domingo, 12 de diciembre de 2010

Nothing else matters


Nunca fui a Granada, como dijo Alberti, y sin embargo, viví allí unos años. Como muchos años pasé en tu compaía y, sin embargo, nunca estuve contigo. Por no recordarte no dejas de estar ahí. Por no estar, tus ausencias no dejan de poblar mi vida. Puede que ya no estés, puede que seas silencio para mí, que te niegue, que tu recuerdo, los pocos que todavía no consigo disipar, se pierdan en la neblina de la distancia. Pero entonces un día, cuando un amigo me abraza y me susurra al oído que me quiere, que no estoy solo, cuando todo parece ir bien, cuando parece que conseguí el silencio que tantos años me obligaste a buscar, surcas el olvido y atraviesas la vida hasta mi voz, con la misma certeza que cuando dijiste adiós (aunque no estoy seguro que lo llegaras a decir). Ahora ese niño que también soy, que sobre todo soy, se descubre (porque quien le abraza le quiere, y él sí le promete que no se va a ir). Entonces está claro, si es que acaso hubo dudas para quien supo mirar, que el rey no es rey, ni apenas príncipe, y que sólo ese niño asustado mora el castillo. Y está claro que esas preciosas estancias hielan la sangre y el estar, porque son de dura piedra, y que por muy profundas, y muy nutridas de colores sean sus vidrieras, la luz apenas llega, y sin ella no hay calor, y sin calor no hay sueño, y no hay descanso.


Él me abraza y me besa con ternura en la sien. Nunca estuvo tan cerca, por eso tengo miedo y me siento vulnerable, pues sé que los castillos son bellos en la distancia pero oscuros si los alcanzas. Estoy cansado de recorrer sus torreones, sus largos pasillos y de aquellas ventanas enjauladas que sólo dan a un mar cada vez más oscuro y borrascoso. Me dejó llevar, me dejo llevar (todo el mundo que me quiere y me conoce, me dice que me deje leavr). Oigo su respiración en mi nuca, y dejo que el recuerdo se me desprendan entre sus sábanas. Ya casi no me da miedo pensar que puedo desnudarme. Vamos, Javi, ¡Abre los ventanales de tus salones! No temas que las ricas telas se deshagan al contacto con el aire. Quizás todavía lata en corazón de lo que amaste antes de emparedarlo entre los frágiles muros de la lógica. El eco del castillo retumba siempre más fuerte cuando callo.


¿No oyes, mi precioso Cristian, cómo una orden me llama a crecer? ¿No oyes cómo una voz amiga, la única, me lanza a la ecuación? ¿No ves que las estrellas se apagan cuando un fragmento de luz tintena bajo su puerta y me dice que todavía no estoy solo? Duerme a mi lado esta noche, que la litera está vacía y su cuerpo ya no forma una constelación de peso sobre mí. Juega conmigo, mi cama será la nave que atraviese un océano sin islas ni puertos. Mañana habré vuelto a crecer, mañana no habrá nave, ni habrá estrellas, ni abrazo que duerma mi desorientación. Mañana seré ecuación, como esperan de mí, quienes por mí y contra mí, todo hicieron. Pero esta noche juega conmigo. Prende conmigo las mechas de lo que dejaron olvidado.


Cristian, ayúdame con tu silencio, no recuerdo su voz, porque ahora su voz no es la de quien entonces me habló. No es la voz que me hacía reir y llorar, con esa alternancia tan infantil. No recuerdo su rostro, pero sí su sonrisa de pómulos blanquecinos sobre el moreno extraño de su piel. No recuerdo su voluntad, la que sabía manejarme hasta la obediencia. No le recuerdo ya, y sin embargo no le olvido. Porque uno puede hacer como que no recuerda, que no le toca, pero se engaña si piensa que olvida. El olvido es un ave que no permanece, y a cuyo caprichoso vuelo estamos condenados.


Hay quien dice que pienso demasiado en el pasado. Tú sabes ahora que no hay más pasado que presente, y que esa distinción no tiene sentidos más allá de la razón, del verbo. No hay aguas de Leteo en las que sumergirse. El pasado son cuerdas que nos atan al presente, y cortarlas en precipitarse sin raíces. Yo no escribo del pasado, sino del presente, y ellos creen que la memoria puede esparcirse a voluntad, como la vía láctea des su seno, y observarla desde un microscopio. Los hinduístas creen que no hay análisis objetivo, puesto que no podemos salir de nuestra propia naturaleza para obsevarla desde fuera, y por lo tanto toda visión de algo ya es desde ese algo.


Su mirada verde cristal, como esencias estampadas en vidrio de un bosque profundo y diluviado, persigue mi cuello, se arrastra por mi cabello buscando una luz que apenas llega, pero que sin embargo le genera calor. Él nunca me pidió luz, nunca la exigio como pago a nada (y tiene mucho que cobrar), pues él también la oculta como yo, y como yo la cree delicada y quebradiza. Pero sí me pide calor, y yo se lo doy con mi intimidad, aunque nuestros cuerpos no se toquen, las palabras pueden llegar a arder en hogeras inmensas. Espera paciente a que mis palabras lleguen como barcos empujados de alta mar y los cobija en su puerto sin preguntas ni justificaciones. Él sabe escuchar. Poca gente sabe hacerlo. Muchos se callan porque no saben qué decir y piensan que desviar el rumbo en la banalidad de un supuesto olvido es el mejor consejo, y la mayoría creen que es su deber señalar el camino a quien dice estar perdido (sin preguntarse si realmente quieren encontrar un camino. Pero él no, él escucha en silencio y sólo acaricia mi pecho si tiembla por algún recuerdo grave. Y como la tormenta, llega la calma, por lo menos hasta la próxima tormenta.


Esta noche, en mi castillo, retumba tu risa más que todos los silencios. Esta noche juegas a mi lado, y estoy nervioso porque siempre lo había hecho solo. Yo llevaré el guión, tu hablarás al viento.


