miércoles, 15 de octubre de 2008

Un adiós incierto

Comencé a escribir el blog hace más de un año. Si no recuerdo mal, fue más o menos en Agosto, o quizás un poco antes. En la idea original, quería que fuese un año y luego cerrarlo para agrupar los articulitos para hacer un libro. Además, necesitaba decir algunas cosas, tanto de opiniones como de sentimientos, y creo que algo de eso he conseguido. Ya ha pasado un año, y estoy enfrascado en un proyecto literario, es decir, que estoy escribiendo una novela. La buena noticia, es que avanza satisfactoriamente y ya tengo el primer capítulo, lo malo respecto al blog, es que consume todos mis recursos creativos y, en parte, vitales. Lo cierto es que estoy agotado de escribir, y dedico todas las fuerzas al libro. Por cierto, aquellas personas que tengan interés en leer el capítulo del libro, les ruego que me lo digan y se lo envío por correo electrónico, me encantará saber vuestra opinión.

Mirando atrás, me sonrío al pensar que comenzara en Valencia, o más bien, en Lisboa, y termine en Granada. ¡Qué ironía! De vez en cuando leo los comentarios y rememoro el tiempo en el que fueron escritos. Muchas de las personas que escribieron en él desaparecieron de mi vida, algunas las dejé de amar y otras perdieron mi amistad, o yo la suya. Pero al leer los comentarios, me gusta pensar que aquellas palabras correspondían a un tiempo real y a unos sentimientos claros. Casi podría decir, que poca gente que conoció el comienzo del blog, permanece a mi lado. Mucha sí, claro, y probablemente ya permanecerá siempre, otra se incorporó tarde y pueden leer el final a mi lado, y hay otros que aún incorporándose tarde, no llegan a leer este final. Pero creo que los más queridos, o mejor dicho, queridas, son las que sin conocerme, me han leido con asiduidad. Creo que es lo más hermoso de haberlo escrito.

Voy a cerrar temporalmente el blog. No sé cuánto tiempo, puede que dentro de un mes quiera volver a escribir, pero me temo que tendré que tener bastante avanzado el libro para volver al blog. No significa que vaya a cerrar la página, sino que voy a actualizar, así, si algún día quiero regresar, pues sólo tengo que escribir. En el fondo, estoy seguro de que volveré a él algún día.

Así pues, con tal entender, todos sentidos humanos conservados, me despido de las personas que leyeron este blog, aunque ya no lo hagan, y también los que lo habéis leido. Espero que os haya gustado, y que en alguna ocasión, emocionado. Para mí ha sido un placer escribirlo, y una vía de escape en momentos difícil o tristes, así que estoy asumiendo el riesgo de su temporal abandono.

Un abrazo a todos y muchas gracias.

Javitxu

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Granada. Valencia. Y el permanente cambio.






Frente a mí, Granada amanece bajo una bruma que la cubre, desdibujando sus formas y provocando la indefinición de las calles, de las que surgen, como una constelación dorada, una marea heterogénea de farolas y semáforos. Sobre el cielo calinoso que se eleva unos metros del suelo, apenas lo suficiente para sepultar los edificios, sólo emerge, somnolienta, la torre de la catedral, como un cuello robusto que hubiese perdido la cabeza de mármol. La Alhambra, desde su atalaya arbolada, observa este cotidiano amanecer, mientras sus focos sólo iluminan el color terroso de pequeñas zonas de la muralla, pues la alborada ya se mezcla con la luz artificial, y convierte los focos en una voz apagada y melancólica. Sin duda, Granada sigue hermosa, magnífica, y aunque algunos edificios modernos la acechan en los suburbios, los siglos siguen jugueteando en las calles a sus juegos infantiles. Sin embargo, ¿Quién lo diría? Echo de menos Valencia. ¡Con lo que me costó vivir en Valencia después de haber vivido en Granada! Y ahora que estoy en Granada, en las escaleras de la catedral, paseando por el Albaicín... no dejo de pensar en Valencia. Miro Granada, la toco, la siento con cariño, pero con un cariño pasado, como el que sentimos al encontrarnos con la fotografía de alguien que amamos en el pasado y del que guardamos un buen recuerdo. Pienso en lo que me costó el cambio, en lo cerca que estuve de volverme al abrazo siempre cálido de la Alhambra, en cuya piel queda la luna impregnada, bruñe las piedras de la calzada y te envuelve en un ambiente atemporal. Todo eso ha quedado atrás, y siento que su beso es distante y extraño, como el beso de alguien que ya no amamos pero que todavía no se lo hemos dicho.


