso Groucho Marx! Ellos tres son, a mi parecer, los mayores genios del humor en el cine. Podemos reirnos de sus chistes, y lo hacemos, pero también podemos buscar al ser humano comprometido mediante el ridículo, con su realidad, y comprender la melancolía entre las carcajadas.

Chaplin comenzó con cortos de golpes, caídas y rápidas persecuciones. El humor era evidente y fácil, pero pronto fue evolucionando y trascendiendo, al igual que Allen, la mera ocurrencia graciosa. El personaje de Chaplin es encantador, cautivador. Es un pobre, o empobrecido, personaje educado, cortés y elegante que, siempre envuelto en la miseria, persiste en no perder nunca la dignidad y la honradez. Es decir, salvando los 60 años que les separan, lo veo algo semejante a Woody Allen, un ser claro ante una sociedad que le sobrepasa. Pero Chaplin comenzó a hacer una reivindicación política muy fuerte. No me refiero exclusivamente a casos evidentes como “El gran dictador”, sino a otras más sutiles, pero no por ello menos geniales. Una de las mejores críticas al capitalismo industrial que, según mi criterio, que yo he visto, es “Tiempos modernos”. Pero hay otros, “Luces de ciudad”, “La quimera del oro”, “El chico”, etc, son enormes gritos a una sociedad que se desbocaba hacía el abismo de la desigualdad. Todo ello con escenas que jamás desaparecerán de la historia del cine, y que, 50 años después, nos siguen provocando las mismas carcajas.

Groucho también es genial, igualmente genial. Su absurdo llega al extremo de burlar tanto la dialéctica, que hace tambalear inquietantemente los pilares básicos del idioma. A menudo leo algunos textos que tengo suyos. Los leo una y otra vez, y cada vez me río más. Ciertas frases suyas las repito mentalmente como un mantra. Frases del absurdo más absoluto tales como "Fuera del perro, un libro es probablemente el mejor amigo del hombre, y dentro del perro probablemente esté demasiado oscuro para leer." Me parece tal dominio de la palabra, que a parte de la risa, me deja conmocionado.

No podría contar, casi ni imaginar, las horas que he pasado con estos tres genios, pero las agradezco tanto… Tantas y tantas veces me han calmado, me han ayudado a serenar mi confusión, que me une a ellos una intimidad especial, única. Con ellos consigo pensar con claridad. A veces me pongo sus películas para pensar en cosas mías, y es que me ayudan, crean el ambiente de complicidad necesaria para hablar conmigo mismo sin reproches ni excesos.

Esta noche, Woody me ha ayudado a olvidar el agobio durante horas y ha sabido despertarme unas risas. Ya para mañana queda el estudio del Antiguo Egipto. Pero eso será mañana, Woody ha ganado. Ha ganado una vez más.

martes, 22 de enero de 2008

Algunos ciertos recuerdos...


"El dinero no da la felicidad, pero procura una sensación tan parecida, que necesita un especialista muy avanzado para verificar la diferencia"

En mi casa, que era la casa de mi madre, nunca faltó el dinero. Teníamos lo que necesitábamos, ni más ni menos, No solía tener un juguete fuera del cumpleaños o de los reyes, tenía los suficientes para desarrollar mi imaginación ante la falta y los justos para no guardar rencor. En casa entraba bastante dinero, a pesar de que mi madre daba, a finales de año, una parte muy importante de lo que ganaba a ONGs, además de no cobrar muchos tratamientos de personas con pocos recursos o que, por avatares varios, se quedaban sin dinero a mitad de tratamiento (fracasó en aquello de enseñarme “que tu mano derecha no sepa qué hace tu mano izquierda). A cambio de esa comprensión y generosidad con los pacientes, tenemos la casa llena de regalos de entonces, y que todavía hoy, le siguen enviando (amén de varios jamones en Navidad). Pero, ante todo, me enseñó que no se trataba de caridad, ni de solidaridad, era sencillamente justicia, un sentimiento absolutamente humano de solidaridad y justicia. Mi madre nunca se compró joyas, nunca tuvimos nada ostentoso, ni me compró un juguete fuera de mi cumpleaños o de los reyes. Lo que se necesitaba, se compraba, sin mirar el precio, y lo que no se necesitaba, se regalaba en las fechas especiales. Teníamos dinero, pero por ello también teníamos la importantísima responsabilidad de hacer un uso correcto de él. Detrás de todo ello, estaba la enorme honradez de mi madre (aunque a ella siempre le fastidió el término “honradez”), la conciencia de lo que es honesto, justo, y que tan bien nos enseñó. El dinero no es un fin último, sino un medio para vivir y sobretodo, para ayudarnos entre nosotros, a vivir. Así, cuando empecé a trabajar a los dieciséis años fregando platos en un restaurante chino, mi madre no lo comprendió, pues yo no necesitaba el dinero, pero a pesar de todo, me acompañó aquella primera vez hasta la puerta del local. Recuerdo que fui cogido de su mano, mientras me contaba qué sintió cuando ganó su primer sueldo limpiando una casa. Siempre hay diferencias con los padres, muchas, a veces cuantas más mejor, y yo las tengo, pero nunca podré acabar de agradecer la enseñanza, con su ejemplo diario, de la honestidad y la humanidad en el trabajo y el dinero.