¡Qué hermoso es retornar a Itaka si estás a mi lado, Cristian!

viernes, 19 de noviembre de 2010

Donde sea... Pero juntos. (Viaje Madrid-Barcelona)




Siempre he creído que todo gran viaje supone, inevitablemente, un viaje a uno sí mismo. No es precisa una gran distancia para hacer más profundo ni más completo ese viaje interior. Sino que lo único necesario es la disposición a caminar, en el sentido más poético de la palabra, a caminar decididamente, sin límites, conscientes de que los temores, los que estaban y los que están por llegar, serán parte del camino, como lo serán los recuerdos, el cansancio, la ilusión, todo aquello que vive en el ser humano. Porque si vivir es en sí mismo un viaje permanente, viajar dentro de la vida es una forma más intensa de vivir, y por lo general más luminosa y clara. Así, una vez que hemos comenzado el camino algo va meciéndose dentro y fuera de nosotros, en un suceder de estaciones, de vientos y de días, liberadas de las leyes físicas y temporales que hemos creado para adormecer nuestro temor a los indomable. Y el viaje verdadero, o por lo menos al que yo me refiero, comienza cuando comprendemos que no hay más horizonte que esa finísima capa de piel porosa que separa el mundo interior y el exterior, y que ambos se mueven en una danza conjunta, hablándose en un idioma cómplice que los humanos llevamos siglos intentando descifrar. Entonces sólo no queda escuchar, porque ese idioma que desconocemos está hecho de nosotros, y si ofrecemos nuestro silencio con sencillez y humildad, llegaremos a comprender lo que de nosotros hablan. Puede que sea una comprensión irracional, que no se explica ni describe, sino que sencillamente se alcanza y se llega a saber (como sabemos que un animal es más feliz en libertad o que la lluvia sobre la ciudad es, de alguna manera, algo triste).

Éste era un viaje que me debía hacía tiempo, un enfrentamiento pendiente, constantemente pospuesto, que no podía retrasar más (ni por mí, ni por los heridos que dejé esperando mi lucha) y que, sin embargo, seguía retrasando. Era por cobardía, me decía si quería hacerme daño, o bien era por agotamiento si lo que quería era dormir esa noche un poco menos triste. Pero el tiempo pasaba, e iba poco a poco deshojando de recuerdos el futuro de mi memoria. No sabría decir cuándo había ocurrido, aunque sabía que había sido paulatino y sutil como sucede en todo lo que se hace raíz, pero había llegado el momento en que yo no era suficiente razón para intentarlo. Javi ya no era suficiente, ni por su pasado, ni por su futuro. Sabía que por no enfrentarme a esos viejos temores que iban creciendo inexorablemente dentro de mí como gigantes baobabs, estaba aceptando perderme una parte importante de mi vida y oscureciendo lo que un día serían mis recuerdos. Pero así era, y por mucha angustia y tristeza que me generara, sólo podía observarlo, ocultarlo a mis amigos y esperar ilusamente una migración de aves para irme con ellas a otro planeta.

Entonces descubres una de las maravillas de la amistad. Y es que a veces, lo que uno no no es capaz de hacer por sí mismo, sí lo es por un amigo. Ese amigo, en este caso, era Cristian. Mi amigo Cristian. Saber que nunca había estado en Madrid, y que tenía la oportunidad de ser yo el primero con quien visitara esa maravillosa ciudad me suponía una oportunidad y un honor que no estaba dispuesto a dejar escapar. Para mí, Madrid es una ciudad íntima, la quiero y la odio como sólo se quiere y se odia a Madrid, y así se lo quería transmitir a él. No sé la razón, pero habita en alguna parte profunda de mí, y pensar que podía compartirlo con Cristian, y que a lo largo de toda nuestra vida (que es el tiempo que espero que dure nuestra amistad), compartiéramos los recuerdos de aquel primer viaje a Madrid, me dio la fuerza suficiente para comenzar ese viaje que tenía pendiente.

No sé si comenzarlo con Cristian fue más acertado o menos que haberlo hecho cualquier otro de mis amigos más amados, pero sin duda ha sido lo mejor que podía haber imaginado. Me dijo que él quería estar conmigo esos días de viaje, que el lugar le daba igual, que lo importante era estar juntos, y cuando terminó de decir esas palabras, quizás por el momento preciso en que me las dijo o porque comprendí que era una verdad tan sincera, Cristian anuló el paso del tiempo como variable dentro de nuestra amistad, y ahora habita los Campos Elíseos de mi mundo junto a quien ya están ahí, donde quiero que permanezcan toda mi vida.

A Madrid se la quiere porque es oscura, enorme, transgresora, caótica y hostil, y cuando uno llega tiene la sensación de que no te espera, que ya no cabe nadie más y que en una ciudad así sólo se puede estar de paso. Porque Madrid (o así me la imagino yo), es una enorme madre cansada, abandonada, agotada, eternamente disgustada, maldiciendo su vida y su soledad, que te grita que no tiene sitio para ti mientras te hace un hueco y se quita comida de su plato para alimentarte. Se aleja diciendo que tienes que irte cuanto antes, pero haciéndote sentir que ya no quiere que te vayas nunca más.

Los pormenores del viaje... Madrid y su ensordecedor anonimato, el Retiro con Jon señalando a las palomas, el Templo de Debod haciendo de esfinge de la Casa de Campo, nuestras pisadas al kilómetro cero, la Plaza de Mayor, la manifestación con los Saharauis, nuestras conversaciones entre Neptuno, Cibeles, Atocha... La mano de Cristian coge la mía, y todo va mejor. Al poco, todo ya va bien.

Lo siguiente era Salamanca, donde esperaba uno de los más heridos por mi silencio. Pero no era el momento, algo había comenzado y tenía que saldar una cuenta anterior. Sergio cree que prefería estar con otra persona pero no se equivoca. No se lo explico, ya lo haré y sé que lo comprenderá. Cuando lo haga sabrá que iré a Salamanca tantas veces como quiera o necesite, y le explicaré porqué lo haría por él. Estará molesto, pero debo aceptarlo. Sabe que le quiero, y yo sé qué sabré hacerle ver cómo le quiero. Pero no puede ser en ese momento. Debo ir a Barcelona.

