sábado, 14 de octubre de 2023

Un breve desahogo... y nada más.

 Suele ser como una fina lluvia persistente. Empapa todo tejido, lentamente, hasta llegar a la piel. Sin embargo, a veces, es como un torrente que se precipita sobre mí. Un cauce atropellado, vertiginoso, que me envuelve y me sumerge en ese océano sordo que es la lucidez desprovista de esperanza. Entonces pienso en Pessoa, en Pizarnik o en el estribillo de alguna de esas canciones que me recomendaron no escuchar cuando era adolescente. Entonces soy yo caminando por la sostenida Lisboa, la orilla de un mar hambriento, o recito, entre labios, «¿quién me ha robado el mes de abril?». ¿Cuándo perdí el mes de abril? ¿me lo arrebataron? ¿lo dejé caer por ese precipicio por el que tanto me gustaba asomarme cuando desea que el abismo se asomara a mí? Pero entonces era tan joven… tal felizmente desgraciado al cubrirme con aquella tristeza de otros tan bellamente me desnudaban a través de la poesía. Pero sí, Biedma, la vida iba en serio. Lo sabía sin saber, como se sabe lo que se conoce con la fiereza desafiante de la juventud romantizada. Y sí, Biedma, la verdad desagradable asoma, y su rostro me mira con seriedad.

Escribo esto con los ojos cerrados; sin pensar; sin embellecerlo; sin la espera del eco siempre amable de quienes me quieren. Lo escribo tal y como emerge de mí. Porque yo, cuando soy originalmente yo, cuando me libero de la intelectualidad y la ternura con la que siempre procuro dulcificar mi intimidad, soy ese niño asustado disfrazado de sacapuntas que no podía soltar la mano de su madre durante el carnaval; ese niño con su chándal de felpa verde que se columpia en Zumaia mientras mira con deseo el grupo de niños que juega en el castillito metálico del parque.

Suena Yann Tiersen («But don't be scared, I found a good job, and I go to work every day on my old bicycle you loved») mientras escribo esto. Ayla duerme cerca de mí. El cigarro me marea levemente. El móvil anuncia que me buscan. Nunca he dudado de que soy bien querido por personas hermosas. Nunca me ha faltado un abrazo cuando lo he necesitado. Pero la lluvia no cesa, y no hay químico que detenga, ni por un momento, su humedad irredenta.

Poco a poco, como a latidos, voy retornando la entereza a través de estas letras que sigo escribiendo a ciegas. Pronto volverá la sonrisa; acariciaré a Ayla; cenaré algo; y seguiré con este nuevo libro que cuenta la historia de… Voy a dejar que se desvanezca esta recurrente descarga de lucidez que ha surgido del silencio y la soledad. Mientras tanto, sigue sonando Tiersen («Monochrome flat, monochrome life, only abscence near me, nothing but silence around me»). Será una noche larga hasta que el ácido gamma aminobutírico llegue a los puertos habituales de mi cerebro. Voy a leer un rato. Está bien por esta noche.

domingo, 6 de agosto de 2023

Nos ha costado querernos, la verdad.

 

Su cuerpo romo se desliza suavemente por las sábanas tempestuosas y todavía algo húmedas. Exhausto y embellecido por el esfuerzo del placer, penetra en el sueño con la ingravidez de una llama languida. Aprovecho para admirar detenidamente su piel cúprica, terrosa y café, de la que brotan mínimas lágrimas de sudor con reflejos bromados. Me acerco y la acaricio ante la indefensión de su inconsciencia. El calor que de él emana me alcanza incluso a cierta distancia, evocando en mi memoria sensorial el recuerdo infantil de la leche tibia y el vientre tembloroso de las primeras caricias en la adolescencia. Así, dedico su descanso a escudriñar la topografía viva de su cuerpo, imprimiendo en mis labios el mapa de su desnudez. Velo su sueño con una mezcla de temor y la fascinación, como el vigía de la fortaleza frente al inconmensurable desierto de los tártaros.