Fue precisamente en Granada donde conocí el Kybalion, el libro donde se reproducen las leyes últimas de todas las cosas, y que es la raíz del conocimiento hermético. Con él aprendí que todo en el universo está en permanente movimiento, que todo cambia continuamente, que lo estático es la ausencia de vida. Como el ojo necesita movimiento para definir las formas, la vida afectiva humana necesita cambios para crearse una identidad. Sin embargo, no dejo de sorprenderme de cómo cambian los sentimientos. Recuerdo que en esa esquina, cerca de la plaza de Gran Capitán, esperé durante media hora a que su cuerpo se distinguiera entre la gente y pudiera ver sus ojos azules iluminarlo todo, y cómo temblaba si me miraba, y qué valor le daba a cada una de sus palabras y lo ridículas que siempre me parecían mis respuestas. Ahora no sé nada de él, y no lo deseo, bueno, si lo pienso, siento una curiosidad descuidada, como la que sentimos al leer la contraportada de un libro que no vamos a comprar. Sin embargo, pasar por esa calle me ha recordado a él, como si estuviese impregnado ese momento en alguna pared de la calle. Tanto amor se perdió sin darme ni cuenta. Todo cambia. Aquellas personas que se fueron airadas, hoy vuelven, y aquellas que juraron lealtad. se pierden, a quien amé, hoy he olvidado, y a quien olvidé, aparece en una esquina de Granada. La vida, entonces, pasa a ser un ente vivo, ajeno a nuestra voluntad, que nos conduce de una situación a otra, como un navío desarbolado.


Ahora la luna se eleva sobre el Albaicín y deja un rastro vertical, como de clavel ebúrneo, que va desde el cielo hasta mí. Es curiosa esa intimidad que da la luna a todo aquel que la mira, pues alarga su brazo de marfil vaporoso hasta nuestras manos, y nos hace cómplice de su soledad y belleza. El Paseo de los Tristes sigue mágico, pero ahora el río, algo animado, surca el silencio dándole humedad y calma. ¡Qué hermosa es Granada! ¡Qué bonito el reencuentro de algo amado cuando es efímero! Pero ya siento que la bulliciosa Valencia me llama a lo lejos, como una madre que aunque no cuide de sus hijos los ama infinitamente. Puede que un amor diferente, incomprensible para quien no es amado de esa forma, pero yo, que sí lo soy, os digo que da calor, y da nostalgia. Imagino que llegará el día, quizás pronto, en que Valencia será la visita, y otra ciudad me espere, como también habrán otras personas que me llamen, y otras que me deseen,y me odien, claro. El problema es que este continuo movimiento, esta permanencia ilusoria, me impide ser pleno en mi trato con los demás, y con lo que me rodea, por saberlo circunstancial no me entrego del todo, y últimamente ni siquiera en parte. Así que miro a la gente como miro a Granada, como un recuerdo, a veces hermoso, a veces incómodo, pero como algo que no cesa, un ir y venir constante. ¿Cómo amar cuando uno sabe que todo pasa? ¿Cómo ser íntimo si sabemos que la intimidad de hoy será el olvido del mañana? Necesito echar raíces, necesito detener mi pensamiento, detener mi corazón y poder ver con claridad. Pero no llega ese tiempo, no llega, y siento que las personas que me abrazan, se separan cada vez más heridas, más aturdidas.


Si pudiera quedarme a vivir en este recodo de río, flanqueado por los muros de la alhambra y por las primeras casas del Albaicín, si pudiera descansar en este arco árabe del que sólo queda la columna y medio arco, si pudiera habitar los arbustos que del muro del río sobresalen, si pudiera permanecer detenido alguna vez...

viernes, 5 de septiembre de 2008

Una nana para ti


Busco palabras que te serenen, que puedan alcanzar tu inquietud y la calmen, como se calma, poco a poco, la tormenta sobre el cristal de mi cuarto, y va dejando un repiqueteo suave de gotas que caen lentamente sobre él. Quiero hacerte un canto delicado, que pueda susurrarte al oído para que se deslice, como esas gotas, hasta tu miedo y lo hagan ceniza. Busco las palabras absolutas, consteladas, pero no las encuentro, así que te pido que cierres los sentidos del mundo exterior y recuerda aquello que viviste, junto a mí, y nos hizo felices durante unos segundos. Dame una sonrisa al final y estaré satisfecho.

Busca aquella noche, tumbados en mi cama, con la luz apagada, escuchando canciones tristes. Tu cuerpo, desconocido para mí, se mostraba como un misterio maravilloso que ocultaba el mecanismo que lo hacía temblar a mi lado. Busca ese primer beso en tus labios inmóviles, temerosos, y busca mis primeras palabras para arrancarte una pequeña risa. Por entonces ya eras la fortaleza de altos muros y paredes de cristal que sigues siendo hoy. ¿No oyes la música atravesando la noche y envolviéndonos a los dos? Yo la oigo.

Busca ese carámbano de atardecer roto lentamente hasta tocar, con las puntas de los pies, las cálidas aguas de la Albufera. La tarde era un espacio rojizo sobre el que nos arrojaba el pequeño puerto sobre el que estuvimos hablando. ¿Recuerdas las carpas saltando sobre la superficie y chapoteando el silencio que nos observaba tranquilamente? ¿Recuerdas el tacto suave y aterciopelado de la madera del puerto? ¿Y la barca partiendo la superficie del agua desnudando pequeñas olas que subían levemente el agua en nuestros tobillos y los besaba?

