«¿Puedo hacer algo?». Trémula, su voz me alcanza con
la delicadeza de las aves. «¿Qué necesitas?». Su ansia por protegerme
empapa el espacio entre nosotros, pero respeta la distancia que preciso en esos
momentos de vulnerabilidad. Sostiene su mirada durante mi retirada, y se limita
a esperar que vuelva de ese lugar al que no puede acompañarme. Espera en
silencio apenas un poco más allá del horizonte de sucesos por el que me
precipito. La prudencia y la ternura con la que se ofrece como descanso a una
angustia que desborda su comprensión no ha dejado nunca de conmoverme.
La pequeña Momo —el personaje creado por Michael Ende— tenía
el don maravilloso de saber escuchar a las personas. Su sola presencia era
suficiente para que cualquier persona, incluso uno de los «hombres grises», terminara
por sentirse bien consigo misma; como si facilitase la convergencia de lo
disperso a un estado de satisfacción y plenitud a través de su silencio. Efectivamente,
Momo apenas decía una palabra, ni hacía elaboradas y lúcidas apreciaciones, ni
desvelaba las verdades atávicas que laten en toda contradicción humana. Momo
habitaba el silencio del mero estar con su «viejo abrigo y su gran corazón».
Sevilla me ha dado algunas cosas, pero también me ha
arrebatado otras. Supongo que, en unos años y con algo de distancia emocional,
podré hacer un juicio sereno sobre esa relación de coste y beneficios—asumiendo
que la vida no se mide por cálculos lógicos y precisos—. Entre lo que me ha
dejado, e intuyo que de manera permanente, destaca mi particular Momo. Nunca
podré agradecer lo suficiente a Sevilla este precioso regalo. Ciertas
vivencias, ciertas personas, no solo nos acompañan una parte de la vida, sino
que pasan a ser, en sí mismas, parte nuclear de la propia vida.
«¿Estarás bien?» —me pregunta sin decidirse a cruzar
el umbral de la puerta. Desde mi cuarto, mientras escribo estas palabras en el
ordenador, le respondo que sí, que lo estaré, que disfrute su cita. Volverá más
tarde a casa, y traerá consigo su calma, su alegría sencilla y la belleza de
ciertas costumbres árabes que todavía conserva. Me dirá «Bsaha», si
estoy cenando; «Hamdulilah», le responderé seriamente —y su risa discreta,
siempre contenida, crepitará hasta extinguirse fugazmente—.
Estaré bien, Ílies, estaré bien. Ya sea bien o mal, estaré
cuando vuelvas para recibirte. A nosotros ya solo nos podrá separar el paso del
tiempo. Volverás y estaré esperando, como tú me esperas a mí. Debatiremos el
siguiente libro a leer, te adormecerás al poco de comenzar alguna de las
películas de Filmin que elija para que veamos, harás algo en mi lugar
que te pida por puro capricho —no deja de fascinarme que esté dispuesto a
evitarme alguna tarea enojosa con el simple hecho de pedírselo—, o me recostaré
en tu regazo abandonándome a una infancia que solo me he permitido con unas
pocas personas.
«¿Puedo hacer algo?» —me volverás a decir la próxima
vez que esta latente angustia decida emerger súbitamente. Tu voz de hogar, como
siempre, atravesará la violenta batalla que brota con su violenta regularidad,
y llegará, insuficiente —pero luminosa—, a ese niño agotado de luchar contra el
miedo y la desesperanza. «¿Qué necesitas?» —me preguntarás una vez más.
Pues bien, necesitaré que, cuando escampe esa cotidiana tormenta que va
deshilachando la escasa esperanza, cuando emerja de la noche herido y
vulnerable, esté esperándome el hogar incondicional de tu amistad.
No, no todo ha sido naufragar en Sevilla. Alguien me espera al volver a casa, al volver de mí. Y creo que nos esperaremos siempre.
6 comentarios:
Es un placer leerte.
Qué maravilla,Javi. Qué dulcura, qué ternura. Y qué valiente.
Efectivamente es un placer leerte. Y romper a llorar con tus palabras.
Gracias, Javi.
Y gracias,Elías,por cuidarme.
y gracias, Ellas, por cuidármelo.
Emociona leerte,Javi.
La vida te ha dado el regalo de su compañía.
¡Qué bien que sepas expresarlo de esa forma tan bonita!
Qué maravilla poder leerte, brotan las lágrimas de emoción, qué valiente ! gracias
Qué lección de vida tan sencilla y profunda, qué manera de estar conti-él, qué generosidad abrir ese corazón turbulento y hermoso.
Cómo me gustaría responder con la calidez y exigentes palabras. Si te sirve de algo, no pasa un día que te encuentro en parques, librerías, en el sofá, en silencio.
Qué fortuna haberte conocido y, así, hasta el final. Te quiero, hijo
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