Barcelona es la hija buena, progre, alternativa, con sus anchas calles en cuadrícula, su mar y su monte, como una ciudad que espera ansiosa que vengan a visitarla para bailar alrededor del visitante. Uno va a Barcelona y siente inmediatamente que quiere vivir en un sitio así, casi siente que ya lo hace. Te acoge enseguida, te pasea por sus calles, te marea y sorprende con Gaudí. Sonríes con sus parques, casas y ventanas. Sin embargo, no sé si sólo me pasa a mí, pero siento que si estuviera en peligro, Barcelona se haría de porcelana resbaladiza y me alejaría suavemente de ella sin despedirme, mientras que Madrid se pondría un cuello vuelto y gorra, y sería capaz de cruzar navajas en un callejón si fuera necesario para salvarme. Por eso prefiero Madrid, siempre he preferido que estén a mi lado en las malas antes que en las buenas.

Pero Barcelona tiene a José y tiene a Tes. Le debía a José una visita. Le había fallado muchas veces (todas las veces que él sentía que yo le fallaba, no sabía que yo me fallaba a mí mismo más que a él, y que su reproche sólo profundizaba más la herida). Así que, sin dudarlo, me fui a Barcelona. Escribir mi estancia en Barcelona daría para otra entrada al blog, y quizás lo haga en otra ocasión, así que sólo voy a decir que es la primera vez que he sentido a José como futuro. Hemos pasado unos días juntos y he hecho cosas que sólo puedo hacer con él. Muchas veces me pregunto cómo hemos llegado a tener esta amistad... ¡con lo que nos hemos odiado! ¡con el daño que nos hemos hecho mutuamente! ¿Cómo es posible que nos queramos tanto? No, José, no voy a escribir aquí lo que he vivido contigo estos días, pero sólo voy a decir que por fin hemos vivido juntos. Vivido juntos. No pasar los días, no soportarnos, no querernos a rabiar mientras nos hacemos daño... Sino vivir juntos. ¿Por qué cedes en tantas cosas sólo para hacerme feliz? ¿Acaso lo merezco? No importa, tú lo haces. Por eso habitas también mis Campos Elíseos, y por eso estás en ellos recibiendo a Cristian. Cuando volvía de regreso, pensaba que si voy finalmente a vivir a Barcelona, quiero hacerlo contigo.

Tes se quejaba porque había esperado, y se queja siempre aunque sabe que la quiero, porque quejarse es su forma de quererme, y de recordarme que a ella siempre debo quererla un poco más cada vez. Tes es, además, más mujer, y cada vez me parece más lejana, más profunda e inalcanzable. ¿Te he asustado, Javi? Me había escrito por el ordenador. Pues sí, y me has entristecido. Siempre que la veo pienso que de haber querido estar con una mujer, habría sido ella, y que con ella mi vida habría sido mejor porque ella lo ilumina todo (su cabello estaba más inflamado que nunca, y los rizos oscuros parecen una nube en la que adentrarse debe ser un sueño eterno). Barceloneta, el barrio Gótico, las calles se suceden al paso rápido de Tes. Ya está tan perdida en la vida, se hace mayor (y más bella... ¡todavía más bella!) y sus inseguridades ahora son sonrisas, no baja la mirada cuando duda y comprende con la lejanía de las personas que comprenden sin abandonar su espacio. Tes acoge y abraza, y parece que Barcelona le sonríe orgullosa.

Este viaje me ha dejado cargado de palabras que no conocía, de sentimientos que no comprendo (si es que realmente sirve de algo entender un sentimiento), de sensaciones nuevas que no puedo expresar y que me provocan una sensación de ensordecimiento y confusión, como el que se siente tras un estallido cercano. Me siento henchido, copado, desbordado. Como si hubiera vivido doblemente de lo que lo he hecho. Siento que algo empieza, pero no sé qué, que algo ha cambiado, pero tampoco sé qué.

Con los días, iré procesando todo lo que he vivido, lo he sentido, pensando, e imagino que tendré una idea más clara (aunque realmente no sé si deseo que quiera obtener algo concreto), pero en estos momentos sólo me viene a la cabeza una canción que me lleva rondado durante los últimos meses. Quizás signifique algo, quizás no. Pero aquí os la dejo:


"Somos madero en deriva dentro y fuera de la costa,
somos bardos sin silencio con algunas libertades,
porque todo prisionero, de sí mismo extrae verdades,
aunque la verdad no existe.

Somos algunas razones con bastante fundamento,
somos lo que busca, a tientas, un futuro que persiste
en dejarnos como atados, no en mostrarnos como libres,
pues la libertad no existe.

Somos parte de los pasos de la historia cotidiana,
somos como una ventana
que espera que un ojo mire para anunciar su mañana.

Como una veleta nueva que no sabe dirigirse,
porque siempre los caminos,
son pocos para escogerse y largos para seguirse.

Somos piedra sobre piedra, piedras de generaciones,
que actuamos como mortales y pensamos como flores,
porque una flor es la prueba, de que en medio de lo triste,
lo sensible lo renueva"

Karel García
"Lo sensible se renueva"

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Unos minutos conmigo.




"En estos días no sale el sol sino tu rostro, y en el silencio, sordo del tiempo, gritan tus ojos... ¡Ay, de estos días terribles! ¡ay, del nombre que lleven! ¡ay, de cuanto se marche! ¡ay, de cuanto se quede! ¡ay, de todas las cosas que hinchan este segundo!
"

Oscuridad, tabaco y Silvio. Tengo todo lo necesario para volver a escribir. Hace un mes que no lo consigo. Lo he intentando en varias ocasiones pero no he podido. No sé qué me pasa, pero no consigo salir de este estado gris, de cansancio y ceniza. No es tristeza, ni melancolía, sólo un cansancio esparcido que se desperaza dentro de mí. Escribo y borro. No me gusta. Lo siento, pero sigo sin conseguir escribir, asi que os voy a invitar a que paséis un rato conmigo, compartiendo mi intimidad. Esta vez eso va a ser todo. Sólo unos minutos compartidos.

Estoy con los ojos prácticamente cerrados, con ese párpado brillante que es mi ordenador, como un cálido fuego en la oscuridad de mi habitación. Escucho a Silvio Rodríguez, como quien escucha un recuerdo. Y mientras su voz ocupa el silencio, las imágenes que va evocando se expanden en mi conciencia con la volatilidad de lo invisible.