Busca ese lugar que descubrimos, en un pueblo mudo, a la salida de la autovía, donde una fuente de piedra y un inmenso árbol guardaban aquel vergel en mitad del páramo. Recuerda el hilillo de agua que caía de la fuente y formaba un riachuelo que variaba de forma y tamaño, como en lel ibro de Alicia en el País de las Maravillas. Recuerda mi ilusión con aquel cangrejo de río, manco, rojizo manzana, que caminaba con torpeza entre los guijarros . Tu risa ante mi inocencia urbanita te crecía y, con cariño, me reservabas más grandes y mejores cangrejo en tu pueblo. Recuerda el agua fría de la fuente sobre tu rostro, y cómo toda la maleza te empapaba la cara.

Busca la tormenta azotando la casa abandonada, busca el ruido de puertas cerrándose a nuestras espaldas, provocando miedo y alegría en nuestra soledad. Busca el sonido salvaje de las cañerías quebradas del tejado, sobrepasada su piel metálica herida por tantos puntos, y formando cascadas violentas que se estrellaban contra el suelo, mientras tú y yo dudábamos en la cercanía. de nuestros cuerpos Busca. Busca también en los tejados de Utiel y mientras me explicas porqué las vigas son más finas de lo que pensaba, y cómo algún día todo aquello te pertenecerá.

Busco. Y encuentro aquella presa inacabada que desviaría el río ante nuestra infancia resurgida. Encuentro mis dedos congelados en la moto y tu voz, entre risas, rompiendo el frío y la llovizna. Yo encuentro tus ojillos perdidos en el horizonte tan breve de tu mirada. Encuentro tu cuerpo a mi lado, en la madrugada, siempre velando mi sueño. Yo encuentro la gota del gel que me desespera, y que avanza en partes mínimas por tu cuerpo en la ducha. Encuentro tu voz calmándome al teléfono, creyendo en mí más que yo mismo, y una ternura infinita me embarga al ver tu mano buscando la mía. Yo encuentro la calma en todos esos recuerdos, y la encuentro en las cosas de ti que no me gustan, y las que me gustan, la encuentro en tu voz si se acerca a reposar humildemente a mi lado.

Es una nana, o eso pretendía, es un canto breve para que te calme, para que ayude en estos días difíciles para ti. No puedo dar más, no sé dar más, esto es todo a lo que llego para acariciarte, para que no me temas. Esto es todo lo que mi palabra pretende para darte calor al abrazarte, y es todo lo que mi voz no sabe decir. Es tu nada y te la canto susurrándote a la oreja, suave, muy suave, ya duermes. Es tu nana.

martes, 19 de agosto de 2008

Carta abierta

Querido Tú:


Te escribo esta carta, pública, abierta, porque una vez más he estado a punto de escribirte un correo, a sabiendas de que ni lo leerías ni, lo que es más importante, lo desearías. No te digo que me duela que las cosas ahora sean así, bueno, sí que me duele, pero no es un dolor agudo, ése fue al principio, pero ahora es un dolor latente, casi invisible a la conciencia, pero que alcanza tantas áreas de mi vida cotidiana, que parece que casi todo está impregnado de ti, de tu ausencia, quiero decir. Una vez más acudo a Goytisolo, y digo que “no es una poesía gota a gota pensada, no es bello producto, no es un fruto perfecto, es lo más necesario, lo que no tiene nombre, son gritos en el cielo y en la tierra son actos”. Y es que los pensamientos silenciosos, aquellos que tenemos cuando miramos algún punto infinito, indeterminado, y caemos dentro de nosotros mismo, ésos los habitas de una manera tan constante, que ya estoy cansado de no dar cuerpo a tu nombre tantas veces retornado.


Si supieras cuántas veces escuché esa canción junto a la imagen de tu recuerdo, ésa que nunca te dediqué y que ahora toma tu nombre por título. Me hubiera gustado mucho decirte que cuando la escucho pienso en ti, y en mí, pienso en ese mundo íntimo que compartíamos, aquel tan ajeno a la razón como cercano al sentimiento vivido, a aquella angustia que penetra en nosotros, bordando la vida de las personas con ricos motivos, y que altera, por siempre, nuestras vidas y nuestras emociones. Ya sabes de qué hablo, estoy seguro, sé que tú lo sabes, yo también, pero nadie más lo sabía, y éso nos hacía tan cercanos, pero tanto, que casi sentía más propio el latir de tu corazón que el del mío. No te preocupes ya no sufro como antes, no es eso lo que quería decir, es sólo que te echo tanto de menos que, a veces, necesito escribirte, como hoy, como tantas otras veces. Necesito decirte que esta tarde, una niña dijo, cerca de mí, una frase que en muchas ocasiones jugueteó en tu boca, que me he acercado a ella y le he sonreído con tanto cariño, tanta nostalgia, que ella, a pesar de su breve edad, ha comprendido, estoy seguro, mi emoción, y también me ha sonreido. Decirte que paso todos los días por la pared de la estación, y revivo tu sonrisa, tu sorpresa siempre desparramada en risas, y revivo también tu abrazo nervioso (siempre lo estabas cuando me tenías cerca). Luego el recuerdo se deshilacha y deja una ceniza densa y metálica en mí.