La situación de mi padre era diferente. No tenía mucho dinero, de hecho, ciertas épocas fueron difíciles económicamente. Íbamos un poco de casa en casa, y siempre tuve el fantasma presente de la falta de dinero. Pero mi padre, en esa tesitura, hizo algo maravilloso, por lo menos maravilloso para los ojos de un niño, como lo eran los míos. Me enseñó a valorar lo que era importante, y a saber disfrutar de los pequeños placeres. Todavía recuerdo los regalos que me hizo fuera de esas fechas, los podría contar con una mano. Recuerdo cierta ocasión, siendo muy pequeño, que durante un veraneo en Zumaia, mi mejor amigo de entonces, Pablo, había venido con nosotros. Sus padres le habían dado un dinero por si quería comprar caramelos o lo que fuera. Pero él lo gastó en una estupenda diligencia de Play Mobil, muy bonita, con muchas cosas decorativas. Mi cara de tristeza (porque yo no tenía nada tan grande ni tan bonito) debió ser tal, que mi padre apareció esa tarde con una caravana de picnic preciosa, también de los mismos juguetes. ¡Cómo recuerdo la sensación! Era tan feliz al tener eso, que me temblaban las manos. No me podía creer que mi padre me hubiera comprado algo sin que fuera mi cumpleaños. Esa felicidad quedó impresa en mí, probablemente hasta que muera. Por cierto, me gustaría decir que a Pablo le encantaba su diligencia llena de ñoñerías y yo disfrutaba como un loco transformando la caravana en un tanque (para horror de mi padre), y sin embargo el marica resulté ser yo. Desde luego, los caminos del señor son inescrutables.

No teníamos muchas cosas con mi padre, pero nunca faltaron los dos KitKat que me compraba el Viernes en el Pryca (para mi madre ortodoncista, eso significaba un atentado intolerable contra mi dentición, por eso, en parte, era tan maravilloso) Tampoco faltaron los discos de música, los libros y los churros los Domingos por la mañana. Creo que tampoco olvidaré jamás cómo nos despertaba siempre con música clásica, y gracias a él vino mi pasión por el clásica. A mi padre le debo eso, esa forma de saber vivir alegre con las pequeñas cosas cotidianas, pero las realmente importantes al fin y al cabo. Conseguía hacer de una pechuga de pollo, un festín, de un juguete hecho a mano, un recuerdo de por vida (aquel maravilloso cochecito con ruedas que me construyó con sus manos y su ingenio, con el que tantas y tantas horas pasé, y tantas y tantas tiras de piel me dejé en el asfalto por un pequeño pero gravísimo error de cálculo de mi padre en la rotación, incontrolable, de las ruedas) En fin, sabía sacar la alegría de las pequeñas cosas.