"Hoy sé que no hay nada imposible, anoche supe la verdad. Creía mi alma inservible pero era cansancio vulgar nada más. Tú eres un don de la brisa, un ser de la resurrección, un pájaro con una risa capaz de arrastrar a la noche hasta el sol.

¡Cómo gasto papeles recordándote cómo me haces hablar en el silencio! Cómo no te me quitas de las ganas aunque nadie me vea nunca contigo. Cómo pasa el tiempo, que de pronto son años sin pasar tú por mí detenida. Te doy una canción, si abro una puerta y de la sombra sales tú. Te doy una canción de madrugada.
"

Tengo 16 años, y estoy en casa de Aita. Llevo puestos esos enormes auriculares que deben de tener treinta o cuarenta años. Son auriculares de la Alemania dividida. Los mejores, dice mi padre con satisfacción. Lo cierto es que suenan muy bien y me gusta llevarlos. Pesan bastante, sobrios, de aristas mates, y los cables que sobresalen son pálidos y retorcidos. Son tan grandes que parece que te cobijen como una madre enorme con un abrazo plástico. Puestos, parece que en cualquier momento vayamos a escuchar el ladrido lejano de Laika.

Delante tengo los vinilos que bien me sé de memoria. Silvio, Aute, Serrat, Quilapayún, llach, Sting... Todo en su funda de carton, con el plástico interior desvencijado, perdido la mayoría, y que cae cuando los abro. En la mayoría, el pegamento se ha convertido en arenilla y, los que no, apenas resisten mi mano torpe buscando el librillo de letras. Es cierto que el vinilo tiene algo de encanto. Aparatoso, crujiente, guarda la esencia con más calor que los CD.

"¿A dónde van las palabras que no se quedaron? ¿a dónde van las miradas que un día partieron? ¿acaso flotan eternas como prisioneras de un ventarrón o se acurrucan entre las rendijas buscando calor? ¿acaso ruedan sobre los cristales cual gotas de lluvia que quieren pasar? ¿Acaso nunca vuelven a ser algo?¿acaso se van? ¿y a dónde van?

¿Qué se puede querer si todo es horizonte?

¿En qué estarán convertidos mis viejos zapatos?¿a dónde fueron a dar tantas hojas de un árbol? ¿Por dónde están las angustias que desde tus ojos saltaron por mí? ¿a dónde fueron mis palabras sucias de sangre de Abril? ¿a dónde van ahora mismo estos cuerpos que no puedo dejar de alumbrar? ¿acaso se van? ¿y a dónde van?"

A los 16 años todo parece más fácil, y a la vez más profundo. José, en cierta ocasión, me dijo que lo que caracterizaba a la adolescencia era la presencia de periodos de inmadurez infantil juntos a momentos de absoluta lucidez. Desde entonces, esa descripción forma parte de mi concepción de la adolescencia. En esos momentos, Silvio cantaba todo lo que había que sentir. La política era un panfleto. El amor, unos poemas. Y la amistad... la amistad era todo lo demás. Como canta Silvio en estos momentos, “ahora me parece que hubiera vivido un caudal de siglos por viejos caminos”.

El cigarro calienta mi boca, y me besa con un humo denso y voluptuoso. Adoro esa sensación. Suena el teléfono, pero ahora no me apetece hablar. Luego contestaré. Últimamente me aburre hablar por teléfono. ¡Joder! Últimamente me aburre todo. Debería ir al gimnasio, pero prefiero quedarme aquí. Llaman otra vez. Es mi Javi. Luego le llamo.

Mi precioso Javi. Le echo de menos. Recuerdo cómo me enternece su pudor. Enrojece como un niño ladrón, sonríe sin separar los labios y se queda muy tenso. Parece que fuera a marchitarse como una flor mustia. Su sencillez lo arrasa todo, aplaca mi soberbia y me hace descender a la ternura con sólo su presencia. Sólo por haber conocido a Javi, ya han valido la pena estos dos años de exilio en Alicante.

"¿Dónde pongo lo hallado? En las calles, los libros, la noche, los rostros en que te he buscado. ¿Dónde pongo lo hallado? En la tierra, en tu nombre, en la biblia, en el día, que al fin te he encontrado. ¿Qué le digo a los perros que se iban conmigo en noches perdidas de estar sin amigos? ¿Qué le digo a la luna que creí que compañera de noches y noches sin ser verdadera?"

Bueno, creo que voy a regresar a la luz, al teléfono, a la cena. Han sido unos minutos para vosotros, y un par de horas para mí. No es gran cosa, pero soy yo mismo escribiendo el momento, mi momento. No es coherente, pero no hace falta que lo sea. La coherencia es un lujo del que, en estos días, no dispongo. Gracias por haber estado conmigo.

martes, 5 de octubre de 2010

Sísifo en esta noche (en todas)





Cuenta Proust que durante una de aquellas fiestas de la alta sociedad francesa de finales del siglo XIX (y que tan bien describió en su obra magna), a las que por aquel entonces era asiduo, conoció a una joven señorita que debía ser de gran belleza. En algún momento debió reunir suficiente valor quizás acumulado por la seguridad que le generaba ser un caballero de cierta edad curtido en las sutilezas y la elegancia de aquellos salones recargados) para invitar a aquella dama a desayunar al siguiente día. Ella, tras escuchar la invitación de aquel caballero, rió y se supone que declinó la oferta. Digo se supone porque me parece que eso ya no lo dice. No hizo falta. Aquella risa penetró en su conciencia con una verdad descarnada, cruel y hasta entonces no atendida. Comprendió súbitamente que aquella risa escondía, sin mucha elegancia, el claro mensaje de que una señorita tan joven no iría a desayunar con alguien tan mayor. Esa realidad evidente, pero invisible en la juventud, se le reveló con la crueldad propia de lo irreversible. Se dio cuenta de que el tiempo había pasado sigilosamente tras los años, y que aquel futuro que siempre parecía esperarle cuajado de posibilidades sólo había sido una ilusión, un espejo inalterable, combustible para quemar inconscientemente el presente. Los años habían pasado llevándose con ellos la juventud, la vida, el tiempo. Sintió que nada dejaba al mundo, que el tiempo era irrecuperable y que lo había perdido creyendo que era eterno (¿cómo no va a serlo cuando uno es joven?). Tan pronto como comprendió esta realidad en la risa terrible de aquella joven, corrió hacia su casa y comenzó a escribir una de las obras fundamentales de la literatura universal: “En busca del tiempo perdido”.