Nació muy lejos, allende el océano, donde la tierra y la piel de quienes la habitan se confunde. Hijo de la pobreza y la selva, ambas prendieron en él la atracción hipnótica de los elementos primigenios. Su carácter indómito, inescrutable y orgulloso, fue el precipitado natural de la combinación entre el valor y la inteligencia. Por eso arrancó a la desesperanza y la indolencia la exigencia de dignidad, dejando la protección humilde, pero incondicional, de su familia. ¿Cómo iba a imaginar que su selva nativa, con sus peligros y soledades, no sería sino un pálido reflejo de aquella otra, la urbana, a la que acudiría en busca de libertad? Dejó la miseria de su país, para ir a otro ligeramente menos miserable —como si ciertas miserias permitieran graduaciones—. Y para ese país, y para todos lo que vendrían después, pasó a ser un migrante más cuyo valor lo determinaría el mercado, y no el que es inherente a la elemental condición humana. 

Entonces, sus ojos azabaches se abren súbitamente, iluminándose con el reflejo de un recuerdo recién recobrado. Sonríe como suele hacerlo en esas situaciones; como si la sonrisa acudiese a sus labios por vez primera y apenas pudiera dominar su expresión. Acerca su rostro a escasos centímetros del mío y me coge de las manos —siempre hace esto cuando requiere mi atención absoluta—. Acaba de acordarse de lo afortunado que se sintió cuando alguien le enseñó que podría conseguir algo de comida si se dejaba besar y manosear por algún cocinero en las trastiendas de algunos bares. Brillaban sus ojos como si estuvieran observando, todavía, aquella porción de comida que había conseguido por tan poco... ¡Ese día no tendría que reunirla de entre los restos de los contenedores de basura! Durante unos segundos puedo observar esa felicidad animal en él, la alegría desbocada y pura, limpia y sencilla que es privativa de la infancia, la locura y la senilidad. ¡Se sentía tan afortunado...!

Y yo quiero llorar a gritos; quiero abrazarle hasta cubrirlo por completo; quiero pedirle perdón por todos aquellos miserables que ensucian y embrutecen la existencia propia y la ajena. Pero sonrío con él, y me esfuerzo por darle toda la ternura que soy capaz de reunir más allá de mi angustia y desazón —como me enseñó a hacer mi madre—. Siento un dolor desconocido penetrando hasta las raíces de mis convicciones más elementales, esas que cimentan la manera en que comprendemos y explicamos el mundo y nuestra propia existencia. Y es que uno «conoce» ciertas miserias, pero no las «comprende» en su integridad hasta que no ha sido preso de alguna de ellas. Por ello, no puedo evitar sentir oleadas de pudor cuando me cuenta la felicidad que sintió al poder comprar, por primera vez, algo mullido que interponer entre los cartones y su cuerpo.

«Nunca permitiré que nadie pretenda humillarme por algo que me permitió salir de la pobreza más absoluta» —me advierte con su fiereza habitual. No es a mí a quien desafía, claro, sabe que esos juicios me resultan ajenos y, en todo caso, consecuencia de la ignorancia del privilegiado. Y es que, si hubiera diferentes tipos de dignidad, él alcanzaría el mayor grado en alguno de ellas. 

Nos ha costado querernos, la verdad. Alguien como él no puede permitirse la vulnerabilidad de exponer la intimidad última, aquella que dota del calor suficiente al alma para superar los momentos de mayor angustia, cuando la vida descerraja las últimas puertas que nos protegen del abismo.

Podría seguir describiendo cómo despiertas lentamente, y cómo la primera sonrisa que me dedicas es siempre pícara, desafiante y burlona. Pero prefiero besarte, y finalizar con unos versos de Antonio Vega escritos para ti.

[...] Donde las haya, tenaz, mujer de cartas boca arriba
Siempre dispuesta a entregar, antes que sus armas, su vida.

