domingo, 14 de julio de 2024

¿... y este era el amor que llegaría?

Pronto cumpliré 43 años. Probablemente unos años más que el ecuador de mi vida. En esta noche, quizás colmatada por tantas otras como esta, me pregunto si he tenido algo similar a ese arquetipo de amor paroxístico, referencia inalcanzable a partir de la cual rebajamos todo sucedáneo —inherentemente insuficiente por su condición de realidad—, y que solemos proyectar con la expresión «el amor de mi vida». Supongo que tengo la lucidez suficiente —o el malestar latente suficientemente prolongado— para saber que no existe tal cosa si uno es lo suficientemente severo como para ser honesto consigo mismo. Pero soy un humano, y preciso, en ocasiones, la serenidad de invocar un pasado que jamás existió —«Y nos volvemos atrás, hacia el pasado engañoso cerrándose sobre el mismo temor actual, que día a día entonces también conocimos[1]»—. Escribió Michel Houellebecq que «la existencia individual, revelada al animal en forma de dolor físico, solo llega a las sociedades humanas a la plena conciencia de sí misma gracias a la mentira». ¿Y qué sería esa mentira —la certeza de merecer ser amados/as sin condición— sino la herramienta precisa para dotar de significado a nuestra propia existencia? La soledad y la búsqueda de un sentido, expresiones que nos precipitan, inexorablemente, al terror primigenio de la condición humana: la angustia ante la muerte. ¿Cómo amar plenamente si, para ello, deberíamos desprendernos de todo miedo existencial? Como escribió Irvin Yalom, «si no somos capaces de abrazar nuestra propia soledad, utilizaremos al otro como escudo contra nuestra soledad». ¿Cómo amar plenamente sin obviar la insaciable sed de ser amado con esa misma condición? ¿A partir de qué punto la asunción de las convenciones sociales muta la voluntad sincera de amar en un ejercicio desesperado de desasosiego?

Ninguno de los proyectos de amor que he comenzado ha soportado un mínimo contraste con la realidad —y no es azarosa la elección de esas palabras, puesto que todo proyecto de amor ha partido, en mi caso al menos, de un acto volitivo sustentado por unas bases de atracción elementales—.  Y sí, asumo que ello no es más que una muestra de mi resistencia a la espontaneidad, pero quienes sufrimos la peste de la ansiedad sabemos que la naturalidad es un lujo que solo podemos permitirnos a mínimas dosis. En cualquier caso, amar no es condición para construir una vida en pareja. Considero que una relación de pareja es un proceso constructivo compartido entre dos voluntades por cimentar las bases de un futuro compartido. Pero este no es el objeto del texto, y no deseo adentrarme en esas digresiones.

Si buscara candidatos a haber sido objeto de un “amor romántico” por mi parte, no podría sino seleccionarlos de entre los fracasos más estrepitosos. Y es que todos ellos fueron una sucesión de decepciones que iban sofocando los rescoldos de infancia que se resistían a la extinción. Si miro atrás en el tiempo, las lascas de esa esperanza por un amor correspondido marcan un camino retrospectivo con intervalos cada vez más espaciados. Quienes con esa aparente pretensión se acercan a mí, hallan una paciencia cada vez más debilitada, más propensa a evanescerse ante los primeros signos de derrota. Supongo que a eso se refería Houellebecq cuando escribía que, con la pérdida de la juventud y las esperanzas, las personas se rinden a «buscar una relación tierna que no encuentran, una pasión que ya no son realmente capaces de sentir; [y que] entonces, empiezan para ellas los años difíciles». El debilitamiento de la aspiración de ser amado no sería contingente del ineludible deterioro físico o de la pérdida del natural atractivo de la juventud —aunque, probablemente, lo estimule—, sino de la paulatina toma de conciencia de que eludir establecer relaciones afectivas normativas conduce, en una carrera cada vez más vertiginosa, a la soledad violenta de ser fugazmente deseado de manera intermitente. Quizás puedan sugerir mis palabras un resquemor latente de frustración. Y quizás, incluso, sea cierto. Sin embargo, me atrevo a afirmar que he sido amado en cierto grado —si asumimos que «amar» implica una graduación—. Y, además, en algunos casos, por parte de personas excepcionales. Recientemente, alguien me escribió: “te amaba”. La verdad, no recuerdo que me lo dijeran así nunca, de una manera tan inequívoca y vulnerable. Me conmovió, cuando creía que ya nada lo lograse. Lo hizo, particularmente, porque quien me lo dijo es alguien para quien esas palabras todavía conservan su significado original. Y es que «amar» en estos tiempos es una expresión de rebeldía, en tanto implica la renuncia al valor cúspide de nuestros tiempos: el individualismo.

