martes, 5 de octubre de 2010

Sísifo en esta noche (en todas)





Cuenta Proust que durante una de aquellas fiestas de la alta sociedad francesa de finales del siglo XIX (y que tan bien describió en su obra magna), a las que por aquel entonces era asiduo, conoció a una joven señorita que debía ser de gran belleza. En algún momento debió reunir suficiente valor quizás acumulado por la seguridad que le generaba ser un caballero de cierta edad curtido en las sutilezas y la elegancia de aquellos salones recargados) para invitar a aquella dama a desayunar al siguiente día. Ella, tras escuchar la invitación de aquel caballero, rió y se supone que declinó la oferta. Digo se supone porque me parece que eso ya no lo dice. No hizo falta. Aquella risa penetró en su conciencia con una verdad descarnada, cruel y hasta entonces no atendida. Comprendió súbitamente que aquella risa escondía, sin mucha elegancia, el claro mensaje de que una señorita tan joven no iría a desayunar con alguien tan mayor. Esa realidad evidente, pero invisible en la juventud, se le reveló con la crueldad propia de lo irreversible. Se dio cuenta de que el tiempo había pasado sigilosamente tras los años, y que aquel futuro que siempre parecía esperarle cuajado de posibilidades sólo había sido una ilusión, un espejo inalterable, combustible para quemar inconscientemente el presente. Los años habían pasado llevándose con ellos la juventud, la vida, el tiempo. Sintió que nada dejaba al mundo, que el tiempo era irrecuperable y que lo había perdido creyendo que era eterno (¿cómo no va a serlo cuando uno es joven?). Tan pronto como comprendió esta realidad en la risa terrible de aquella joven, corrió hacia su casa y comenzó a escribir una de las obras fundamentales de la literatura universal: “En busca del tiempo perdido”.



Sin llegar a ser un salón social dieciochesco, ni yo mínimamente Proust, recuerdo una escena semejante que me ocurrió en la adolescencia. Estábamos todos los amigos de entonces en el salón de casa, de la casa que compartimos cuando nos independizamos unánimanente al comenzar la universidad, discutiendo de política como cada noche, entre guitarras, vino y porros. Discutíamos acaloradamente sobre cuál había sido el factor clave en el desarrollo de la humanidad. José, evidentemente, decía que la lucha de clases. Secundado por el resto de amigos que, como él, digerían con mayor o menor disfrute, las obras de Marx. Yo, por mi parte, que había quedado impresionado por las tesis de Erich Fromm, defendía que no era la lucha de clases sino el miedo a la libertad, lo que había hecho que la humanidad se hubiese desarrollado como lo había hecho. José, el mejor contrincante dialéctico que he tenido en mi vida, citaba a Marx y Engels (como se reza a Dios ante su altar, que diría Bécquer). Yo, seducido por aquel marxismo psicoanalizado, sacaba Fromm, Freud, etc. Dos egos intelectualoides enfrentados desde sus altares de orgullo e ignorancia. En mitad del fragor de la batalla/discusión, Rafa (creo que fue Rafa) preguntó a una chica que había traído y que había pasado del todo inadvertida por nosotros (demasiado terrenal para merecer nuestra atención) según su juicio qué era lo que había determinado el desarrollo humano. La chica, con una humildad infinita, dijo que ella creía que la muerte era lo que había movido a los seres humanos. La muerte, la certeza del fin, lo inevitablemente efímero del ser, el temor al después, la angustia del desperdicio... José y yo quedamos en silencio. No discutimos más. Días después todavía nos mirábamos acongojados y avergonzados. No sé qué me dolió más, la nueva angustia del fin, la derrota estrepitosa de nuestra discusión o la bofetada de humildad que nos había dado esa chica tímida, callada y delicada como un suspiro.



No es que yo no hubiese pensado nunca en la muerte, ¡Claro que lo había hecho! De mi pared colgada un poema de Baudelaire, sonaba siempre en mi cuarto música triste donde la muerte era la máxima expresión de la vida, el Che muriendo nítido, acribillado, por un ideal y yo le habría seguido ciegamente por aquellas montañas bolivianas, era la bala justificada de Larra atravesando el romanticismo español... Pero todo aquello era realmente ajeno a mí. Lo vivía con pasión, como se vive todo aquello que todavía no se ha vivido pero que se desea ardientemente vivir. Sabía de memoria, y todavía recito algunas estrofas de forma casi inconsciente como una oración involuntaria en los labios, las estrofas de Manrique:


Recuerde el alma dormida,
avive el seso e despierte
contemplando
cómo se passa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el plazer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parescer,
cualquiere tiempo passado
fue mejor.