No recuerdo con precisión tus besos, pues todos son más o menos iguales, pero sí recuerdo perfectamente tu cuerpo, creo que hasta el último punto, la última imperfección, perfecta a mis ojos, y podría reconstruirlo con el barro de tus recuerdos, como un alfarero... ¡Ojalá luego pudiera darle vida! Si eso fuera posible, lucharía por amarte más, por remendar mis errores, por tantos y tantos besos apartados, presos en mi reticencia asesina a tus aspiraciones. Te diría, también, que todavía busco tus piernas en la noche, para tocarlas y saber que estás cerca, junto a mí... ¡Eso me tranquilizaba tanto! Todavía uso tus frases, todavía me río, casi diría que más que al principio... ¡Qué ingenio tenías! ¿Cómo me sorprendías tantas veces al día? No he amado igual desde entonces, y es que siento que no puedo, es que me parece que otra pérdida como la tuya sería demasiado.


Pero nada de esto es posible ya... Tendré que seguir sonriendo para mí, y decir a quien está a mi lado “...nada, cosas mías”, para disfrutar, durante unos segundos, como un caramelo dulce y peligroso, de algún momento que vivimos juntos y que por alguna razón, ha vuelto a mí. Seguro que me guardas rencor, seguro que piensas que te odio, o que te aborrezco, bueno, no pasa ndad, imagino que es lo mejor para ti. Yo no te odio, ni pienso mal de ti, es más, tu recuerdo me ayuda a vivir, aunque es cierto que también me asfixia en noches de confusión como ésta, y también es cierto que veo tu mirada furtiva en la de aquellos que pretenden besarme... Pero a pesar de ello, a pesar de la rabia, de la impotencia y de la melancolía, a pesar de todo eso, en cada lágrima que me has conseguido arrancar, en cada tristeza o cada silencio que me provocas, encuentro todavía esperanza, encuentro todavía un motivo suficiente para mirarte a los ojos de la imaginación y ofrecerte una sonrisa.


Repito una frase tuya y rio. Señalo una nube y te pregunto por su futuro. Veo un río y busco su nombre en tu mirada, siempre trémula y temerosa. Pero ahora, cuando me pregunto por ti, te hallo feliz en brazos de otra persona... Sin embargo, no me importa, ojalá sea así y ojalá esa persona te de lo que yo no supe darte. No fue culpa tuya, ni mía, la culpa no tiene sentido cuando se habla de amor... Hay tantas cosas que decirte, tantas canciones que no te dediqué, tantas... Sé que es estúpido pensar en eso ahora, pero los pensamientos, como los sentimientos, navegan caprichosamente por nuestra conciencia, ajenos a nuestra voluntad, nebulosa tiránica del silencio. Ha pasado un año, y otro viaje sin ti, pero otro viaje para ti.


Así, tal y como escribe Jorge Manrique; "Así, con tal entender, todos sentidos humanos conservados..." te escribo esta carta, a pesar de que no la vayas a leer, ni ninguna que te pueda escribir, a pesar de revivir aquellos días y de dar letra a tu cuerpo siempre presente, a pesar de todo ello, te escribo esta carta. Aunque ya no sirva de nada, quiero decirte, una vez más, que te echo de menos, y que gracias, gracias por todos los días que me hiciste sentir feliz.


Un beso

Javitxu



lunes, 11 de agosto de 2008

Breve viaje




No puedo evitar recrear en mi mente, cuando atravieso las tierras de España, la imagen de un tren antiguo, ruidoso en un páramo inmóvil, y la silueta de Antonio Machado tras una de sus amplias ventanas. Tiene una mirada serena, ligeramente cansada, y con esa sonrisa, que no es sonrisa sino melancólica resignación, a esa vida típicamente española de duelo interno y alegría externa. De alguna manera, esa imagen viene a mí inmediatamente cuando viajo y cruzo los campos españoles. Aunque la orografía de la comunidad valencia en nada se parece a la castellana, y aunque ante el sosiego y la calma de los campos ocres y tiznados de una colores siempre duros, según se encuentre la cosecha, y de los molinos desarbolados, como navíos inmensos encallados en un océano de cultivos, nada tienen que ver con la ferocidad alegre de los montañas valencianas, que se alzan orgullosas impiendo al humano normal alcanzar sus cimas, dejando, por lo general, parte de su rostro escarpado y desnudo, mientras que por el otro una larga cabellera arbolada llega hasta los pies mismos de la carretera. Y digo que, aunque en nada se parezcan estos paisajes, sin embargo, la misma imagen acude a mí. Machado observa esa tierra magnífica que es nuestra España, y que no le vería morir.


