Nunca fui a Granada, como dijo Alberti, y sin embargo, viví allí unos años. Como muchos años pasé en tu compaía y, sin embargo, nunca estuve contigo. Por no recordarte no dejas de estar ahí. Por no estar, tus ausencias no dejan de poblar mi vida. Puede que ya no estés, puede que seas silencio para mí, que te niegue, que tu recuerdo, los pocos que todavía no consigo disipar, se pierdan en la neblina de la distancia. Pero entonces un día, cuando un amigo me abraza y me susurra al oído que me quiere, que no estoy solo, cuando todo parece ir bien, cuando parece que conseguí el silencio que tantos años me obligaste a buscar, surcas el olvido y atraviesas la vida hasta mi voz, con la misma certeza que cuando dijiste adiós (aunque no estoy seguro que lo llegaras a decir). Ahora ese niño que también soy, que sobre todo soy, se descubre (porque quien le abraza le quiere, y él sí le promete que no se va a ir). Entonces está claro, si es que acaso hubo dudas para quien supo mirar, que el rey no es rey, ni apenas príncipe, y que sólo ese niño asustado mora el castillo. Y está claro que esas preciosas estancias hielan la sangre y el estar, porque son de dura piedra, y que por muy profundas, y muy nutridas de colores sean sus vidrieras, la luz apenas llega, y sin ella no hay calor, y sin calor no hay sueño, y no hay descanso.
Él me abraza y me besa con ternura en la sien. Nunca estuvo tan cerca, por eso tengo miedo y me siento vulnerable, pues sé que los castillos son bellos en la distancia pero oscuros si los alcanzas. Estoy cansado de recorrer sus torreones, sus largos pasillos y de aquellas ventanas enjauladas que sólo dan a un mar cada vez más oscuro y borrascoso. Me dejó llevar, me dejo llevar (todo el mundo que me quiere y me conoce, me dice que me deje leavr). Oigo su respiración en mi nuca, y dejo que el recuerdo se me desprendan entre sus sábanas. Ya casi no me da miedo pensar que puedo desnudarme. Vamos, Javi, ¡Abre los ventanales de tus salones! No temas que las ricas telas se deshagan al contacto con el aire. Quizás todavía lata en corazón de lo que amaste antes de emparedarlo entre los frágiles muros de la lógica. El eco del castillo retumba siempre más fuerte cuando callo.
¿No oyes, mi precioso Cristian, cómo una orden me llama a crecer? ¿No oyes cómo una voz amiga, la única, me lanza a la ecuación? ¿No ves que las estrellas se apagan cuando un fragmento de luz tintena bajo su puerta y me dice que todavía no estoy solo? Duerme a mi lado esta noche, que la litera está vacía y su cuerpo ya no forma una constelación de peso sobre mí. Juega conmigo, mi cama será la nave que atraviese un océano sin islas ni puertos. Mañana habré vuelto a crecer, mañana no habrá nave, ni habrá estrellas, ni abrazo que duerma mi desorientación. Mañana seré ecuación, como esperan de mí, quienes por mí y contra mí, todo hicieron. Pero esta noche juega conmigo. Prende conmigo las mechas de lo que dejaron olvidado.
Cristian, ayúdame con tu silencio, no recuerdo su voz, porque ahora su voz no es la de quien entonces me habló. No es la voz que me hacía reir y llorar, con esa alternancia tan infantil. No recuerdo su rostro, pero sí su sonrisa de pómulos blanquecinos sobre el moreno extraño de su piel. No recuerdo su voluntad, la que sabía manejarme hasta la obediencia. No le recuerdo ya, y sin embargo no le olvido. Porque uno puede hacer como que no recuerda, que no le toca, pero se engaña si piensa que olvida. El olvido es un ave que no permanece, y a cuyo caprichoso vuelo estamos condenados.
Hay quien dice que pienso demasiado en el pasado. Tú sabes ahora que no hay más pasado que presente, y que esa distinción no tiene sentidos más allá de la razón, del verbo. No hay aguas de Leteo en las que sumergirse. El pasado son cuerdas que nos atan al presente, y cortarlas en precipitarse sin raíces. Yo no escribo del pasado, sino del presente, y ellos creen que la memoria puede esparcirse a voluntad, como la vía láctea des su seno, y observarla desde un microscopio. Los hinduístas creen que no hay análisis objetivo, puesto que no podemos salir de nuestra propia naturaleza para obsevarla desde fuera, y por lo tanto toda visión de algo ya es desde ese algo.
Su mirada verde cristal, como esencias estampadas en vidrio de un bosque profundo y diluviado, persigue mi cuello, se arrastra por mi cabello buscando una luz que apenas llega, pero que sin embargo le genera calor. Él nunca me pidió luz, nunca la exigio como pago a nada (y tiene mucho que cobrar), pues él también la oculta como yo, y como yo la cree delicada y quebradiza. Pero sí me pide calor, y yo se lo doy con mi intimidad, aunque nuestros cuerpos no se toquen, las palabras pueden llegar a arder en hogeras inmensas. Espera paciente a que mis palabras lleguen como barcos empujados de alta mar y los cobija en su puerto sin preguntas ni justificaciones. Él sabe escuchar. Poca gente sabe hacerlo. Muchos se callan porque no saben qué decir y piensan que desviar el rumbo en la banalidad de un supuesto olvido es el mejor consejo, y la mayoría creen que es su deber señalar el camino a quien dice estar perdido (sin preguntarse si realmente quieren encontrar un camino. Pero él no, él escucha en silencio y sólo acaricia mi pecho si tiembla por algún recuerdo grave. Y como la tormenta, llega la calma, por lo menos hasta la próxima tormenta.
Esta noche, en mi castillo, retumba tu risa más que todos los silencios. Esta noche juegas a mi lado, y estoy nervioso porque siempre lo había hecho solo. Yo llevaré el guión, tu hablarás al viento.
¡Qué hermoso es retornar a Itaka si estás a mi lado, Cristian!