En mi casa, que era la casa de mi madre, nunca faltó el dinero. Teníamos lo que necesitábamos, ni más ni menos, No solía tener un juguete fuera del cumpleaños o de los reyes, tenía los suficientes para desarrollar mi imaginación ante la falta y los justos para no guardar rencor. En casa entraba bastante dinero, a pesar de que mi madre daba, a finales de año, una parte muy importante de lo que ganaba a ONGs, además de no cobrar muchos tratamientos de personas con pocos recursos o que, por avatares varios, se quedaban sin dinero a mitad de tratamiento (fracasó en aquello de enseñarme “que tu mano derecha no sepa qué hace tu mano izquierda). A cambio de esa comprensión y generosidad con los pacientes, tenemos la casa llena de regalos de entonces, y que todavía hoy, le siguen enviando (amén de varios jamones en Navidad). Pero, ante todo, me enseñó que no se trataba de caridad, ni de solidaridad, era sencillamente justicia, un sentimiento absolutamente humano de solidaridad y justicia. Mi madre nunca se compró joyas, nunca tuvimos nada ostentoso, ni me compró un juguete fuera de mi cumpleaños o de los reyes. Lo que se necesitaba, se compraba, sin mirar el precio, y lo que no se necesitaba, se regalaba en las fechas especiales. Teníamos dinero, pero por ello también teníamos la importantísima responsabilidad de hacer un uso correcto de él. Detrás de todo ello, estaba la enorme honradez de mi madre (aunque a ella siempre le fastidió el término “honradez”), la conciencia de lo que es honesto, justo, y que tan bien nos enseñó. El dinero no es un fin último, sino un medio para vivir y sobretodo, para ayudarnos entre nosotros, a vivir. Así, cuando empecé a trabajar a los dieciséis años fregando platos en un restaurante chino, mi madre no lo comprendió, pues yo no necesitaba el dinero, pero a pesar de todo, me acompañó aquella primera vez hasta la puerta del local. Recuerdo que fui cogido de su mano, mientras me contaba qué sintió cuando ganó su primer sueldo limpiando una casa. Siempre hay diferencias con los padres, muchas, a veces cuantas más mejor, y yo las tengo, pero nunca podré acabar de agradecer la enseñanza, con su ejemplo diario, de la honestidad y la humanidad en el trabajo y el dinero.
La situación de mi padre era diferente. No tenía mucho dinero, de hecho, ciertas épocas fueron difíciles económicamente. Íbamos un poco de casa en casa, y siempre tuve el fantasma presente de la falta de dinero. Pero mi padre, en esa tesitura, hizo algo maravilloso, por lo menos maravilloso para los ojos de un niño, como lo eran los míos. Me enseñó a valorar lo que era importante, y a saber disfrutar de los pequeños placeres. Todavía recuerdo los regalos que me hizo fuera de esas fechas, los podría contar con una mano. Recuerdo cierta ocasión, siendo muy pequeño, que durante un veraneo en Zumaia, mi mejor amigo de entonces, Pablo, había venido con nosotros. Sus padres le habían dado un dinero por si quería comprar caramelos o lo que fuera. Pero él lo gastó en una estupenda diligencia de Play Mobil, muy bonita, con muchas cosas decorativas. Mi cara de tristeza (porque yo no tenía nada tan grande ni tan bonito) debió ser tal, que mi padre apareció esa tarde con una caravana de picnic preciosa, también de los mismos juguetes. ¡Cómo recuerdo la sensación! Era tan feliz al tener eso, que me temblaban las manos. No me podía creer que mi padre me hubiera comprado algo sin que fuera mi cumpleaños. Esa felicidad quedó impresa en mí, probablemente hasta que muera. Por cierto, me gustaría decir que a Pablo le encantaba su diligencia llena de ñoñerías y yo disfrutaba como un loco transformando la caravana en un tanque (para horror de mi padre), y sin embargo el marica resulté ser yo. Desde luego, los caminos del señor son inescrutables.
No teníamos muchas cosas con mi padre, pero nunca faltaron los dos KitKat que me compraba el Viernes en el Pryca (para mi madre ortodoncista, eso significaba un atentado intolerable contra mi dentición, por eso, en parte, era tan maravilloso) Tampoco faltaron los discos de música, los libros y los churros los Domingos por la mañana. Creo que tampoco olvidaré jamás cómo nos despertaba siempre con música clásica, y gracias a él vino mi pasión por el clásica. A mi padre le debo eso, esa forma de saber vivir alegre con las pequeñas cosas cotidianas, pero las realmente importantes al fin y al cabo. Conseguía hacer de una pechuga de pollo, un festín, de un juguete hecho a mano, un recuerdo de por vida (aquel maravilloso cochecito con ruedas que me construyó con sus manos y su ingenio, con el que tantas y tantas horas pasé, y tantas y tantas tiras de piel me dejé en el asfalto por un pequeño pero gravísimo error de cálculo de mi padre en la rotación, incontrolable, de las ruedas) En fin, sabía sacar la alegría de las pequeñas cosas.
Los dos, a su manera, me enseñaron lo que considero que mejor sabían hacer en este campo, mi madre me transmitió el imperativo de la verdad y la honestidad por encima de todo, y mi padre, el saber vivir con alegría, adelante, siempre adelante. Lecciones de vida que espero, algún día, saber transmitir a mis hijos.
2 comentarios:
Este comentarío es corto; lo sé y quiero que sea así:
Cosas buenas de los padres.
Rafa
PD: que ternura te envolvía y tú construyendo tanques. Y ahora jugando al silent hill...
ya estoy yo para fomentar el silent hill ;).
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