Pensaba en mi madre escribiendo apenas “unas letricas” en la consulta, como siempre comenzaban sus cartas, o mi hermana con su letra rechoncha. Pero sobre todo imaginaba sus manos apoyadas sobre el papel, imaginaba el proceso de escritura, el rasgado del papel. Observaba con especial interés los errores que hubiera, los tachones, porque eso las hacía tan reales, tan cálidas... Imaginaba el doblar del papel, la lengua cerrando el sobre, el sello y por último el camino recorrido hasta el buzón.
Algunas cartas fueron fundamentales en mi desarrollo, otras sencillamente eran para decirme que se acordaban de mí, o mi madre contando cómo había sido la tarde. Daba igual el contenido casi siempre, porque lo importante era que por muy lejos que estuviera, por mucho frío o soledad que sintiera, tenía en mis manos el hogar que necesitaba. Recibir una carta es un placer del que ningún ser humano debería ser privado.
Almaceno las cartas en dos cajas de zapatos antiguas, como se hacía antes. Las he ordenado muchas veces, por fecha, por el remitente, por tamaños. No sé cuántas tengo, pero probablemente serán unas doscientas, y sin embargo me atrevo a decir que las conozco todas. Hay algunas de ellas que ya no necesito abrir, otras con sólo verlas se me saltan las lágrimas, otras me río, veo los dibujos en los sobres (a Raúl le encantaba hacer eso). Entonces las leo, cada cierto tiempo, y reconstruyo partes de ese siempre velado pesado que supone mi infancia. Al leerlas, es como si la persona me leyera susurrando al oído. Los años se superponen, los recuerdos se atropellan y vuelvo a sentir esa emoción única que es recibir una carta.
Esta práctica del correo postal va desapareciendo. Con el correo electrónico, tan inmediato, tan legible, tan fácil, ganamos en presente y perdemos en pasado y futuro. Desde luego yo mismo utilizo mucho el correo electrónico, pero nunca, nunca, nunca, un correo electrónico me despertó la emoción que me producía las cartas postales. El e-mail se pierde en un código anónimo que nunca conoció de debilidades y torpezas. Una letra es igual que otra, y una palabra es la suma de esas letras clonadas. Al escribir a mano, las palabras toman cuerpo, se hacen únicas, porque nunca se escriben igual dos palabras. “Te quiero”, aquí, es la suma de letras, en papel, es toda una palabra que late, se esconde o grita, pero que de ninguna manera puede compararse con las otras. Los correos se almacenan, ceros y unos, junto a la música, las fotos o lo que sea. Un carta es como un ser vivo único atrapado en un espacio de tiempo.
El siglo en el que vivimos, como ya he dicho en otros artículos, es el de lo inmediato, esto es bueno no si es bueno en sí, sino si puedo utilizarlo ahora, en este momento. Es muy práctico el e-mail, para muchas cosas, desde luego ha fomentado la escritura y la comunicación, pero suponiendo un precio realmente elevado. Como también es propio de este siglo, frente al avance y a la velocidad, queda atrás el romanticismo, la humana espera. Además, hay ciertas cosas que sólo se pueden decir con una carta, es más, que sólo se deben decir en una carta.
No quiero que me confundáis, no me opongo a internet, ¡Dios me libre!, es sólo que tiendo a mirar atrás con nostalgia y veo lo que vamos dejando en el camino. Una vez más, perdió lo difícil frente a lo fácil. Esta sociedad de la Tecnología no tiene piedad con la serenidad, no tiene descanso. Y yo, a veces, cuando voy a casa de mi madre, saco las dos cajas de zapatos, y me cubro de todos y todos aquellos momentos que las cartas me evocan.
Sé que algunos me llamarán retrógado, anticuado, y es posible que lo sea, pero sé también que me entenderán perfectamente aquellas personas que, al igual que yo, consiguieron dormir felices y tranquilos, por fin, con una carta entre las manos.