miércoles, 26 de enero de 2011

Las caracolas perdidas







Necesito agotarte, consumirte, derrotarte. Necesito que te desesperes en el intento, necesito tu frustración, tu vencimiento, tu fracaso. Necesito que me odies, que llores de rabia y decidas tirar la toalla. Que te lamentes hasta el tuétano de tus errores, de desafiar a la naturaleza, de imponer tu voluntad a la razón. Necesito ver tu sangre esparcida por el suelo, tu rostro empapado de tierra y barro. Necesito que de tu boca entreabierta emane un caudal denso de vencejos oscuros volando de ira. Que rasgues mis dibujos, rompas los ceniceros de barro que nunca supe hacer bien, y pisotees todo lo que he hecho por ti. Dame rabia porque sabré que es amor, dame violencia porque sabré que es hogar, dame desprecio porque lo doraré y me cubriré con él sabiendo que la tejieron tus esperanzas.

Estoy harto de la ciencia, harto de la razón, de la cita, de la historia, de la sonrisa perfecta y la mirada comprensiva. Estoy harto de ser sin ser, de conocer sin saber. Harto de tanto mineral, de tanta lógica, de tanta lucha política. Que ardan todos mis poemas por una sola de tus iras, que se borren todos los recuerdos que un día me hicieron sonreír, que se consuma todo en un segundo. Todo, a cambio de un pedazo de tu vida, uno que te arranques y me ofrezcas gritándome “toma, es tuyo, te pertenece más que nunca”. Coge tu corazón herido en la mano y dame un pedazo sano.

No reclames lo que dejaste morir, porque lo que crees amar no es más que un resto desesperado, artificial, apenas sobrevivido, de lo que un día llevaba un pijama verde y buscaba caracolas entre los riscos de Itzurun. ¿Por qué las tiré al mar de la infancia dejando que la marea baja las alejara con esa tristeza fría de los acantilados? ¿Cómo esperar la más hermosa de las rosas sin desear sus espinas? ¿Y qué pasa cuando la rosa ennegrece sus pétalos y cae deshojada? ¿Acaso hay belleza que no sea efímera? No le pidas comprensión por ser ya sólo tallo y espinas. Que mejor muere el animal en libertad que vive el cautivo.

Ahora cada felicitación es una bofetada íntima, cada logro un retroceso, cada conquista una derrota más en esa guerra brutal y necesaria que nunca deseé y en el que soy el soldado fiel y acecho permanente. No escuches mis palabras porque miento más de lo que entiendo, y escondo más de lo que conozco. No mires mis gestos, ni mis actos, no los midas con tus esperanzas sino con mis carencias, mis fronteras y mis ausencias. Que no soy ni tan bueno, ni tan sabio, ni tan equilibrado. Soy un agua turbia que ni siquiera esconde ya los misteriosos secretos que otros desean. Soy piñata usada, restos de fiesta, un traje elegante y orgulloso que esconde la desnudez más íntima.

Estoy cansado, terriblemente cansado. Quiero leer y no buscar mis dudas en las palabras de otros, no alcanzar la conciencia en los versos de un poeta. Quiero vivir, vivir, vivir. Vivir como un ave en libertad, como un líquido en el mar, una brizna en la tormenta. ¿Cuántos silencios necesitas para escuchar mis gritos? ¿Cuántas sonrisas para ver mis lágrimas? ¿Cuántos amigos amados para ver mi soledad? ¿Qué más tengo que escribir, que decir, que mostrar, que sangrar, para que comprendas que sólo es tu mano sincera lo que necesito? ¿Qué más cadenas he de romper para que veas mi prisión fortalecida a cada paso? No soy yo quien me liberará de cautiverio, y sólo yo puedo hacerlo. No me importa morir si encuentro una razón para hacerlo.

Necesito que cierres mis ojos con un beso, que me leas un cuento al dormir. Necesito tantos cuentos… Y que me arropes, que me digas que no me va a pasar nada. Que me digas que un día alguien me querrá sin más, sin cláusulas, sin esfuerzos. Que el amor no es un negocio, ni es un pacto, ni un reto que alcanzar. Ni por supuesto, y esto es lo más importante, algo que me deba ganar con mi esfuerzo. Dime que el amor no se describe, no se compone, no se alcanza en cuerpos yermos y fríos como troncos desvencijados.