Y eso pensaba mientras la moto cruzaba la carretera, como una vena de asfalto negro, endurecido, que atraviesa campos, ríos y caminos, y cuyas curvas acarician los dóciles olivos, pálidos y estrellados de aceitunas diminutas, que se yerguen penosamente como un lamento esparcido hacia el cielo. A ambos lados de la moto, podíamos observar ese juego íntimo de los elementos en el horizonte, bien cómo las luces penetraban en las montañas y emanaba tonalidades malvas, púrpuras y caquis que se repartían desordenadamente por los espacios, bien cómo las nubes vestían y desnudaban de sombras los campos y las montañas, como un juego de sombras chinas, cambiando la coloración y la tonalidad del paisaje. Pero, sin duda, llama más la atención aquellos pequeños corrillos de chopos (“íntimos como una pequeña plaza”, que diría García Lorca) que se miran entre sí, recogidos, temerosos, escondiendo el cristalino secreto que a los pies de sus sombras sale de la tierra seca para tomar aire, y perderse otra vez en un hilillo agónico entre las piedras. Quizás fascinados, quizás temerosos, parece que una manada de chopos hubiese acudido a beber de esa misteriosa fuente, y que en ese acto lento la arbolada hubiese cubierto de humedad y vida, como un oasis perdido en el desierto, aquella tierra yerma y estival.


Viajar en la moto ha sido fascinante para mí, aunque creo que no tanto para José, el pobre sufrió con la ausencia de respaldo, aunque lo sobrellevó dignamente. Para mí, en cambio, ha sido una sensación maravillosa. Sentir la carretera, sentir el viento impactando continuamente sobre mi pecho, tirando de mi cuerpo hacia atrás, y bullendo dentro del caso, un hervor de vientos violentos como en una caracola marina de ésas que absorbe el aire y lo retorna descompuesto en un sonido semejante al mar, pero en el caso del casco, semejante a una cascada horizontal de vientos huracanados. Así, viajar en agradable porque, de alguna manera, siento que me abandono, pierdo las referencias y me enfrento a la incógnita despreocupada del exterior, y a la furia caprichosa, aunque constante, de mi interior. Fuerzas encontradas, separados apenas por la fina capa de mi piel, como océanos diferentes que se buscan y se llaman.


Morella, tras un puerto montañoso, reminiscencia en mi recuerdo de las tierras grises y lluviosas de Escocia, donde la geografía se hace solemne y noble, salvaje y delicada en sus formas. Un piedra gigantesca, probablemente una nube convertida súbitamente en roca, parece haber caído sobre la cima de una colina, desprendiendo en su caída, una costura de muralla que traza su costado formando una zeta, salpicada por unos tejados blanquecinos entre los cuales resalta, entre árboles, el campanario de alguna pequeña iglesia. La roca caída ha formado precipitadamente un castillo apenas distinguible entre la roca oscura y la piedra envejecida y pulida por el tiempo. Me fascina ese mimetismo entre la montaña y el ladrillo de las construcciones militares de la época de la reconquista, pues me retrotrae inmediatamente a un ambiente seco, hostil, de caballo cubiertos de mallas, escudos gigantes, espadas toledanas y jinetas. Imagino que al estar mi tierra murciana cubierta de historia, de esta historia lejana y fascinante, pues es un retorno a mi propia historia. Por lo demás, Morella no impresiona, y cansa ese torrente de escalones que se precipitan contra nuestros pies y los cubre, rebasando también los minúsculos muros de ladrillo que hay en las puertas. Dejamos atrás su imponente figura, aristocrática, de esos reyes antiguos de largas barbas que bajo gruesos párpados dirigían la nación con el solo gesto de su mano. Rumbo al Delta del Ebro.


José me dijo en una ocasión, que prefería su vida interior a la exterior, ya que aquella era más rica y más interesante que la real. En ese pensamiento estaba cuando la moto atravesaba los cultivos inundados del Delta del Ebro. Camino mal asfaltado que atraviesa arrozales y pequeñas casas antiguas de techos inclinados, blancos, calcáreos, que rozan con sus puntas la pequeña huerta que siempre les rodea. Pasa una carretera de arena que deja a ambos lados dos playas, y esa carretera es fina como una lágrima, como el trazo que haría Dalí de una playa estirada, pero que te hace sentir que penetras rápidamente en un espacio detenido, donde el tiempo lo marcan las sombras que la carretera va expandiendo hasta alcanzar el mar. Y él dormía hacía poco tan plácidamente, su rostro ovalado, sereno y aterciopelado, con la boca entreabierta exhalando mercurio entre sus labios. ¡Duerme tus sueños cerca de mí, mientras yo te alejo los míos! Mis sueños arden a tus ojos, evaporando los besos que me pides con tanto amor contenido.


No consigo leer. Tampoco escribir. Este mismo texto me ha costado días, y es inconexo, compuesto de textos desmigajados, escritos en todas partes, y en ninguna en su totalidad. Pero es todo lo que puedo dar ahora, ni siquiera lo voy a corregir, necesito colgarlo ya, ver que algo camino. Me siento vacío y torpe, así que no voy a intentar hacer algo bonito, eso me lo reservo para cuando pueda apreciarlo yo primero. Lo lamento por aquellos que esperan algo de mí en estas palabras que de vez en cuando escribo para aquellos que leéis, conocidos y desconocidos. Sigo intentado salir de este letargo intelectual y afectivo, sigo intentado salir...


domingo, 20 de julio de 2008

Despierto



Despierto lentamente, deslizándome del sueño como un líquido denso que, volcado accidentalmente, va escapando de su prisión de cristal, a una velocidad casi imperceptible, pero inexorable. Derramándome pesadamente, arrastrando una nocturnidad húmeda y torpe, voy abandonando la fantasía onírica para adentrarme en ese espacio donde los objetos, los pensamientos y los colores, todos ellos distorsionados, se reconstruyen precipitadamente. A medio camino entre dos mundos, el material y su reflejo ilusorio, comienzo a abrir los ojos, sobrevolando líneas imaginarias que atraviesan ambos mundos y los unen, y dejando que el día penetre en mis ojos con la inquietud de las primeras estrellas.