Sin llegar a ser un salón social dieciochesco, ni yo mínimamente Proust, recuerdo una escena semejante que me ocurrió en la adolescencia. Estábamos todos los amigos de entonces en el salón de casa, de la casa que compartimos cuando nos independizamos unánimanente al comenzar la universidad, discutiendo de política como cada noche, entre guitarras, vino y porros. Discutíamos acaloradamente sobre cuál había sido el factor clave en el desarrollo de la humanidad. José, evidentemente, decía que la lucha de clases. Secundado por el resto de amigos que, como él, digerían con mayor o menor disfrute, las obras de Marx. Yo, por mi parte, que había quedado impresionado por las tesis de Erich Fromm, defendía que no era la lucha de clases sino el miedo a la libertad, lo que había hecho que la humanidad se hubiese desarrollado como lo había hecho. José, el mejor contrincante dialéctico que he tenido en mi vida, citaba a Marx y Engels (como se reza a Dios ante su altar, que diría Bécquer). Yo, seducido por aquel marxismo psicoanalizado, sacaba Fromm, Freud, etc. Dos egos intelectualoides enfrentados desde sus altares de orgullo e ignorancia. En mitad del fragor de la batalla/discusión, Rafa (creo que fue Rafa) preguntó a una chica que había traído y que había pasado del todo inadvertida por nosotros (demasiado terrenal para merecer nuestra atención) según su juicio qué era lo que había determinado el desarrollo humano. La chica, con una humildad infinita, dijo que ella creía que la muerte era lo que había movido a los seres humanos. La muerte, la certeza del fin, lo inevitablemente efímero del ser, el temor al después, la angustia del desperdicio... José y yo quedamos en silencio. No discutimos más. Días después todavía nos mirábamos acongojados y avergonzados. No sé qué me dolió más, la nueva angustia del fin, la derrota estrepitosa de nuestra discusión o la bofetada de humildad que nos había dado esa chica tímida, callada y delicada como un suspiro.



No es que yo no hubiese pensado nunca en la muerte, ¡Claro que lo había hecho! De mi pared colgada un poema de Baudelaire, sonaba siempre en mi cuarto música triste donde la muerte era la máxima expresión de la vida, el Che muriendo nítido, acribillado, por un ideal y yo le habría seguido ciegamente por aquellas montañas bolivianas, era la bala justificada de Larra atravesando el romanticismo español... Pero todo aquello era realmente ajeno a mí. Lo vivía con pasión, como se vive todo aquello que todavía no se ha vivido pero que se desea ardientemente vivir. Sabía de memoria, y todavía recito algunas estrofas de forma casi inconsciente como una oración involuntaria en los labios, las estrofas de Manrique:


Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se passa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el plazer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquiere tiempo passado
fue mejor.

[...]

Los plazeres e dulçores
desta vida trabajada
que tenemos,
non son sino corredores,
e la muerte, la çelada
en que caemos.
Non mirando a nuestro daño,
corremos a rienda suelta
sin parar;
desque vemos el engaño
y queremos dar la vuelta
no hay lugar.

[...]

Esos reyes poderosos
que vemos por escripturas
ya passadas
con casos tristes, llorosos,
fueron sus buenas venturas
trastornadas;
assí, que no hay cosa fuerte,
que a papas y emperadores
e perlados,
assí los trata la muerte
como a los pobres pastores
de ganados.

[...]


No hay lugar. No hay lugar. Nunca dejará de impresionarme este poema escrito hace seis siglos. Pero respecto a lo que yo quiero escribir esta noche, un poeta lo hace mejor que yo. Nuevamente Gil de Biedma en “Poemas póstumos”:


Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.


Pero yo sí he sido consciente de este paso del tiempo, y no sé si esa consciencia me ha ayudado a vivir o, más bien, (probablemente) ha cargado mi vida con una angustia prematura. Que uno nunca llegará a ser Proust es algo que se acepta con unas noches de llanto, otras de cinismo y otras sorna. Pero que uno no llegará a ser lo que creía que llegaría a ser, a pesar de seguir los pasos que creía que le llevarían a ello, es algo que cuesta más tiempo aceptar. Uno pretende ser Sísifo creyendo que los dioses perdonarán, pero no es así. Ciertas cosas no se olvidan, y otras no se alcanzan, por mucho que uno huya o tenga esperanza (me pregunto si realmente no será lo mismo). No hablo de la inutuilidad de la vida, eso ya me parece cansado y hasta estúpido. Hablo de aceptar que los sueños que tuvimos se conviertan en otra cosa diferente, más adecuada, “realistas” (o como se quiera edulcorar la derrota) y dar gracias a la vida porque no lo hagan en pesadillas. Dicen que eso es, en parte, la madurez.


Pero he cumplido recientemente 29 años y empiezo a comprender que la vida no va a ser muy diferente de lo que es ahora. No es que mi vida sea mala, que no lo es. Es sencillamente que no creía que sería así. Me angustia tener que aceptar que el futuro no está allá, y que yo no seré mucho mejor persona que lo que soy ahora (lo cual no es muy tranquilizador). No quiero lamentarme, ya lo hice muchos años y me cansé (el sufrimiento dulce, romántico, ya lo experimenté, pero me llevó al sufrimiento desnudo y desconocido, así que desde entonces evito uno y otro). Pero si no quiero decir eso... ¿Qué quiero decir? Ya he perdido el hilo.


Bueno, sí, quiero decir que me aterra pensar en que el día que tenga que mirar atrás y ver la senda que nunca se ha de volver a pisar, vea una huella árida. No quiero que un jovencito ría cuando me atreva a intentar seducirle. No quiero recuperar el tiempo perdido. Quiero no perderlo, pero no lo consigo. Y se va escapando como de mi mano como el humo de mi cigarro, dejándome como un espectador paralizado ante un caudal irrefrenable que le atraviesa y que no puede detener. Soy consciente, por otra parte, que si muriese en este mismo momento, mi vida ya sería suficiente sólo por las personas que me llorarían y las que reirían con amor recordando mis errores.