No deja de sorprenderme que la mayoría de las personas homosexuales más interesantes que conozco estén solteras. Pienso, sobre todo, en Sergio, Cristian, Elías, Darío… Todas ellas, personas lúcidas, complejas y divertidas. Cada una con su idiosincrasia, con la particular expresión de sus complejidades. Y pienso, claro, en Rafa. Algunos de los aspectos más destacables de sus personalidades serían, por sí mismos, razón suficiente para vincular una vida a las suyas. La creatividad desbordante de Cristian; la complejidad y profundidad introspectiva de Sergio; la embellecida sencillez, lealtad y delicadeza de Elías; y la ternura torpe y entregada de Darío. ¿Y de Rafa? La lealtad incólume del ser humano más generoso que he conocido. La mitad de ellos, heridos; la otra mitad, inexplorados.

Luego estoy yo: permanentemente confuso, ansioso, insaciable, buscando el equilibrio entre la calma y el significado, mientras paseo torpemente por la orilla del mar, de la condición humana, y de la vida, cantado «Leave me alone, because I'm alright, dad, surprised to still be on my own. Oh, but don't mention love. I'd hate the strain of the pain again» de The Smiths.





[1] Gil de Biedma



martes, 28 de mayo de 2024

Te escribo estas letricas...

 

Querido ...:

Te escribo estas letricas (así empezaban las cartas que mi madre me escribía) porque  sé que estás haciendo frente a las primeras decisiones, las primeras incertidumbres, de la vida adulta. Soy consciente, por experiencia propia, cómo estos primeros acercamientos a la vida, este paulatino abandono de las certezas de la infancia, nos expone al desasosiego que, con otras expresiones y otras situaciones, ya no te abandonará nunca. Nada me gustaría más que decirte «todo saldrá bien» o que «alcanzarás todas tus metas», pero te estaría tratando como un niño, y no como el adulto que comienzas a ser. No, ..., no todo saldrá como esperas, ni conseguirás siempre aquello por lo que te esfuerces. Y es que uno de los aprendizajes más duros a los que nos enfrentamos es aceptar que el resultado de nuestras decisiones no es consecuencia única de la propia voluntad y las expectativas que la motivan; si no que es la combinación de estas y de otras variables que no dependen de nosotros, y de las que no tenemos control o influencia. Eso es un aprendizaje muy duro porque no nos educan para el fracaso; de ello se encarga la vida con sus asperezas tan, en ocasiones, descarnadas.

Sin embargo, ..., no pretendo decirte que la vida es un naufragio permanente, una precipitación que se escape por completo de nuestro dominio. No, eso tampoco sería preciso. El cantautor cubano Karel García escribió lo siguiente: «Somos madero en deriva, dentro y fuera de la costa. Somos bardos sin silencio con algunas libertades porque todo prisionero de sí mismo extrae verdades, aunque la verdad no existe. Somos algunas razones con bastante fundamento, somos lo que busca a tientas un futuro que persiste en dejarnos como atados, no en mostrarnos como libres, pues la libertad no existe. […] Somos piedra sobre piedra, piedras de generaciones, que actuamos como mortales y pensamos como flores». A lo que te enfrentas ahora, como ya lo harás el resto de tu vida, es decidir hacia dónde quieres orientar el rumbo de tu vida, asumiendo que habrá tormentas que te forzarán a alterarlo. Ese rumbo, además, no siempre será el que desees mantener, y, en ocasiones, ni siquiera sabrás qué rumbo deseas seguir en ese momento. Ten por seguro que ciertas tormentas te conducirán a travesías inesperadas, forzando a elegir entre rumbos que jamás contemplaste. Pero es que en esa incertidumbre también radica la belleza de vivir. Quien no duda, quien siempre cree saber cómo conducirse con acierto, es porque teme asumir la responsabilidad de vivir en libertad. En esta línea, el teólogo Reinhold Niebuhr escribió: «Dios, concédeme la serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar; valor para cambiar las cosas que puedo cambiar; y sabiduría para reconocer la diferencia».