Lo primero que veo es la piel blanca de la pintura, agrietada por los años, como en la senectud humana, en el marco de la ventana que hay sobre mí. Observo detenidamente ese tacto anciano, sus trazos quebrados, elevados en algunas partes y ausentes en otras, como arañados por la mano invisible del tiempo que, con rabia, exigiese el reflejo material de su invisibilidad. La ventana, apenas entreabierta, deja pasar un tímido rayo oblicuo, afilado, que atraviesa mi cara, y corta mi cama de extremo a extremo, descubriendo una finísima pantalla de luz mágica frente a mis ojos, donde infinidad de mínimas partículas iluminadas flotan y revolotean en un navegar lento y caótico, mostrándose solamente a su paso por el haz.


El cielo, tras el cristal enturbiado por el tiempo, está tiznado de ceniza, ese color metálico, indefinido, que se confunde tanto con el pálido azul alicatado del edificio de enfrente, como con las nubes expandidas que han perdido su forma y ocupan todo el cielo. Pared del edificio de enfrente, cubierto por una legión ordenada de pequeñas conchas urbanitas, uniformes y cuadradas, que reflejan la luz, difuminándola y devolviéndola como un manto de luz irregular que me alcanza, a través de la ventana, dotando de un color suave, apagado y mineral, mis sábanas y mi despertar.


Es en ese momento íntimo, en el despertar de alborada, cuando el tiempo se hace precioso al perder su cordura, y creamos un espacio ocioso que invita a la humedad o al recuerdo, donde retozamos con los minutos, jugueteamos con el sueño, penetrando y saliendo de él caprichosamente, y creamos cuerpos con el latido efímero de la imaginación. Quizás porque un sueño de esta noche haya liberado tu recuerdo de su prisión de olvido forzado, o quizás porque en aquel despertar, algún movimiento, desató alguna partícula de tu olor que, cautivo, todavía se escondía entre mis sábanas. No sé la razón, pero una vez más volviste a mí, despertaste a mi lado, con tu sonrisa absoluta, vertical a mis ojos somnolientos, y una vez más, quise acariciar tu piel, con esa peligrosa mezcla de tristeza y placer, que nos produce una visión que, a pesar de ser conscientes de su irrealidad, nos negamos a abandonar sin haberla besado antes. Tiranía del recuerdo que sojuzga la voluntad y estalla en la soledad, y en las pequeñas cosas cotidianas que una vez compartimos.


Ahí estás tú de nuevo, real y hermoso, tumbado a mi lado, los ojillos entrecerrados y la sonrisa adormecida. Tus labios tiemblan como lo hacían ante los míos, y parece que tus ojos negros, masivos, en un infinito universo opaco, alcanzan los míos y los desbordan. Son tus ojos una marea oscura en la que, al igual que las olas encrestan sus cimas con espuma de burbujas para recogerse perezosamente en el reflujo, algunos puntos plateados tiritan en su profundidad, desprendiendo haces verdosos que se expanden hasta el borde de la pupila. Tu piel, como la orilla del playa, dibuja formas diferentes en cada movimiento, como la resaca escribe su paso sobre la arena cuando una concha, o una piedra pulida, ofrece resistencia, creando dos largos rastros horadados de arena blanquecina. Así la luz se posa en ti, creando pequeños lagos luminosos que desaparecen cuando respiras, y vuelven si te mueves, geografía viva, nerviosa y cambiante que se crea y destruye a cada segundo en tu piel.


Sé que no eres real, no puedes serlo, pero no importa, la realidad hace tiempo que dejó de ser suficiente para mí, así que acaricio con mi silencio las curvas que creas en las sábanas, mientras la forma de tu cuerpo se descubre sobre ellas. Me acerco a tus labios, tu mirada no cesa, estoy tan cerca que casi siento tu aliento inerte en mis ansias, me acerco un poco más y, por fin, mis labios besan un vacío que hiere la soledad, como aquella carta nunca contestada en la que daba mi vida por ti. Beso de aire que asfixia mi alma.


La cortina de luz va cobrando fuerza, expandiéndose como una niña inquieta que se abandona al placer de abrir los regalos sin interesarle su contenido, cubriendo las esquinas en avance dorado. Los objetos ya definen sus formas y las estrenan orgullosamente con la formalidad de sus límites. El sueño queda atrás, como atrás queda tu imagen, desvanecida, yerma, y mi conciencia va, poco a poco, conquistando los espacios que abandona la imaginación. La luz ya ha perdido su cuerpo, y lo domina todo, dejando paso a un haz de sonidos, la calle y su tránsito, que se expande inexorablemente.


