Carlos duerme abrazado a la
almohada. Me incorporo con cuidado y salgo de la tienda. El silencio de la cala
me envuelve inmediatamente sumergiéndome en ese limbo de claroscuros donde el
tiempo se eleva y se derrama, indeciso, por el alba. El mar, con su latido de
olas, se expande y se retira, batiendo los guijarros con una incesante cadencia
de arpegios minerales (no puedo evitar pensar, al verle tras la malla de la
tienda, que su cuerpo lo mece un mar escondido que sólo durante el sueño
muestra sus mareas).
Los montes se descubren sucesivamente
desnudándose de neblina, vistiéndose de matices (ora las siluetas de sus
árboles inclinados hacia el mar, ora sus acantilados inflamándose de volúmenes).
Y una línea confusa va quebrando, entre temblores, el óleo lechoso, grumoso, de
las últimas estrellas y las primeras aves marinas.
(Se estremece de súbito, plisa la
frente y abraza con más fuerza la almohada. Quizás fue un sueño helado en el
paladar, una imagen inesperada… ¿quién sabe? Pero parece fugaz porque la calma
vuelve a su rostro como si nunca la hubiera abandonado).
La cala va habitándose de
sonrisas somnolientas. Las tiendas de campaña vierten los primeros cuerpos (algunos
de ellos caen directamente al mar). Las últimas estrellas prenden los hornillos
en los que reposan cafeteras y tostadas. Un joven de apariencia anglosajona va
ofreciendo infusiones y algunas galletas. Llega la primera lancha con algunos
visitantes (llegar caminando supone un importante esfuerzo durante una hora,
más o menos). Carlos sigue durmiendo. Se levantará más tarde y pescará un pulpo
para mí (aunque cantará su gesta como un juglar por toda la playa… mi amor no sacia
su sed de reconocimiento).
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