Los dos, a su manera, me enseñaron lo que considero que mejor sabían hacer en este campo, mi madre me transmitió el imperativo de la verdad y la honestidad por encima de todo, y mi padre, el saber vivir con alegría, adelante, siempre adelante. Lecciones de vida que espero, algún día, saber transmitir a mis hijos.

lunes, 14 de enero de 2008

El futuro es siempre incierto en la nocturnidad


Son las cinco de la mañana y no me puedo dormir. He estado escuchando durante un par de horas algo de música con los auriculares, y ni siquiera he conseguido adormecerme. Me levanto, doy una vuelta, corro las finas cortinas que apenas se sujetan con dos chinchetas y veo la calle. Todo silencio, sombras que atraviesan el espacio áureo de una farola, un coche, un taxi. La noche. Otra canción, Soldadito marinero” de Fito. Enciendo la luz, cojo un libro. No me apetece leer. Ojeo algunos mapas históricos, los vuelvo a dejar. No me puedo dormir, los pensamientos oscuros se crecen en esas horas eternas de profunda madrugada. Las dudas cobran fuerza, los recuerdos… ¿Se alimentarán de nocturnidad, nuestros fantasmas? Los míos sí, desde luego.

Albert se ha ido, y mi cama parece todavía más gigantesca que antes. Viene a mi mente un verano en Mazarrón, una playa de Murcia, en el que todas las tardes cruzaba las tres playas de camino al puerto, y, con un libro de Saramago, “Ensayo sobre la lucidez”, me tumbaba en alguna de aquellas piedras rectangulares que formaban el puerto y leía. Miraba al cielo y me sobrecogía su inmensidad que se perdía junto al mar, todavía más infinito. Ahora, tumbado en mi cama, siento que estoy como en una de aquellas piedras, pero en algún puerto en eterna marea baja, sin gaviotas sobre mí, ni rumor de olas, ni pescadores inquietos, sólo permanece la enormidad, el abismo, la soledad física más absoluta.

Me inquieta el futuro. Futuro incierto. A veces me pregunto si elegir psicología fue acertado. Como psicólogo, no hay trabajo, y el que hay no me interesa. Veo a mis amigos que encuentran trabajo con tanta facilidad… ¿Fue buena idea hacerme psicólogo? ¿No habría sido mejor ser ingeniero, arquitecto, etc.? Bueno, la verdad es que no me tomo casi nada en serio, y hace tiempo que no confío en el género humano, que todo me hastía, y que no creo en la espontaneidad. Imagino que con esos precedentes, habría sido mejor un oficio en el que no tuviera que estudiar la psique de esta sociedad aturdida y enferma. Pero sigo dando vueltas. Sigo dando vueltas y no consigo dormirme. Veo otra vez sus fotos. ¡Sale tan guapo…!

A veces, cuando estoy solo, generalmente de noche, tumbado y con la luz apagada, me pregunto si esto es lo que quería para mí, si aquél futuro de mi juventud, no se avergonzaría de este presente. Me pregunto si conseguimos las metas o si vamos aceptando que no tenemos verdadero poder de decisión y que son las parcas las que tejen a su antojo nuestro destino. Lo que es cierto, es que acaba el periodo de las dudas, y me enfrento al de la realidad, una realidad que siento impuesta, y cada vez más como un fracaso, un desengaño. No quiero empezar a vivir, era más feliz soñando, creando mundos representados en banderas que ondearían con fraternidad. Así que así sigo, en estado de espera, como cantaba Robe, y como tantas veces me he sentido.

Bueno, este artículo es un absoluto caos. Pero ha surtido algo de efecto y el sueño comienza a acariciarme. Suena Antonio Vega, Lucha de gigantes. “Dime que es mentira, un sueño tonto y no más. Me da miedo la enormidad, donde nadie oye mi voz”. ¡Qué oportuno! Voy a intentar dormirme. Quería haber hecho un artículo sobre la tortura, y quizás lo haga en unos días. Como siempre, cambié los planes a última hora. Recuerdo aquella frase genial de un filósofo, “nadie se debe fidelidad a sí mismo”. Sin embargo, somos tan fieles a nuestros fantasmas, a nuestros miedos, errores, en fin, a todo aquello que nos ahoga. A la vez tan ciegos a los triunfos, las sonrisas. Y es que la psicología tiene una ley, de las pocas que hay, terrible, que viene a decir que nos acostumbramos con facilidad a lo bueno, pero que a lo malo, no lo hacemos jamás.

