Pronto cumpliré 43 años. Probablemente unos años más que el ecuador de mi vida. En esta noche, quizás colmatada por tantas otras como esta, me pregunto si he tenido algo similar a ese arquetipo de amor paroxístico, referencia inalcanzable a partir de la cual rebajamos todo sucedáneo —inherentemente insuficiente por su condición de realidad—, y que solemos proyectar con la expresión «el amor de mi vida». Supongo que tengo la lucidez suficiente —o el malestar latente suficientemente prolongado— para saber que no existe tal cosa si uno es lo suficientemente severo como para ser honesto consigo mismo. Pero soy un humano, y preciso, en ocasiones, la serenidad de invocar un pasado que jamás existió —«Y nos volvemos atrás, hacia el pasado engañoso cerrándose sobre el mismo temor actual, que día a día entonces también conocimos[1]»—. Escribió Michel Houellebecq que «la existencia individual, revelada al animal en forma de dolor físico, solo llega a las sociedades humanas a la plena conciencia de sí misma gracias a la mentira». ¿Y qué sería esa mentira —la certeza de merecer ser amados/as sin condición— sino la herramienta precisa para dotar de significado a nuestra propia existencia? La soledad y la búsqueda de un sentido, expresiones que nos precipitan, inexorablemente, al terror primigenio de la condición humana: la angustia ante la muerte. ¿Cómo amar plenamente si, para ello, deberíamos desprendernos de todo miedo existencial? Como escribió Irvin Yalom, «si no somos capaces de abrazar nuestra propia soledad, utilizaremos al otro como escudo contra nuestra soledad». ¿Cómo amar plenamente sin obviar la insaciable sed de ser amado con esa misma condición? ¿A partir de qué punto la asunción de las convenciones sociales muta la voluntad sincera de amar en un ejercicio desesperado de desasosiego?
Ninguno de los proyectos de amor
que he comenzado ha soportado un mínimo contraste con la realidad —y no es
azarosa la elección de esas palabras, puesto que todo proyecto de amor ha
partido, en mi caso al menos, de un acto volitivo sustentado por unas bases de
atracción elementales—. Y sí, asumo que ello no es más que una
muestra de mi resistencia a la espontaneidad, pero quienes sufrimos la peste de
la ansiedad sabemos que la naturalidad es un lujo que solo podemos permitirnos
a mínimas dosis. En cualquier caso, amar no es condición para construir una
vida en pareja. Considero que una relación de pareja es un proceso constructivo
compartido entre dos voluntades por cimentar las bases de un futuro compartido.
Pero este no es el objeto del texto, y no deseo adentrarme en esas digresiones.
Si buscara candidatos a haber
sido objeto de un “amor romántico” por mi parte, no podría sino seleccionarlos
de entre los fracasos más estrepitosos. Y es que todos ellos fueron una
sucesión de decepciones que iban sofocando los rescoldos de infancia que se
resistían a la extinción. Si miro atrás en el tiempo, las lascas de esa
esperanza por un amor correspondido marcan
un camino retrospectivo con intervalos cada vez más espaciados. Quienes con esa
aparente pretensión se acercan a mí, hallan una paciencia cada vez más
debilitada, más propensa a evanescerse ante los primeros signos de derrota.
Supongo que a eso se refería Houellebecq cuando escribía que, con la pérdida de
la juventud y las esperanzas, las personas se rinden a «buscar una relación
tierna que no encuentran, una pasión que ya no son realmente capaces de sentir;
[y que] entonces, empiezan para ellas los años difíciles». El
debilitamiento de la aspiración de ser amado no sería contingente del
ineludible deterioro físico o de la pérdida del natural atractivo de la
juventud —aunque, probablemente, lo estimule—, sino de la paulatina toma de
conciencia de que eludir establecer relaciones afectivas normativas conduce, en
una carrera cada vez más vertiginosa, a la soledad violenta de ser fugazmente
deseado de manera intermitente. Quizás puedan sugerir mis palabras un resquemor
latente de frustración. Y quizás, incluso, sea cierto. Sin embargo, me atrevo a
afirmar que he sido amado en cierto grado —si asumimos que «amar» implica una
graduación—. Y, además, en algunos casos, por parte de personas excepcionales.
Recientemente, alguien me escribió: “te amaba”. La verdad, no recuerdo que me
lo dijeran así nunca, de una manera tan inequívoca y vulnerable. Me conmovió,
cuando creía que ya nada lo lograse. Lo hizo, particularmente, porque quien me
lo dijo es alguien para quien esas palabras todavía conservan su significado
original. Y es que «amar» en estos tiempos es una expresión de rebeldía, en
tanto implica la renuncia al valor cúspide de nuestros tiempos: el
individualismo.
No deja de sorprenderme que la
mayoría de las personas homosexuales más interesantes que conozco estén
solteras. Pienso, sobre todo, en Sergio, Cristian, Elías, Darío… Todas
ellas, personas lúcidas, complejas y divertidas. Cada una con su idiosincrasia,
con la particular expresión de sus complejidades. Y pienso, claro, en Rafa.
Algunos de los aspectos más destacables de sus personalidades serían, por sí
mismos, razón suficiente para vincular una vida a las suyas. La creatividad
desbordante de Cristian; la complejidad y profundidad introspectiva de Sergio;
la embellecida sencillez, lealtad y delicadeza de Elías; y la ternura torpe y
entregada de Darío. ¿Y de Rafa? La
lealtad incólume del ser humano más generoso que he conocido. La mitad de
ellos, heridos; la otra mitad, inexplorados.
Luego estoy yo: permanentemente
confuso, ansioso, insaciable, buscando el equilibrio entre la calma y el
significado, mientras paseo torpemente por la orilla del mar, de la condición
humana, y de la vida, cantado «Leave me alone, because I'm alright, dad,
surprised to still be on my own. Oh, but don't mention love. I'd
hate the strain of the pain again» de The Smiths.