Mujer hecha de algodón, de seda, de hierro puro
Quisiera que mi mano fuera
La mano que talló tu pecho blando de material tan duro [...]

jueves, 1 de junio de 2023

«¿Puedo hacer algo?» Mi Momo rifeño

 


«¿Puedo hacer algo?». Trémula, su voz me alcanza con la delicadeza de las aves. «¿Qué necesitas?». Su ansia por protegerme empapa el espacio entre nosotros, pero respeta la distancia que preciso en esos momentos de vulnerabilidad. Sostiene su mirada durante mi retirada, y se limita a esperar que vuelva de ese lugar al que no puede acompañarme. Espera en silencio apenas un poco más allá del horizonte de sucesos por el que me precipito. La prudencia y la ternura con la que se ofrece como descanso a una angustia que desborda su comprensión no ha dejado nunca de conmoverme.

La pequeña Momo —el personaje creado por Michael Ende— tenía el don maravilloso de saber escuchar a las personas. Su sola presencia era suficiente para que cualquier persona, incluso uno de los «hombres grises», terminara por sentirse bien consigo misma; como si facilitase la convergencia de lo disperso a un estado de satisfacción y plenitud a través de su silencio. Efectivamente, Momo apenas decía una palabra, ni hacía elaboradas y lúcidas apreciaciones, ni desvelaba las verdades atávicas que laten en toda contradicción humana. Momo habitaba el silencio del mero estar con su «viejo abrigo y su gran corazón».

Sevilla me ha dado algunas cosas, pero también me ha arrebatado otras. Supongo que, en unos años y con algo de distancia emocional, podré hacer un juicio sereno sobre esa relación de coste y beneficios—asumiendo que la vida no se mide por cálculos lógicos y precisos—. Entre lo que me ha dejado, e intuyo que de manera permanente, destaca mi particular Momo. Nunca podré agradecer lo suficiente a Sevilla este precioso regalo. Ciertas vivencias, ciertas personas, no solo nos acompañan una parte de la vida, sino que pasan a ser, en sí mismas, parte nuclear de la propia vida.

«¿Estarás bien?» —me pregunta sin decidirse a cruzar el umbral de la puerta. Desde mi cuarto, mientras escribo estas palabras en el ordenador, le respondo que sí, que lo estaré, que disfrute su cita. Volverá más tarde a casa, y traerá consigo su calma, su alegría sencilla y la belleza de ciertas costumbres árabes que todavía conserva. Me dirá «Bsaha», si estoy cenando; «Hamdulilah», le responderé seriamente —y su risa discreta, siempre contenida, crepitará hasta extinguirse fugazmente—.

Estaré bien, Ílies, estaré bien. Ya sea bien o mal, estaré cuando vuelvas para recibirte. A nosotros ya solo nos podrá separar el paso del tiempo. Volverás y estaré esperando, como tú me esperas a mí. Debatiremos el siguiente libro a leer, te adormecerás al poco de comenzar alguna de las películas de Filmin que elija para que veamos, harás algo en mi lugar que te pida por puro capricho —no deja de fascinarme que esté dispuesto a evitarme alguna tarea enojosa con el simple hecho de pedírselo—, o me recostaré en tu regazo abandonándome a una infancia que solo me he permitido con unas pocas personas.

«¿Puedo hacer algo?» —me volverás a decir la próxima vez que esta latente angustia decida emerger súbitamente. Tu voz de hogar, como siempre, atravesará la violenta batalla que brota con su violenta regularidad, y llegará, insuficiente —pero luminosa—, a ese niño agotado de luchar contra el miedo y la desesperanza. «¿Qué necesitas?» —me preguntarás una vez más. Pues bien, necesitaré que, cuando escampe esa cotidiana tormenta que va deshilachando la escasa esperanza, cuando emerja de la noche herido y vulnerable, esté esperándome el hogar incondicional de tu amistad.