Creo que voy a dormir ya.

jueves, 3 de enero de 2008

Entono un "mea culpa"

El año nuevo comenzó tiznando de gris el cielo de mi ciudad. Su luz funeral cae pintando de plata y humedeciendo la tierra, los tejados y los muros. Miro a través de la ventana. El cristal levemente empañado marca la frontera entre el frío de fuera y la calefacción de dentro. Esa diferencia de temperatura, junto a la lluvia que no acaba de caer, impregna de tristeza mi rostro. Suena Sigur Ros, acordes desplegados de cuerpos cayendo sobre la fría hierba de Islandia, siento los acantilados y en el fondo el mar estrellándose sobre un muro de piedras y algas. Me encanta esta canción. Melancólica, preciosa. Pronto será la hora de comer y debería estar estudiando Antropología. Miro el artículo que había empezado, en él quería pedir disculpas a ciertas personas, quizás lo retome después.

Comienza un nuevo año, y siento que estoy más desprotegido, más debilitado y, lamentablemente, menos esperanzado. No salí hasta muy tarde el día de Nochevieja. Al acostarme, estuve haciendo balance en la oscuridad, del año que había finalizado. Lo mejor de ese año, sin duda, haber conocido a Vicen, lo peor, casi todo lo demás. Bueno, eso lo pienso ahora que estoy un poco triste, pero realmente ocurrieron cosas buenas. Me reconcilié con mi José y viví muy feliz con él, volvió Rafa de Madrid, escribí el libro, Kuku comenzó a hablar y a caminar… Lo malo prefiero no decirlo, por la poca intimidad que me resta por este blog. No, realmente no ha sido tan mal año. Pero ciertas cosas no cambian en mí. Sigo sintiendo, y cada vez más, lo mismo que aquel personaje de Quino que espera, sentado, con las maletas, frente a unas vías de tren que le circunvalan y que están deshabitadas.

Sí, vuelvo a ser el personaje de Kafka de "El Castillo". A lo lejos veo lo que deseo ser, a lo que quiero llegar, pero por mucho que me aproxime, por mucho tiempo que vaya hacia esa imagen nunca acabo de llegar. Cada vez más cansado, más agotado, y el Castillo cada vez más cerca, pero infinitamente lejano. ¡Qué grande Kafka! Tan pronto como vuelva a Valencia comienzo a leer sus diarios, que dejé aparcados hace unas semanas. Considero que Kafka tiene algo de relación con Shakespeare, y es que ambos escrutan las emociones básicas de los humanos, éste último desde un punto de vista colectivo, y Kafka desde el punto de vista individual. "El proceso" o "la metamorfosis" han sido obras fundamentales para mí, con claras reminiscencias de Herman Hess con su "Lobo estepario". Pero no es el momento ni el artículo apropiado para hablar de esto.

Se acerca la tormenta en la lejanía y le acompaña Ben Harper en mi Mp3. La guerra vuelve a casa y yo no tengo fuerzas para seguir combatiendo. Siento que debo disculparme de tantas cosas (Nunca entendí a la gente que suele decir "no me arrepiento de nada…") Yo sí me arrepiento. Y quiero acabar el artículo disculpándome ante algunas personas, aunque algunas de ellas no llegarán a leer esto nunca.

Disculpa que aquella tarde no fuera a recogerte a la estación a pesar de que tanto lo estabas esperando, perdona no comprender tus miedos cuando estaban tan cerca de los míos, perdona no deshacer mis temores infantiles ante tu amor tan claro, perdona besarte por mi afán desplazando la herida abierta de tus sentimientos no correspondidos. Perdona no amarte, no desearte como mi pareja aunque nadie mejor que tú pueda serlo, perdona no comprender tu enfado aquella noche. Perdona el daño que te causé haciéndote sentir que no me importabas lo suficiente, creyéndote desplazado a un segundo plano. Perdona si te hice creer algo que luego resultó no ser cierto. Perdona no tener la suficiente fuerza para ser tu amigo cuando ya no me amabas, perdóname mucho por eso. Perdona no saber tocarte, alcanzar tu sensibilidad con la mía, sin herirte con mi humor, que más cerca está de tus miedos que de la sonrisa que evoca. Perdona que no saber aceptar que tú no quieres luchar más por mí… Perdonadme por mis silencios, así como por mis palabras, perdonadme por mi amor, o por la ausencia de éste, perdonadme por las situaciones en los quise ser, y no llegué a serlo.

Perdonadme. Perdón.