Recuerdo la viñeta de Mafalda en el que le dice a sus amigos algo así como “¡La pucha! Resulta que si uno no se come la vida, es la vida quien se lo come a uno”. Creo que la vida te come de todas formas, aunque mañana seré feliz pensando en vivir y morir como lo hizo Don Guido. Pero esta noche no. Esta noche desearía volver a vivir siendo otro diferente, uno que no consumiera horas al sueño frente a este teclado, rodeado de artículos científicos que leer y una cama vacía, sino uno que estuviera permanentemente sobre un barco, un tren o cualquier estrella.



miércoles, 15 de septiembre de 2010

Aunque sea un instante


Recuerdo perfectamente el momento en que leí el poema de Gil de Biedma. Recuerdo la impresión que me causó, esa sensación fría y vertiginosa que nos causa la identificación de algo propio, algo íntimo y silencioso, en las palabras ajenas. No eran versos complejos, ni sentenciosos ni tiritantes. Eran versos sencillos, cansados e indefensos, como esas respuestas que damos cuando nos rendimos. A pesar de que lo que identificaba no era, digamos, socialmente positivo (desengañémonos, la alegría no invita a la instrospección si lo que se precia es escribir), el hecho de descubrir un pedazo de mí en unas palabras permanentemente impresas, me generó ese sentimiento extraño de cercanía y calor que da el recordar que otros anduvieron antes este camino que en ciertas ocasiones nos parece recorrer en la más absoluta soledad. Los poemas, probablemente más que ninguna otra expresión artística, parecen acceder con más limpieza y desnudez a esas emociones (más que pensamientos) que parece sólo poder tomar forma si se cubren de palabras.


Así que allí estaba, el libro abandonado en una mano, mi mirada sostenida sobre la playa del Postiguet, esperando que la tarde se deslizara con sus horas lentas de puerto. Entonces no sabía, pues para mí no existías, que el banco sobre el que estaba sentado miraba hacia tu casa (puede que tú mirases por el balcón hacia el mar, o hacia la calle en ese momento). Que los dioses juegan con nosotros cruzando nuestros caminos de forma irónica, y cruel a veces, es algo que considero tan real como estas mismas palabras. Asi pues, ironías del destino (u otra cosa peor) hizo que estuviera sentado frente a tu casa cuando Gil de Biedma me confiaba nuestro secreto. También era el tuyo, aunque nunca me lo dijiste, yo lo supe enseguida.


Tú querías que te llamase enfermo mental pero yo me negaba. Si querías evadirte de la realidad, yo no iba a impedírtelo, (¿cómo iba a hacerlo? Sería feliz si llegase a ser la mitad de valiente que tú) pero no iba a ser cómplice de esa farse que, por otra lado, ya no necesitabas. ¡Cómo desconfiabas al comienzo! Tu mirada distante y esquiva bordeaba la mía, y sólo se posaba en mí para alzarse enseguida todavía más lejana. Y sonrisas... Pocas. Desconfiabas, y yo lo entendía. Decías que no te comprendería, y sin embargo querías que lo hiciese. De alguna forma, desde tu soberbia independencia, desde tu desprecio culto y refinado, necesitabas que te comprendiese. La soledad, compañero, se puede tallar con mayor o menor finura, pero la madera, por ser humanos, es la misma. Así que cuando me hablaste de una soledad sórdida y fría, no te escuchaba una bata blanca, y si te preguntaba qué esperabas de la vida no era porque buscase un diagnóstico. Al final lo comprendiste, y tu sonrisa fue más amplia que tus labios, y tu mirada menos huidiza. Tú no eras un enfermo mental, y yo no era un psicólogo. Con otros, sí, pero contigo no. Quería alcanzarte, y tú que te alcanzara. Pero comencé a entrar tarde, aunque ninguno de los dos lo sabíamos.


No te juzgo, ni me culpo, fue tu decisión y yo la respeto. No sólo la respeto, sino que también la comprendo. Ya te dije, no sólo soy psicólogo. Los dos prometimos intentarlo, pero los dos admitimos que podríamos fracasar. Y los dos fracasamos. Me pregunto, como en la canción, qué angustia te acompañó en aquel momento, qué dolores viejos calló tu voz. No importa, no importa, sólo es curiosidad. La vida es dura, y para ti lo era más. El pasado puede arrastrarse como un lastre asfixiante, pero casi siempre se puede sobrellevar, sin embargo, a veces, el pasado es tan oscuro que no sólo te impide caminar sino que te arrastra hacia él. Era una guerra, una guerra que en tu caso duraba ya más de veinte años. Veinte largos años huyendo, de ciudad en ciudad, de país en país, de oscuridad en oscuridad. Ganaste algunas batallas, perdiste otras, y en algún momento, en el balcón de tu casa, aquella tarde, decidiste que estabas cansado de la guerra, y sentiste que la paz no llegaría nunca por sí sola. Quiero pensar que miraste el mar, el mismo mar que yo he mirado tantas veces, antes de precipitarte al vacío. Quiero pensar que hice, que hicimos, que tus últimos días fueran más cálidos, apartando el frío humano de la soledad y el desamparo. Estoy seguro, o quiero estarlo, que en algún momento, antes de saltar, y digo que sólo durante unos segundos, pensaste en nosotros, y quizás en mí. Así que siento que no fracasamos del todo. Pero no puedo evitar pensar que si hubieses esperado un poco, sólo unos días, habríamos vuelto a reir sobre el paseo del puerto, habríamos discutido sobre literatura y sobre historia.


Ayer volví a ese banco, con el poema, y te lo leí desde la distancia. Desde una distancia ya inabarcable. El poema se llama “Aunque sea un instante”. No me duele tu muerte más que por la soledad que te acompañó. Espero que allí, si hay allí, encuentres la paz que la vida que no te permitió. Creías que no dejarías nada al morir, eso me decías, pero estabas equivocado. Los que nos quedamos te recordamos con una sonrisa. Has dejado más de lo que imaginaste, y de lo que nosotros mismos imaginamos. Creo que me costará olvidarte. No tengo prisa.