No, no todo ha sido naufragar en Sevilla. Alguien me espera al volver a casa, al volver de mí. Y creo que nos esperaremos siempre.

domingo, 16 de abril de 2023

Las intermitencias del pensamiento


Hay tres técnicas narrativas principales: el monólogo interior, como Albert Camus en El extranjero; el soliloquio, como vemos en la preciosa Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes; y el flujo de consciencia, técnica que —magistralmente, a mi juicio— podemos hallar en La vida perra de Juanita Narboni, de Ángel Vázquez. Luego, en ensayos, es frecuente el monólogo reflexivo, que implica un proceso de revisión y pulido que lo aleja de la naturalidad. Creo que en mi blog predomina este último, aunque incluye algunos fragmentos de monólogo interior. Sin embargo, tengo particular predilección por el flujo de consciencia, aunque no emplee este técnica con frecuencia. Me gusta porque el pensamiento, lejos del orden y la coherencia que presuponemos, va desmadejando hilos que se bifurcan, extinguen y superponen, como un sistema vascular insustancial que irriga recuerdos y sentidos imprecisos. Sí, considero que el desorden refleja mejor la complejidad del pensamiento humano que la ilusión tranquilizadora —por predecible— de la estructura lógica.

Con frecuencia, conceptualizamos el pensamiento como un discurso interno sujeto a las mismas leyes que la comunicación humana; es decir, una secuencia de significados ordenados de manera inteligible para otras personas. Pero ello no es más que la manera a través de la que expresamos o transmitimos una parte del pensamiento; no es el pensamiento sino una fracción de este. Elaborar un discurso comprensible al entendimiento humano, implica obviar toda una nebulosa de emociones, sensaciones e imágenes que concurren con aquellos que otros hemos seleccionado para dar coherencia al pensamiento. La paradoja del lenguaje humano es que permite expresarnos, a costa de empobrecer la experiencia interna.

Sin embargo, hay personas con una habilidad excepcional para integrar en un único significado coherente, amplias porciones de caos. Estas personas son capaces, a través de las múltiples expresiones del arte humano, de trascender los límites habituales de la lucidez humana. Por ello, cuando contemplamos algunas de sus obras más sublimes, quedamos conmovidas al reconocer significados que nuestros pensamientos nunca pudieron alcanzar. Supongo que tomamos conciencia de nuestra condición humana al sabernos parte, aunque remotamente, del «fruto del cerebro humano» —como escribió Violeta Parra—. Me parece que esto le sucedió a mi madre cuando la encontré frente a la La Pietà de Michelangelo Buonarroti, paralizada, conmovida, incapaz de contener las lágrimas. Por mi parte, sentí algo similar por primera vez, el día que leí el siguiente fragmento de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust:

«A simétricos intervalos, en medio de la inimitable ornamentación de su follaje, inconfundible con el de ningún otro árbol frutal, abrían los manzanos sus largos pétalos de satén blanco, o dejaban colgar los tímidos ramitos de sus capullos encarnados. Por allí, por el lado de Méséglise, es donde observé por vez primera esa sombra redonda que dan los manzanos en tierra soleada y esas  sedas  de oro que el sol  poniente teje oblicuamente bajo las hojas del árbol, y cuya continuidad veía yo a mi padre romper con su bastón, pero sin desviar nunca sus hilos».

La genialidad de Proust se manifiesta en este fragmento de texto capturando un cúmulo de detalles y matices a partir de un hecho cotidiano, y creando una imagen enriquecida que permite trascender los límites de la percepción humana. La belleza emerge de la condición humana, proyectándose en cada expresión de la existencia. Quizás este grado de lucidez sea propio de hombres y mujeres de excepcional sensibilidad, pero no es privativo para el resto de personas. De hecho, tengo el convencimiento de que, con práctica, puede estimularse su desarrollo.

La lucidez se nutre, en mi opinión, de las contradicciones humanas, las dudas, los miedos, las aspiraciones, la incertidumbre y los cambios vitales, entre otros; es decir, de los procesos cognitivos y emocionales que son inherentes a naturaleza humana. Difícilmente se podrá comprender el comportamiento humano si no se es consciente de que el pensamiento solo es un elemento más en la vorágine del mundo interior de las personas. Pero, para desarrollar esta conciencia, debemos aprender de quienes, como Proust o como Michelangelo, pudieron acercarse al alma humana a través del arte —paroxismo de la lucidez—.