Y nunca pasa nada, ni nada es ya realmente importante porque el pasado nunca se quedó ahí. El camino deja herida en la retina. Y cansa. Es entonces cuando la noche, la soledad, sube la marea y me devuelve las caracolas vacias y quebradas. Por eso necesito que agotes hasta tus últimas fuerzas y que cuando yo desee mi muerte, cuando te observe avergonzado, cuando sienta que soy la última trinchera de tu derrota, entonces te levantes de tu agotamiento, de tu tristeza, de tu amargura, y vengas a mí, me cojas la mano, y me digas “estoy contigo, a tu lado, duerme tranquilo que yo protegeré tus sueños”.

Entonces no tendré caracolas, ni tendré columpios, ni puede que desaparezca el cinismo cruel que apenas comienzo a dominar. Seguramente nada cambie, y el miedo siga campando con fiereza en mis dominios agotados, pero por lo menos dormiré tranquilo una noche. Puede ser, y digo sólo que puede ser, que esta vez no llore con mi corona de papel cuando salga al escenario. Déjame ver que después de todo, te levantas por mí, sólo por mí, y que lo harías aunque mi cuerpo ya no albergara vida, aunque hubiera fracasado absolutamente en la vida. Necesito saber, saber muy dentro, que a pesar de todo lo harías por mí.

martes, 4 de enero de 2011

Para ti.


“Cada vez me cuesta más encontrar un sentido a la vida”. Rafa mira a la plaza con los ojos abrasados, quebrados, mientras rinde sus palabras derrotadas contra el mármol pálido y salpicado de la Fuente del Turia. Cuando Rafa crepita la tristeza nunca pasa mucho tiempo en su bramido, y uno parece observar cómo un ave se aleja tras un descanso volátil y frágil como su vuelo. Me cuesta ver a Rafa así porque para mí él es acogimiento, calor, descanso… hogar. Quizás él sea lo más cercano a un hogar que he sentido nunca. Y me siento aturdido, asustado, como un niño que ve llorar a su padre por primera vez. Apoyo mi cabeza en su hombro y cierro mi silencio sobre él. Nada de lo que le pueda decir será nuevo entre nosotros, creo que ya nos hemos dicho todo lo importante, y ahora sólo queda ese silencio cómplice, como columnas de aire que sostienen el tiempo ya imperecedero entre dos amigos. Me gustaría tanto poder acoger tu dolor con la misma firmeza, el mismo calor, la misma delicadeza, con el que tú acoges el mío… entonces me acuerdo de esa canción de Aute que dice: “hoy daría lo que fuera porque mi mano y mi mente sean capaces de sentir lo que una escribe, y escribir lo que otra siente”. Pero sólo puedo estar a tu lado en silencio. Entonces querría ser cuento de Miguel Hernández, y que alguien me leyera para calmar tu daño.


Pero la plaza no se inmuta por nosotros. Los niños corren y caen tras las palomas, las parejas comparten helados, unos chicos tocan una guitarra en sus escalones, otros venden cervezas como si lanzasen palabras aterradas que alivian en un suspiro. No, nada se inmuta, y nada cesa. El Miguelete mira a lo lejos asomando su espalda de piedra atrayendo mi mirada que no sabe dónde posarse, cansada de tanto suelo atronador. Una campanada llega hasta nosotros y se abre como una flor que ardiese en las conversaciones de la gente. En ese instante pienso que tus lágrimas serán las mías, como eran tuyas las mías, y que el tiempo nos conduce a todos por los mismos senderos, que las emociones humanas son limitadas y todos pasamos por ellas, que las razones se alcanzan y se construyen, y casi todos las poseemos en algún momento, pero por mucho que nos alivien un tiempo, al final se harán insuficientes y, finalmente, innecesarias. Y que lo único que finalmente permanece es, paradójicamente, lo efímero de nosotros, y lo hermoso que es reconocerlo y compartirlo.