Aunque sea un instante, deseamos
descansar. Soñamos con dejarnos.
No sé, pero en cualquier lugar
con tal de que la vida deponga sus espinas.

Un instante, tal vez. Y nos volvemos
atrás, hacia el pasado engañoso cerrándose
sobre el mismo temor actual, que día a día
entonces también conocimos.

Se olvida
pronto, se olvida el sudor tantas noches,
la nerviosa ansiedad que amarga el mejor logro
llevándonos a él de antemano rendidos
sin más que ese vacío de llegar,
la indiferencia extraña de lo que ya está hecho.

Así que a cada vez que este temor,
el eterno temor que tiene nuestro rostro
nos asalta, gritamos invocando el pasado
–invocando un pasado que jamás existió–

para creer al menos que de verdad vivimos
y que la vida es más que esta pausa inmensa,
vertiginosa,
cuando la propia vocación, aquello
sobre lo cual fundamos un día nuestro ser,
el nombre que le dimos a nuestra dignidad
vemos que no era más
que un desolador deseo de esconderse.

Jaime Gil de Biedma
de Compañeros de viaje. (Joaquín Horta, 1965)



viernes, 27 de agosto de 2010

¿Qué hay de malo en soñar despierto?



Hoy, durante la comida, Ricardo me ha preguntado cómo escribiría la novela de mi vida a partir de ese momento, sin asfixias del presente ni las limitaciones de lo probable. Le he respondido que imagino que querría amar y ser amado, esa correspondencia negada tanto tiempo, así como llegar a ser escritor... Aunque las más importantes no las he querido decir, por dejarlas habitar solamente en mi mente. Mientras le respondía, con jovialidad ante la dulcísima posibilidad, no podía evitar recordar aquellas palabras de Gil de Biedma: “Aunque sea un instante, deseamos descansar. Soñamos con dejarnos. No sé, pero en cualquier lugar con tal de que la vida deponga sus espinas”. Después, a las horas, seguía pensando en qué escribiría en aquella novela vital en la que sería autor y protagonista (¿Acaso no nos dijeron siempre que eso precisamente era vivir?). Pero si imagino, si robo de los sueños del futuro un posible presente, éste queda pronto cojo y silencioso (los sueños de la mente humana se deshacen rápidamente cuando los intentamos recordar). Si con mis palabras pudiese traer a estos días una realidad a mi voluntad, no iría a la imaginación sino a lo conocido. Y precisamente buscando ahí, en lo vivido, el futuro se muestra como una sucesión de emociones y sentimientos que quedaron fuertemente cautivas en aquello que llamamos recuerdos.

Así que voy a responder de nuevo, Ricardo, tu pregunta. Si pudiese escribir la novela de mi vida a partir de estos días, miraría unas hojas atrás y volvería a vivir algunos de estos momentos:

Volvería a sentir la presión de los cordones de los zapatos en mi pie cuando mi padre me los ataba con fuerza mientras yo hacía equilibrio para no caer (pues él sujetaba mi pie entre sus rodillas). Sin duda jamás he vuelto a sentir con mayor claridad tanta seguridad y protección.

Volvería a sentir la angustia del primer día de colegio, cuando lloraba en la explanada de los autobuses porque no sabía cuál era el mío y, de pronto, la mano de mi hermana cogiendo la mía.

Volvería a sentir la ansiedad de la espera en la noche de los Reyes Magos, palpando la oscuridad y el silencio, apretando los ojos con fuerza como si por ello el sueño acudiese antes, obedeciendo ese profundo deseo de dormir para no importunar o asustar. Para finalmente caer dormido, exhausto de tanta emoción.

Volvería a sentir la emoción de aquel viaje sobre la alfombra lanuda, surcando el cielo inmeso e inexplorado del salón de casa, con apenas comida para unos minutos y sueños para unas horas.

Volvería a sentir esa felicidad que da el sentirse desgraciado cuando el mundo apenas me soportaba mis 17 años, y la vida era tan intensa como una canción de Barricada, yc ompleja como una disculpa.

Volvería a sentir ese temblor excitante en aquella caseta infantil que nos resguardaba de la noche tiritante, mientras sus labios temblorosos bajo la inmensa mirada azul, aguardaban aquel primer beso tan postergado.

Volvería a sentir su risa en mi pelo revuelto, su seno derramado sobre mi pecho, sus rizos estallando como una ráfaga incesante de caricias, mi torpeza sobre su cuerpo húmedo tras el caminar irretornable que ambos comenzamos.

Volvería a sentir el cristal frío del tren en mi frente, las lágrimas cortando el vaho del cristal que mi lamento eclosionaba, mientras Valencia era un esperanza anónima, metálica y desflorada, a la que me dirigía sin ser esperado.

Volvería a sentir la pintura del banco quebrándose entre mis dedos como hojas otoñales que su madera recordase, escuchando el rumor de la fuente salpicadando de reflejos la tarde, escuchando la luz que se filtraba hasta nosotros de entre las ramas de la acacia, escuchando de tu boca las palabras que realmente ninguno queríamos decir.

Volvería a sentir en mi mirada la curva de tu espalda que flexiona la belleza penetrante de tu cuerpo, y que acaba donde empieza la tarde, y empieza la oscuridad.

Volvería a sentir tanto momentos, tantos instantes como recuerdos tengo. Pues aunque algunos puedan parecer oscuros, melancólicos o sencillamente tristes, de alguna manera el tiempo los ennoblece y les otorga ese misterioso atractivo de lo pasado. El dolor que sana con la melancolía, los años lo convierten en nostalgia de canciones. Imagino que de volver a vivirlos, las emociones no serían las mismas, pero en parte ahí está la magia, la imposibilidad de retornar a un lugar nos empuja a su camino. Y no por desear volver a sentir lo pasado niego lo que espera, sino que por no vivido me parecerá siempre incompleto.

Así pues, Ricardo, si pudiera escribir mi vida contando a partir de este día, creo que dejaría la pluma cerrada, y con la mayor ternura y paciencia posible, leería lo que los años escribieron hasta hoy. Pero sí pediría a quien fuese, que lo que queda por escribir se parezca, más o menos, a lo que ya he vivido,

jueves, 12 de agosto de 2010

Carta en esta noche, de todas las noches.