[...]

Los plazeres e dulçores
desta vida trabajada
que tenemos,
non son sino corredores,
e la muerte, la çelada
en que caemos.
Non mirando a nuestro daño,
corremos a rienda suelta
sin parar;
desque vemos el engaño
y queremos dar la vuelta
no hay lugar.

[...]

Esos reyes poderosos
que vemos por escripturas
ya passadas
con casos tristes, llorosos,
fueron sus buenas venturas
trastornadas;
assí, que no hay cosa fuerte,
que a papas y emperadores
e perlados,
assí los trata la muerte
como a los pobres pastores
de ganados.

[...]


No hay lugar. No hay lugar. Nunca dejará de impresionarme este poema escrito hace seis siglos. Pero respecto a lo que yo quiero escribir esta noche, un poeta lo hace mejor que yo. Nuevamente Gil de Biedma en “Poemas póstumos”:


Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
-como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.

Dejar huella quería
y marcharme entre aplausos
-envejecer, morir, eran tan sólo
las dimensiones del teatro.

Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.


Pero yo sí he sido consciente de este paso del tiempo, y no sé si esa consciencia me ha ayudado a vivir o, más bien, (probablemente) ha cargado mi vida con una angustia prematura. Que uno nunca llegará a ser Proust es algo que se acepta con unas noches de llanto, otras de cinismo y otras sorna. Pero que uno no llegará a ser lo que creía que llegaría a ser, a pesar de seguir los pasos que creía que le llevarían a ello, es algo que cuesta más tiempo aceptar. Uno pretende ser Sísifo creyendo que los dioses perdonarán, pero no es así. Ciertas cosas no se olvidan, y otras no se alcanzan, por mucho que uno huya o tenga esperanza (me pregunto si realmente no será lo mismo). No hablo de la inutuilidad de la vida, eso ya me parece cansado y hasta estúpido. Hablo de aceptar que los sueños que tuvimos se conviertan en otra cosa diferente, más adecuada, “realistas” (o como se quiera edulcorar la derrota) y dar gracias a la vida porque no lo hagan en pesadillas. Dicen que eso es, en parte, la madurez.


Pero he cumplido recientemente 29 años y empiezo a comprender que la vida no va a ser muy diferente de lo que es ahora. No es que mi vida sea mala, que no lo es. Es sencillamente que no creía que sería así. Me angustia tener que aceptar que el futuro no está allá, y que yo no seré mucho mejor persona que lo que soy ahora (lo cual no es muy tranquilizador). No quiero lamentarme, ya lo hice muchos años y me cansé (el sufrimiento dulce, romántico, ya lo experimenté, pero me llevó al sufrimiento desnudo y desconocido, así que desde entonces evito uno y otro). Pero si no quiero decir eso... ¿Qué quiero decir? Ya he perdido el hilo.


Bueno, sí, quiero decir que me aterra pensar en que el día que tenga que mirar atrás y ver la senda que nunca se ha de volver a pisar, vea una huella árida. No quiero que un jovencito ría cuando me atreva a intentar seducirle. No quiero recuperar el tiempo perdido. Quiero no perderlo, pero no lo consigo. Y se va escapando como de mi mano como el humo de mi cigarro, dejándome como un espectador paralizado ante un caudal irrefrenable que le atraviesa y que no puede detener. Soy consciente, por otra parte, que si muriese en este mismo momento, mi vida ya sería suficiente sólo por las personas que me llorarían y las que reirían con amor recordando mis errores.


Recuerdo la viñeta de Mafalda en el que le dice a sus amigos algo así como “¡La pucha! Resulta que si uno no se come la vida, es la vida quien se lo come a uno”. Creo que la vida te come de todas formas, aunque mañana seré feliz pensando en vivir y morir como lo hizo Don Guido. Pero esta noche no. Esta noche desearía volver a vivir siendo otro diferente, uno que no consumiera horas al sueño frente a este teclado, rodeado de artículos científicos que leer y una cama vacía, sino uno que estuviera permanentemente sobre un barco, un tren o cualquier estrella.