Mi querido Rafa, yo creo que la vida no tiene sentido, que el propio sentido es en sí mismo una construcción humana, un alimento desesperado de la inteligencia para creerse a sí misma. Buscar razones, sentido a la vida, es cegarse a sabiendas. Porque lo cierto, mi Rafa, es que la vida no tiene sentido, por lo menos no más sentido que el mismo vivir. Somos los únicos seres vivos que nos cuestionamos para qué estamos aquí. El resto, sencillamente, vive. Te parecerá una tontería pero siempre que voy a trabajar me detengo a sonreír a un gato que suele estar tumbado sobre un buzón de correos. Descansa con una cara de placer… (si es que los gatos pueden poner caras). Le envidio. Está tumbado ahí porque hace el hierro del buzón se calienta y es cómodo. Creo que no se pregunta si la vida tiene sentido, y creo que tampoco es feliz porque no tiene sentimientos (a pesar de que me costara una discusión con Sergio), sencillamente vive. Nosotros no podemos existir sin más. Los seremos humanos necesitamos razones, causas, motivos… como necesitamos oxígeno. Pero siempre he creído que la felicidad de los humanos, la mayor que conozco, a la que aspiro alguna vez, es aquella que se puede encontrar en los versos de Machado. Es una felicidad clara y limpia como los campos de castilla que tanto amó. En sus versos, habla del hombre como “una bestia paradójica, un animal absurdo que necesita lógica”, pero también dice, y a ésta me refiero, “y en todas partes he visto gentes que danzan o juegan, cuando pueden, y laboran sus cuatro palmos de tierra”. Rafa, yo cada vez tengo más claro que ahí radica el sentido de vivir. No hay razones superiores, no hay causas últimas, sólo hay la vida, la propia vida. Y sobre todo, sobre todo, la vida que compartimos con otros.


Me decías que te daba pena que hubiera tomado las uvas así… ¡Pero estabas tan equivocado! Rafa por primera vez en mi vida empiezo a comprender que hay un sentido en la vida, y además empiezo a creerlo. Y ese sentido no tiene razón si no es por la gente que quiero. Sabes que daría todo lo que poseo, todo lo que soy, por ti, porque sé que tú harías lo mismo. Y ése es mi sentido de la vida. No me refiero a la entrega ciega, a la lealtad por decreto, ni nada de esas tonterías. Me refiero a sentir que vivo acompañado, que cuido y me cuidan, que quiero y me quieren. Recuerda lo que decía Goytisolo, y que tú mismo me lo leíste “Tu destino está en los demás, tu futuro es tu propia vida, tu dignidad es la de todos”. Si lo dejo todo porque quizás alivie algo de tu sufrimiento, me siento feliz por querer tanto a alguien como para estar dispuesto a hacerlo. Rafa, la vida no nos necesita, y toda lucha contra ella, toda negociación, toda claudicación, es en sí un absurdo, una ira contra el océano. Porque la describamos no la hacemos más precisa, aunque quizás sí más bella. Porque la estructuremos no la hacemos más segura, pero quizás sí más cómoda.


El día anterior José me había dicho que iba a ser padre. No hace falta la paradoja, tú ya me entiendes. Este tren no cesa, y yo por lo menos no voy a salar mis campos en la retirada ni incendiar mis ciudades. Carpe Diem no significa vivir hasta la extenuación, como este tiempo atropellado y egocéntrico nos intenta hacer creer (o consumir, que ya es lo mismo). Carpe Diem significa vivir el presente, aceptarlo con humana humildad pero intentado ser plenamente feliz cuando haya razones, y plenamente triste cuando también las haya. No hay que huir de la tristeza, como no huimos de la alegría. Todo es camino, y lo vamos a recorrer de igual manera. La voluntad, Rafa, es como una vela que orientamos frente a un viento incesante. Podemos ir más rápido o más lento, más firme o más inestables, pero ninguna vela dominará el viento.


Me despido con otros versos de Machado y Goytisolo. “¿Dices que nada se crea? No te importe, con el barro de la tierra, haz una copa para que beba tu hermano”. Y sobre todo, Rafa, sobre todo…



Recuerda, recuerda, recuerda lo que un día yo escribí pensando en ti, como ahora pienso.