El poeta José Agustín Goytisolo escribió a su hija Julia un poema que me ha servido como guía a lo largo de la vida, y que incluye estrofas como las siguientes: «Te sentirás acorralada, te sentirás perdida o sola, tal vez querrás no haber nacido. […] La vida es bella, ya verás como a pesar de los pesares, tendrás amigos, tendrás amor. […] Otros esperan que resistas, que les ayude tu alegría, tu canción entre sus canciones. […] Perdóname, no sé decirte nada más, pero tú comprende que yo aún estoy en el camino. […] Y siempre, siempre, acuérdate de lo que un día yo escribí pensando en ti, como ahora pienso». Estos versos ilustran, con la belleza única del arte, lo que pretendo transmitirte con esta carta; que la vida es compleja, con frecuencia dolorosa o angustiante, pero que no estamos solos en el camino; que tú no estás solo en tu camino. La personas que te queremos estamos a tu lado, te acompañaremos mientras vivamos, y hallarás siempre abierta nuestra mano cuando la necesites. Aunque la vida esté colmatada de incertidumbres, aunque en ocasiones creas que caminas en la oscuridad, que lo que hagas carezca de sentido, de lo que te puedo certeza es que no estarás solo. Creemos en ti. No es que creamos que puedas alcanzar todo aquello que te propongas, que no errarás nunca o que todas tus decisiones serán siempre afortunadas, sino que creemos en ti, en la persona que eres, y nada de lo que hagas o decidas, cambiará ese vínculo. No tienes que ganártelo ni merecerlo; te pertenece ya para siempre. Camina, al menos, con esa certidumbre.

Te mando un abrazo muy fuerte.

Javi

 

sábado, 14 de octubre de 2023

Un breve desahogo... y nada más.

 Suele ser como una fina lluvia persistente. Empapa todo tejido, lentamente, hasta llegar a la piel. Sin embargo, a veces, es como un torrente que se precipita sobre mí. Un cauce atropellado, vertiginoso, que me envuelve y me sumerge en ese océano sordo que es la lucidez desprovista de esperanza. Entonces pienso en Pessoa, en Pizarnik o en el estribillo de alguna de esas canciones que me recomendaron no escuchar cuando era adolescente. Entonces soy yo caminando por la sostenida Lisboa, la orilla de un mar hambriento, o recito, entre labios, «¿quién me ha robado el mes de abril?». ¿Cuándo perdí el mes de abril? ¿me lo arrebataron? ¿lo dejé caer por ese precipicio por el que tanto me gustaba asomarme cuando desea que el abismo se asomara a mí? Pero entonces era tan joven… tal felizmente desgraciado al cubrirme con aquella tristeza de otros tan bellamente me desnudaban a través de la poesía. Pero sí, Biedma, la vida iba en serio. Lo sabía sin saber, como se sabe lo que se conoce con la fiereza desafiante de la juventud romantizada. Y sí, Biedma, la verdad desagradable asoma, y su rostro me mira con seriedad.

Escribo esto con los ojos cerrados; sin pensar; sin embellecerlo; sin la espera del eco siempre amable de quienes me quieren. Lo escribo tal y como emerge de mí. Porque yo, cuando soy originalmente yo, cuando me libero de la intelectualidad y la ternura con la que siempre procuro dulcificar mi intimidad, soy ese niño asustado disfrazado de sacapuntas que no podía soltar la mano de su madre durante el carnaval; ese niño con su chándal de felpa verde que se columpia en Zumaia mientras mira con deseo el grupo de niños que juega en el castillito metálico del parque.

Suena Yann Tiersen («But don't be scared, I found a good job, and I go to work every day on my old bicycle you loved») mientras escribo esto. Ayla duerme cerca de mí. El cigarro me marea levemente. El móvil anuncia que me buscan. Nunca he dudado de que soy bien querido por personas hermosas. Nunca me ha faltado un abrazo cuando lo he necesitado. Pero la lluvia no cesa, y no hay químico que detenga, ni por un momento, su humedad irredenta.

Poco a poco, como a latidos, voy retornando la entereza a través de estas letras que sigo escribiendo a ciegas. Pronto volverá la sonrisa; acariciaré a Ayla; cenaré algo; y seguiré con este nuevo libro que cuenta la historia de… Voy a dejar que se desvanezca esta recurrente descarga de lucidez que ha surgido del silencio y la soledad. Mientras tanto, sigue sonando Tiersen («Monochrome flat, monochrome life, only abscence near me, nothing but silence around me»). Será una noche larga hasta que el ácido gamma aminobutírico llegue a los puertos habituales de mi cerebro. Voy a leer un rato. Está bien por esta noche.

domingo, 6 de agosto de 2023

Nos ha costado querernos, la verdad.