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(Ahora pienso en vosotras, alumnas y alumnos, que esperáis la corrección de vuestros trabajos. Disculpad mi insistencia por la lectura, mis contradicciones, mis frecuentes errores y reflexiones, pero, realmente, tomo muy en serio mi labor docente. Por ello creo que mostraros mi humanidad, sin privaros jamás de la más mínima confusión e incertidumbre, es la manera más honesta y leal de enseñaros lo poco que puedo aportaros en el fascinante proceso de formaros como psicólogas y psicólogos.)

sábado, 11 de febrero de 2023

El amor en los tiempos de Tinder

Con toda la delicadeza de la que pude hacer acopio tras unas semanas de esperar su mensaje, le hablé de cómo su falta de cuidado me había dañado, y de cómo había unos mínimos que había que respetar para trasladar la voluntad de crear ciertos vínculos; incluso, los de amistad. Aunque conmigo no fueran ya a crearse esos vínculos —le escribía—, podría establecerlos con otras personas, si era más considerado con los sentimientos de la otra persona. «Bienvenido al siglo XXI», me escribió como pronta respuesta a las razones que le había expuesto por las que ya no estaba interesado en seguir conociéndole. La nebulosa de justificaciones que vertió no hizo más que evidenciar el desconcierto que le había causado el hecho de que yo no estuviese dispuesto a aceptar el marco conceptual de relaciones afectivo-sexuales que normativizaba su actitud. No negaré que sentí pena, pero hay caminos que no estoy dispuesto a volver a transitar.

Unas semanas antes, sentados en un banco del antiguo cauce de el Turia mientras Ayla correteaba a nuestro alrededor, Cristian y yo mirábamos el suelo irregular del pipicán. «Cada vez es más difícil que estemos dispuestos a quitarnos el caparazón, que nos abramos a la posibilidad de conocer a alguien —me dijo, apesadumbrado, tras el largo silencio—, porque, luego, es un fiasco más, y nos sentimos vulnerables y ridículos». ¡Cuántas veces me consoló ante la misma herida! La natural alegría de la condición homosexual esconde, tras la aparente fortaleza del tantas veces humillado, una soledad atávica y persistente. Recordé, entonces, los versos de Gil de Biedma:

«De tus regresos guardo una impresión confusa
de pánico, de pena y descontento,
y la desesperanza
y la impaciencia y el resentimiento
de volver a sufrir, otra vez más,
la humillación imperdonable
de la excesiva intimidad»

La libertad individual sobre el afecto y la sexualidad es una de las conquistas más importantes de la Edad Contemporánea en Occidente en materia de derechos humanos y sociales. Pero eso ha supuesto cambios en el paradigma de las relaciones interpersonales; y todo cambio implica beneficios y costes. Anthony Giddens fue uno de los primeros sociólogos en sugerir que la modernidad emocional genera en las personas una «incertidumbre ontológica» que los sume —nos sume— en una ansiedad permanente. Antes de que Jean-Jacques Rousseau escribiera su obra «Julia, o la nueva Eloísa» sentando las bases de lo que se conocería como la «propiedad del sí», la Iglesia y la Ley protegían y aseguraban unos procesos y normas respecto a las relaciones afectivo-sexuales. Aunque nos parezca paradójico —incluso, terrible—, la falta de libertad generaba certidumbre; había clases sociales, normas y procedimientos que eran conocidos y trascendían al individuo. Toda práctica afectiva-sexual no normativa era severamente castigada; bien en nombre de Dios, bien en nombre de la ley. El cortejo era poco más que la exposición de las condiciones materiales que quedaban aseguradas si se acordaba el matrimonio; y es que era un contrato entre familias, en la que ambas partes conocían las condiciones de antemano. La sexualidad, entonces, tenía como objeto la descendencia; y esta, a su vez, la transmisión de patrimonio y acumulación de riqueza.

