martes, 18 de diciembre de 2007

Recuerdos de cuando el correo era un carta


Mi familia no ha sido modélica en absoluto. Ni mi cama fue siempre cálida, ni las comidas de mi madre especialmente sabrosas. Pero a falta de ese hogar convencional, mi madre supo darnos otro lugar al que volver, en el que sentirnos acogidos, cuidados y queridos. Ese espacio íntimo son todas las cartas que recibimos de ella, la correspondencia que recoge nuestra infancia y que siempre estuvieron en el momento oportuno. Siempre que hemos estado separados, especialmente mi hermana, mi madre y yo, nos hemos escrito multitud de cartas. Recuerdo con especial cariño… No, “cariño” no es la palabra. Sería más correcto decir que recuerdo la felicidad que sentía cuando todos y cada uno de los días que pasé fuera de casa, ya fuera en Inglaterra o en cualquier otro lugar, encontraba sobre mi plato del desayuno una carta de mi hermana o de mi madre, o de ambas. La imagen de bajar las escaleras a todo correr y ver, a lo lejos, el sobre blanco apoyado en la taza de la leche, o sobre el plato, me envuelve de hogar. Abrir la carta con sumo cuidado, leer siempre la última frase primero. Mirar el papel, tocar las letras, acariciar la carta… Es una sensación que sólo se puede conocer si se ha vivido. De pronto esa carta te da un hogar, te da un nombre, una razón, algo que te hace inmediatamente único.

Pensaba en mi madre escribiendo apenas “unas letricas” en la consulta, como siempre comenzaban sus cartas, o mi hermana con su letra rechoncha. Pero sobre todo imaginaba sus manos apoyadas sobre el papel, imaginaba el proceso de escritura, el rasgado del papel. Observaba con especial interés los errores que hubiera, los tachones, porque eso las hacía tan reales, tan cálidas... Imaginaba el doblar del papel, la lengua cerrando el sobre, el sello y por último el camino recorrido hasta el buzón.

Algunas cartas fueron fundamentales en mi desarrollo, otras sencillamente eran para decirme que se acordaban de mí, o mi madre contando cómo había sido la tarde. Daba igual el contenido casi siempre, porque lo importante era que por muy lejos que estuviera, por mucho frío o soledad que sintiera, tenía en mis manos el hogar que necesitaba. Recibir una carta es un placer del que ningún ser humano debería ser privado.

Almaceno las cartas en dos cajas de zapatos antiguas, como se hacía antes. Las he ordenado muchas veces, por fecha, por el remitente, por tamaños. No sé cuántas tengo, pero probablemente serán unas doscientas, y sin embargo me atrevo a decir que las conozco todas. Hay algunas de ellas que ya no necesito abrir, otras con sólo verlas se me saltan las lágrimas, otras me río, veo los dibujos en los sobres (a Raúl le encantaba hacer eso). Entonces las leo, cada cierto tiempo, y reconstruyo partes de ese siempre velado pesado que supone mi infancia. Al leerlas, es como si la persona me leyera susurrando al oído. Los años se superponen, los recuerdos se atropellan y vuelvo a sentir esa emoción única que es recibir una carta.

Esta práctica del correo postal va desapareciendo. Con el correo electrónico, tan inmediato, tan legible, tan fácil, ganamos en presente y perdemos en pasado y futuro. Desde luego yo mismo utilizo mucho el correo electrónico, pero nunca, nunca, nunca, un correo electrónico me despertó la emoción que me producía las cartas postales. El e-mail se pierde en un código anónimo que nunca conoció de debilidades y torpezas. Una letra es igual que otra, y una palabra es la suma de esas letras clonadas. Al escribir a mano, las palabras toman cuerpo, se hacen únicas, porque nunca se escriben igual dos palabras. “Te quiero”, aquí, es la suma de letras, en papel, es toda una palabra que late, se esconde o grita, pero que de ninguna manera puede compararse con las otras. Los correos se almacenan, ceros y unos, junto a la música, las fotos o lo que sea. Un carta es como un ser vivo único atrapado en un espacio de tiempo.

El siglo en el que vivimos, como ya he dicho en otros artículos, es el de lo inmediato, esto es bueno no si es bueno en sí, sino si puedo utilizarlo ahora, en este momento. Es muy práctico el e-mail, para muchas cosas, desde luego ha fomentado la escritura y la comunicación, pero suponiendo un precio realmente elevado. Como también es propio de este siglo, frente al avance y a la velocidad, queda atrás el romanticismo, la humana espera. Además, hay ciertas cosas que sólo se pueden decir con una carta, es más, que sólo se deben decir en una carta.

No quiero que me confundáis, no me opongo a internet, ¡Dios me libre!, es sólo que tiendo a mirar atrás con nostalgia y veo lo que vamos dejando en el camino. Una vez más, perdió lo difícil frente a lo fácil. Esta sociedad de la Tecnología no tiene piedad con la serenidad, no tiene descanso. Y yo, a veces, cuando voy a casa de mi madre, saco las dos cajas de zapatos, y me cubro de todos y todos aquellos momentos que las cartas me evocan.