 

Su cuerpo romo se desliza suavemente por las sábanas tempestuosas y todavía algo húmedas. Exhausto y embellecido por el esfuerzo del placer, penetra en el sueño con la ingravidez de una llama languida. Aprovecho para admirar detenidamente su piel cúprica, terrosa y café, de la que brotan mínimas lágrimas de sudor con reflejos bromados. Me acerco y la acaricio ante la indefensión de su inconsciencia. El calor que de él emana me alcanza incluso a cierta distancia, evocando en mi memoria sensorial el recuerdo infantil de la leche tibia y el vientre tembloroso de las primeras caricias en la adolescencia. Así, dedico su descanso a escudriñar la topografía viva de su cuerpo, imprimiendo en mis labios el mapa de su desnudez. Velo su sueño con una mezcla de temor y la fascinación, como el vigía de la fortaleza frente al inconmensurable desierto de los tártaros.

Nació muy lejos, allende el océano, donde la tierra y la piel de quienes la habitan se confunde. Hijo de la pobreza y la selva, ambas prendieron en él la atracción hipnótica de los elementos primigenios. Su carácter indómito, inescrutable y orgulloso, fue el precipitado natural de la combinación entre el valor y la inteligencia. Por eso arrancó a la desesperanza y la indolencia la exigencia de dignidad, dejando la protección humilde, pero incondicional, de su familia. ¿Cómo iba a imaginar que su selva nativa, con sus peligros y soledades, no sería sino un pálido reflejo de aquella otra, la urbana, a la que acudiría en busca de libertad? Dejó la miseria de su país, para ir a otro ligeramente menos miserable —como si ciertas miserias permitieran graduaciones—. Y para ese país, y para todos lo que vendrían después, pasó a ser un migrante más cuyo valor lo determinaría el mercado, y no el que es inherente a la elemental condición humana. 

Entonces, sus ojos azabaches se abren súbitamente, iluminándose con el reflejo de un recuerdo recién recobrado. Sonríe como suele hacerlo en esas situaciones; como si la sonrisa acudiese a sus labios por vez primera y apenas pudiera dominar su expresión. Acerca su rostro a escasos centímetros del mío y me coge de las manos —siempre hace esto cuando requiere mi atención absoluta—. Acaba de acordarse de lo afortunado que se sintió cuando alguien le enseñó que podría conseguir algo de comida si se dejaba besar y manosear por algún cocinero en las trastiendas de algunos bares. Brillaban sus ojos como si estuvieran observando, todavía, aquella porción de comida que había conseguido por tan poco... ¡Ese día no tendría que reunirla de entre los restos de los contenedores de basura! Durante unos segundos puedo observar esa felicidad animal en él, la alegría desbocada y pura, limpia y sencilla que es privativa de la infancia, la locura y la senilidad. ¡Se sentía tan afortunado...!

Y yo quiero llorar a gritos; quiero abrazarle hasta cubrirlo por completo; quiero pedirle perdón por todos aquellos miserables que ensucian y embrutecen la existencia propia y la ajena. Pero sonrío con él, y me esfuerzo por darle toda la ternura que soy capaz de reunir más allá de mi angustia y desazón —como me enseñó a hacer mi madre—. Siento un dolor desconocido penetrando hasta las raíces de mis convicciones más elementales, esas que cimentan la manera en que comprendemos y explicamos el mundo y nuestra propia existencia. Y es que uno «conoce» ciertas miserias, pero no las «comprende» en su integridad hasta que no ha sido preso de alguna de ellas. Por ello, no puedo evitar sentir oleadas de pudor cuando me cuenta la felicidad que sintió al poder comprar, por primera vez, algo mullido que interponer entre los cartones y su cuerpo.

«Nunca permitiré que nadie pretenda humillarme por algo que me permitió salir de la pobreza más absoluta» —me advierte con su fiereza habitual. No es a mí a quien desafía, claro, sabe que esos juicios me resultan ajenos y, en todo caso, consecuencia de la ignorancia del privilegiado. Y es que, si hubiera diferentes tipos de dignidad, él alcanzaría el mayor grado en alguno de ellas. 

Nos ha costado querernos, la verdad. Alguien como él no puede permitirse la vulnerabilidad de exponer la intimidad última, aquella que dota del calor suficiente al alma para superar los momentos de mayor angustia, cuando la vida descerraja las últimas puertas que nos protegen del abismo.

Podría seguir describiendo cómo despiertas lentamente, y cómo la primera sonrisa que me dedicas es siempre pícara, desafiante y burlona. Pero prefiero besarte, y finalizar con unos versos de Antonio Vega escritos para ti.

[...] Donde las haya, tenaz, mujer de cartas boca arriba
Siempre dispuesta a entregar, antes que sus armas, su vida.

Mujer hecha de algodón, de seda, de hierro puro
Quisiera que mi mano fuera
La mano que talló tu pecho blando de material tan duro [...]