Querido amigo:



Son las tres y media de la madrugada bajo la noche de Valencia. No puedo dormir. Estaba escuchando música en silencio, poblando la la oscuridad con los pensamientos cotidianos. Ya sabes que la noche los hace más nítidos y afilados. Como siempre me ha embargado la tristeza, pero esta vez he decidido escribirte. Siento el tiempo que ha pasado sin que hayamos hablado, y siento si lo que te escribo está desordenado, incoherente, inconexo, pero imagino que así reflejará mejor lo que en estos momentos siento y pienso. Disculpa este caos, pero ahora urge más el fondo que la forma.

Estoy en el salón con toda la casa a oscuras, escuchando a Ben Harper, mirando hacia la calle que tiene ese color áureo tan característico del alumbrado valenciano. Esta tarde le he enseñado a Sergio unas fotos de cuando teníamos 18 años. ¿Te acuerdas? Íbamos a comernos el mundo, a hacer la revolución. Sé que es lo típico que se dice, pero es que nosotros lo creíamos firmemente. Creíamos que podíamos cambiar las cosas y que la revolución era inminente. En la foto estamos toda la pandilla junta. Mi rostro ilumina esa alegría feliz de la melancolía adolescente. Si me vieras ahora, amigo, tras tantos años... Me siento tan viejo, asustado y confuso. Era cierto aquello de que el tiempo pasaba, incluso para nosotros. ¿Qué queda de ti? ¿Qué queda de mí? No soy ni la sombra de lo que creía entonces que sería. ¿Te acuerdas el miedo que sentíamos a echar a perder nuestras vidas? ¿El miedo a sentir lo que Proust sintió con la respuesta de aquella joven? Pues ahora lo siento, ahora en la intimidad de la noche, de la oscuridad, en el momento en que ningún amigo me puede reprochar mi melancolía, ahora siento nítidamente que voy cayendo inexorablemente a un lugar, no sé dónde, donde nada cambia y, sin embargo, todo es más oscuro.

¿Sabes que cada día me cuesta más sonreir, y que cada día me siento más alejado de todo lo humano? Necesitaría tanto que estuvieras esta noche a mi lado, y que me dijeras que esto va a terminar, que mañana, tras la lluvia de estrellas, esta sombra que se va extendiendo dentro de mí saltara de mi mirada a la profundidad del bosque... Pero ya ni siquiera creo en la magia de lo imposible.

¿Esto era vivir, amigo? ¿Para esto tanto apretar los dientes y mirar adelante? ¿Para esto tanta canción, tanto discurso... tanta espera?

Pero déjame que te cuente algunas cosas, que ya nada sabes de mí. Me enamoré, y sólo duró unas semanas, apenas tres, pero fueron tan felices... Sí, querido amigo, por fin fui feliz completamente. Pero se terminó y su recuerdo me sigue atormentando todos los días. Ahora su forma se ha difuminado, mezclado con otros a quien quise, y los recuerdos felices son de uno y de otro. Pero también he sido bien amado, y por buenas personas. Ahora estoy solo otra vez (¿acaso no lo estuve siempre?). Sigo esperando amar y ser amado, aunque ya no lo espero mucho, y creo que ser querido es ya de por sí el mayor de los privilegios que podré alcanzar. Pero déjame que te cuenta más.

Tengo amigos, y son lo que de verdad me causa la felicidad que llego a sentir. No te voy a hablar de ellos porque no procede, pero sí te diré que me hacen vivir, que me hacen seguir. En cierta ocasión mi madre me dijo que cuando estuviese muy triste y no tuviese fuerzas para vivir, pensara en aquellos que me quieren y que, por ellos, encontrara fuerzas para que mi estar les ayudase a vivir. Así ha sido hasta ahora. Pero es que ahora ni siquiera estoy convencido de que consiga eso. La fortaleza que siempre pretendí y que vosotros creísteis (y os ayudaba a vivir, como tú me decías) ya se ha descubierto con toda su terrible desnudez.

Tú supiste del mal que me corroe, y ahora algunos de mis amigos lo conocen. No sabes cómo me consume, cómo, y cómo me arrastra a la desesperanza, a la indefensión. Por cierto, ya no guardo rencor a mi madre por escribir aquella carta, ahora sé que me ayudó a creer en un futuro mejor y que ello me permitió seguir adelante, aunque ahora ese futuro se revele más triste y ceniciento de lo que era aquel pasado. Pero no creo que pienses que todo está mal, porque no es así. Todavía me queda la literatura y los amigos. Todavía es suficiente.

También quiero decirte que estas vacaciones están siendo un poco grises. ¡Qué iluso fui! Creía que podría volver a huir, que podría empezar de nuevo. Sí, lo sé, no es la primera vez, no debería haber caído. Pero es que esta vez necesitaba creer que era verdad. Tú me entiendes ¿verdad? Necesitaba creerlo. Y ahora te escribo desde el silencio de mi noche para decirte que no pude. Lo intenté, ¡Dios sabe que lo intenté! Pero no pude, y sin embargo me quedé tan cerca...

Pero no te preocupes, mañana amanecerá y todo parecerá más limpio, aunque para eso quedan unas horas, y ahora los recuerdos se agolpan en mi angustia. Tranquilo, algunas cosas no han cambiado, y una de ellas es ésa. Mañana lo intentaré otra vez. Mañana será posible, aunque esta noche sepa que no.

Bueno, voy a ir acabando. ¿Sabes? Casi no pude contener las lágrimas cuando leía El Príncipito en La Albufera con Cristian. No puedo evitar preguntarme siempre que lo leo, si el principito no tendrá un espacio en su pequeño planeta para mí. Daría tanto por ver las puestas de sol a su lado, y podríamos ver tantas como quisiésemos con sólo mover un poco nuestras sillas... Daría tanto por tener sólo una flor, tres volcanes (uno extinto) y un cordero... Daría tanto porque una bandada de avez migratorias me llevaran con él, Lejos, muy lejos, tan lejos...


Ahora sí me despido. Sólo me resta decirte que, aunque no estés, siempre estás. Echo tanto de menos tu amistad que nunca rozas si quiera el olvido a pesar de los años de silencio.


Un abrazo de tu amigo.


Javitxu