Sé que algunos me llamarán retrógado, anticuado, y es posible que lo sea, pero sé también que me entenderán perfectamente aquellas personas que, al igual que yo, consiguieron dormir felices y tranquilos, por fin, con una carta entre las manos.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Pornografía y Tadzio luchando en la playa

Este artículo es el resultado de una petición que me hizo un amigo. Me pidió que hablase de la pornografía, que dijera qué me parece, mi posición, etc. En cuanto me lo dijo, me vino a la memoria la primera escena que leí en el libro “Las edades de Lulú”, escrito por Almudena Grandes. En dicha escena, Almudena relata lo que va sintiendo mientras observa, en una película pornográfica, una secuencia sexual entre dos hombres musculados. Recomiendo sin lugar a dudas que se lea, porque transmite perfectamente cómo dentro de ella se va produciendo un cambio tanto físico como mental mientras vela escena de sexo. Poco a poco, va comprendiendo el significado de las imágenes, un significado que sobrepasa lo evidente, incluso lo fisiológico, y alcanza las últimas fronteras de la moralidad íntima más elemental. Es decir, va despertando en ella la sexualidad más descarnada, libre de delicadezas e insinuaciones. El hombre más fuerte es obligado a arrodillarse y a someterse al dictado caprichoso y lascivo de su dominador. Esa escena comprende la diferencia entre el erotismo y la pornografía, pues describe, en un libro erótico, una escena pornográfica.

Esta diferencia es fundamental. El erotismo permite a la imaginación crear, dominar los significados, y otorga al protagonista la potestad de colocar las fronteras, de acotar los gestos y su gravedad. Pero la pornografía obliga a la acción, al movimiento, enmudece la imaginación y conduce a la mente al lugar más animal, más ciego de la delicadeza. No permite la duda, ni la huída, ni las fragilidades. La pornografía es ya un caer vertiginoso y húmedo en el que uno se deja atrapar o logra escapar, pero no hay términos medios. Quizás ese desmembramiento de significados tan interpretables sea el que hace que la pornografía descienda a las profundidades del siempre inquietante despertar sexual. Así, la diferencia también tiene un origen biológico, me atrevería a decir que el erotismo se sitúa en la corteza cerebral y la pornografía anida en estructuras talámicas originales. Comprender la diferencia nos permitirá disfrutar de ambas expresiones de comunicación sensual.

La pornografía puede parecer hosca, soez, y en muchas ocasiones lo es, sin duda. Pero también el erotismo puede ser ridículo si no es bien conducido. Cada uno de ellos tiene su espacio, el lugar en el que expresarse acorde a su naturaleza. El erotismo tiene un marcado aroma literario, y la pornografía audiovisual. Pero a veces pueden cruzar ambas fronteras fructíferamente. Por ejemplo, recomiendo leer el capítulo del encuentro entre Viernes y Robinson del libro “La vida sexual de Robinson Crusoe”, o el mismo libro anterior de “Las edades de Lulú”. Ambos están cargados de escenas que sobrepasan el erotismo y acarician con los dedos el terreno de la obscenidad pornográfica. Encontrar escenas eróticas puras y finas en el cine no es tarea fácil, pero sin duda sobresale la escena última de Tadzio paseando por la playa, en “Muerte en Venecia” de Visconti.

¿Y películas pornográficas? Bueno, ése también es un mundo amplio, como el de la literatua erótica. Directores que me gusten, pues algunas cosas de Sebastian Bleisch y, por supuesto, Cadinot. Son clásicos, grandes. Pero apartando la morralla actual de musculocas, posiciones vertiginosas antinaturales y demás excesos innecesarios, otros directores se abren paso, aunque actualmente son más bien productoras, tales como Bel Ami, 18 Today, Hyde Park Production… Es curioso ver el desarrollo de la pornografía a lo largo de la historia. Desde que comenzó el cine, existe la pornografía, pero para hablar de la historia de la pornografía se necesitaría otro artículo o varios. Sin duda es muy interesante, y puedo decir, a modo de anécdotas, que grandes líderes políticos eran asiduos a la pornografía, por ejemplo, Hitler regalaba a Stalin películas pornográficas alemanas como muestra de amistad, o que las primeras películas porno de principio de siglo XX combinaban escenas de sexo homosexual (también entre hombres) y heterosexual de forma normal.

Si tuviera que dar una opinión final sobre la pornografía, diría que es un género más dentro del cine, tan absoluto como cualquier otro. A veces, cuando llego a casa cansado y quiero desconectar, me pongo una película mala americana de invasiones o catástrofes, otras me pongo cine de autor, si quiero reírme, a veces veo alguna peli de Woody Allen, otras me pongo de Leslie Nielsen… Así como tengo en la mesita “Ensayo sobre el entendimiento humano” de John Locke y al lado “Las más disparatadas historias de Leyendas Urbanas”. Es decir, creo que hay que intentar adecuar las expectativas personales con las pretensiones del libro o película. Así que, Antonio, como dice ese gran lema comunista “De cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades” podemos aplicarlo al arte en general y, en referencia al articulo actual, a la pornografía.

Por cierto, recomiendo ver ese nuevo híbrido que está apareciendo en el cine que pasea dudoso entre la pornografía y el erotismo, dentro del cine comercial. Películas como “ShortBus” o cualquier del irregular director Larry Clark, pero especialmente “Ken Park”.