Estoy despierto pero tumbado, caído, todavía con la sombra de tu recuerdo entre mis dedos, en la mirada y en los labios. No pasa nada. Todo bien. Comienza el día. No me preocupo, ahora ocurre cada vez menos. Todo bien.

miércoles, 9 de julio de 2008

Proust en tu concierto



A simétricos intervalos, en medio de la inimitable ornamentación de su follaje, inconfundible con el de ningún otro árbol frutal, abrían los manzanos sus largos pétalos de satén blanco, o dejaban colgar los tímidos ramitos de sus capullos encarnados. Por allí, por el lado de Méséglise, es donde observé por vez primera esa sombra redonda que dan los manzanos en la tierra soleada, y esas sedas de oro que el sol poniente teje oblicuamente bajo las hojas del árbol y cuya continuidad veía yo a mi padre romper con su bastón, pero sin desviar nunca sus hilos.


Al leer este párrafo en el “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust, quedé consternado. Tras varias lecturas, comprendí que una imagen visual nítida, clara, de ese momento, jamás alcanzaría la precisión y la belleza que Proust era capaz crear. Evidentemente, esa imagen no es exacta, no es una descripción detallada de una realidad visual estática, sino que atraviesa la memoria, y mezcla sentidos, sentimientos e imágenes, creando algo diferente a lo percibido, que sobrepasa lo que cualquier humano podría no sólo percibir, sino sentir. Uno puede recrearse en la imagen, desmenuzarla poco a poco, como comíamos lentamente el último pedazo de nuestra tarta de cumpleaños. Cuando leo a Proust así, lo concibo como un mar inmenso en el que una barca, yo mismo, puede caer sobre sus aguas y navegar infinitamente. Pero hay otra forma de leer, por lo menos yo lo considero así, y es aquella en la que “leer” no es una acción, sino un “estar” en el mundo. Leer me aparta de la realidad tangible de los sentidos, y de las necesidades inmediatas cognitivas, para llevarme a lugares únicos que sólo habitan en mi silenciosa intimidad, obligándome a desdoblar mi realidad y pasear por aquella que se pierde en mi cerebro, y que tan pronto disuelvo como vuelvo a crear.


Leer, para mí, se impone como una necesidad, pero no con el fin de obtener conocimiento, quizás ni siquiera por placer, aunque lo haya, sino para facilitar la permanencia en este mundo, tan ajeno a nuestra voluntad, y del que sólo somos piezas prescindibles. Me permite, también, un diálogo interno, íntimo, en el que los sentidos se ponen a disposición de la imaginación, y se convierten en hilos con los que tejer y unificar las diferentes telas en las que, fuera de toda lógica y razón, se han convertido mis sentidos, sentimientos, recuerdos y pensamientos. Nadie gobierna su cerebro, que responde a leyes desconocidas, y somos ilusos si pensamos que porque a menudo, y caprichosamente, decida acompañarnos, es señal de que responde a nuestro dominio. Pero el arte, en este caso la lectura, nos facilita esa comunicación entre intimidades, vidas escritas, pintadas, esculpidas, entre hombres y mujeres, que trascienden la vida y la muerte, hablándonos, emocionándonos, desde los siglos más lejanos.


Recuerdo a mi madre temblar, compungida, y derramar lágrimas en su conmoción, al ver “la piedad” de Miguel Ángel. ¿No sientes el dolor de una madre que sostiene sobre sus brazos el cuerpo inerte de su hijo? ¿No sientes en su mirada de mármol, arder la vida encendida de los latidos minerales? Parecía decirme mamá. ¿Acaso no sientes su dolor? Y fue la mano de Miguel Ángel, la mano humana ya descarnada y estrellada, la que esculpió el dolor en su cisma, en su máxima expresión, en la roca fría y yerma, que conmueve hasta las lágrimas a mi madre, cinco siglos después. El arte nos hace inmortales, y por ello más humanos, clama en cualquiera de sus formas, el sentimiento que lucha por permanecer, por superar las frágiles leyes humanas.


Por ello, y quizás porque necesito más tiempo que el habitualmente necesario, el arte en mí requiere paciencia, y requiere dominio por mi parte. Leo, me detengo, vuelvo a una frase, la señalo, la vuelvo a leer, la incorporo a mi vida, y la dejo, como con vida propia, en ese pequeño espacio de la conciencia cotidiana, para que juguetee a su antojo con los pensamientos más inmediatos. Permanece como una melodía, una pregunta a la que no hallamos respuesta y que permanece dormida a la espera de que la respuesta, como un sonido lejano, la alcance y la despierte bruscamente de su sueño inquieto. Una estrofa de un poema que permanece en nuestra percepción, impregnando los silencios de un fina esencia insuficiente para pensarla, pero suficiente para sentirla. Pero ello requiere tiempo, y requiere, sobretodo, intimidad.