Afortunadamente, esto ya es historia… o no. El 90% de los matrimonios en India son concertados. Al margen del matrimonio infantil —recusable, en cualquier caso—, los estudios sobre satisfacción marital en el matrimonio concertado entre adultos arrojan resultados sorprendentes. En un estudio publicado en 2008 por el equipo de Jayamala Madathil en la revista científica The Familiy Journal, hallaron que la satisfacción manifestada por las parejas de matrimonios concertados era significativamente superior a la de matrimonios basados en la libre elección. Esto, evidentemente, debe ser interpretado con precaución y asumiendo muchos matices culturales, pero no deja de resultar desconcertante. Puede que la libertad individual en las relaciones afectivas tenga más aristas de las que preveíamos, o quizás no hayamos reflexionado lo suficiente respecto a sus consecuencias en una sociedad sumergida en una lógica de economía de mercado.

Y es que amar es un arte que requiere aprendizaje, sacrificio, respeto, responsabilidad y paciencia, tal como defendía Erich Fromm en su libro «El arte de amar». ¿Estamos dispuestos/as a renunciar a una parte de nuestra libertad siendo conscientes de la fragilidad de las relaciones actuales, la abundancia —aparente— de posibilidades que permiten las aplicaciones de contactos, y la primacía de la sexualización como valor esencial del atractivo? En el mundo gay, desde luego que no. Las personas más interesantes y lúcidas que conozco están solteras. Solteras y dañadas. La sucesión de fracasos afectivos, la volatilidad del compromiso y la deshumanización de los procesos de «cortejo» nos está destrozando como comunidad.  El sexo casual y sin compromiso que, en un momento de persecución a la comunidad gay, fue una expresión casi subversiva ante un marco opresivo heteronormativo, se ha impuesto como práctica predeterminada que antecede, incluso, al propio conocimiento del otro como persona. La socióloga Eva Illouz escribe: «La afinidad electiva entre el deseo casual y el consumo se volvió evidente con la tecnología de internet, que aceleró y agudizó la organización de los encuentros sexuales bajo la lógica del mercado y convirtió los encuentros en una mercancía que se adquiere y se descarta, de manera especialmente manifiesta en la amplia gama de sitios y aplicaciones disponibles a través de internet, tales como Tinder» (p. 96, «El fin del amor»). La desaparición súbita, sin mediar explicación alguna, de la persona con la que se ha tenido cierto grado de intimidad —el conocido como «ghosting»— implica una violencia emocional que, por frecuente o por sobreentendido, no deja de ser brutal; solo superado por la aceptación de que cualquier respuesta ante ello, que no sea la digna resignación, sea un acto inapropiado o «fuera de lugar». La comprensión no exime del daño; la libertad tampoco de la responsabilidad afectiva.

Aprendí a liberar la pálida risa de la que, con tanto celo, me privaba. Aprendí a atrapar —por unos escasos segundos, claro— sus ojos verdes con los míos, mientras huían nerviosamente entre detalles siempre lejanos; se sabía vulnerable entre las fracturas de su inteligencia. De otro aprendí que ciertos besos son un hogar en el que descansar, y a ellos volvía cuando la ansiedad me embargaba. También recuerdo aquel cuya mirada era fiera, como fieros son los vientos de su tierra, y su cuerpo frío, como frío era el silencio que cubría una infancia inmerecida. De todo aquello, qué quedó sino silencio. Ya lo escribió Jorge Manrique hace 500 años:

«¿Qué le fueron sino lloros?
¿Qué fueron sino pesares
al dejar?»

Manuel nunca leerá esto. Tampoco lo hará Gabriel, ni Roberto, ni otras personas que me dañaron de alguna manera. Sé que yo herí a otras, incluso evitando reproducir marcos y prácticas que nunca acepté, y vuelven a mi memoria cuando me fragilizo. Sé que es una batalla perdida, pero siempre hallé una extraña dignidad en persistir ciertas derrotas.