La música, al igual que la lectura, me transporta a ese lugar íntimo, que precisa el abandono de la consciencia sobre lo circundante, para dedicarse exclusivamente a violar una a una todas las reglas de la razón. Como un camino que me conduce a abandonarme, para penetrar, paradójicamente, en mí mismo, pero imbuido de una lucidez y una clarividencia tal, que permite al alma tener ojos y a la mente reír como un niño. Pero se trata de una actividad privada, lenta, que requiere un ritual, y que sólo comienza cuando la soledad es suficiente como para olvidar toda vida que no se encuentre en mi mente. Por ello, nunca he disfrutado de los conciertos en vivo, nunca de las exposiciones acompañado. Si estoy en un concierto, estoy obligado a permanecer sentado, intentando alcanzar un estado de bienestar que en nada se relaciona con lo que normalmente me evoca el arte. Lo percibo como un lenguaje hostil que no comprendiese, del que sólo me llegase una incómoda sensación de inquietud, y que por no poder alcanzarlo, por no comprenderlo, sus tonos se hicieran más graves, y sus timbres más penetrantes, como una discusión pasada de la que no recordamos el contenido sino sólo las percepciones y sensaciones imprecisas del malestar que nos causó.


Ésta es la razón por la que no acudo a conciertos, y también por la que prefiero alejarme del arte que no comprendo, hasta que llegue el momento en que esté en disposición de hacerlo. Las canciones en directo, que tanto me suelen gustar, las escucho sobre mi cama, imaginando los rostros de quienes la escuchan, el sentido veleidoso de sus expresiones, imagino también la sonrisa previa, o quizás posterior, de cuando elevó el tono, o cuando lo disminuyó, otorgando intencionalidad a cada una de sus partes, o convirtiendo toda la canción en un espacio sonoro sobre el que los objetos físicos, y las personas, pueden amar y odiar.


De todas formas, puede que al próximo concierto, sí vaya contigo.



viernes, 27 de junio de 2008

En busca del tiempo perdido


“Sólo ese dolor es el que fuerza a los filósofos a descender finalmente a nuestras profundidades y abandonar toda nuestra confianza”. Así, como Nietzsche escribe, por una impronta prenatal de los latidos de corazón, descendemos a las entrañas de la soledad y buscamos en ella el mecanismo que todavía nos hunde más en el barro, en la mentira destructiva que libra de responsabilidad al otro y nos condena a la culpa perpetua del “yo” como desgarro. Pero quiero que este artículo sea diferente. Quiero escribir un “confieso que he vivido” como Neruda. No es una excusa, ni un canto ciego a las virtudes olvidadas, o apartadas, que ahora siento tan lejanas. Es un recuerdo dulce, a viva voz, de que dentro de mí hay seda, como hierro, y que mi mano hiere como cura, y que sabe acariciar.

“Reivindico el espejismo de intentar ser uno mismo”, canta Aute. Yo me reivindico. Tengo la costumbre, quizás por aflicción romántica, de guardar todo el mal que sobre mí han escrito, y leerlo de vez en cuando. Pero esto lo hago en tantas ocasiones, que a veces olvido que realmente no uso veneno como aroma de flores, que diría Silvio. Y como él, os digo: “Soy de tantas maneras, como gente pretenda nomás calificarme […] Asumirse en los fuegos, es no dictaminarse”. Soy imperfecto, profundamente imperfecto, pero “¿Quién le dijo que yo era risa siempre nunca llanto, como si fuera la primavera, no soy tanto?” bien pregunta Nicolás Guillén. Y como dice, para terminar con tanta cita, Silvio, de nuevo, “Quiero que me digas amor, que no todo fue naufragar por haber creído que amar era el verbo mas bello, dímelo, me va la vida en ello”.

Y de pronto me veo, una vez más, sorprendido sin embargo, intentando acercarme a personas que no lo merecen, o que desprecian abiertamente mi compañía. Pero vuelvo a ellas, les doy abrigo, el cobijo que no han pedido y desdeñan. Agotado, con los años, miro a mi alrededor y veo un amplio horizonte con unas pocas personas que, heridas en su mayoría, todavía me quieren y me aprecian. Otras yacen en el suelo, ensangrentadas, maldiciendome, buscando desesperadamente el filo en mi piel, o bien escondiendo sus lágrimas tras una barrera de indiferente silencio. Pero no todos cayeron, y de los que lo hicieron, algunos se levantaron, y ahora me miran, con más fuerza, sonriendo o serios, pero cerca de mí en la distancia, a mi lado, sintiendo su calor de todas formas. Y son esas personas las que quiero cerca, porque lo merecen, lo han ganado.

Tengo 26 años, y tengo muchas cosas por las que sentir vergüenza y profundo arrepentimiento (no comprendo porqué la gente suele decir esa detestable y absurda frase; “yo no me arrepiento de nada”). Yo sí me arrepiento de muchas cosas… y quien vive conmigo aprende rápido que soy un huraño, un estilista (gracias Antonio) y un gruñón. No niego esa parte de mí. Pero tengo otra, que generalmente es ignorada y que yo apenas discrimino entre quien la aprecia y quien no. También tengo aspectos por los que enorgullecerme. He escrito un libro que se va a publicar, y otros tantos que no, he viajado bastante, leído más, algo sé de política y de historia. No todo son espinas, no todo son defectos.

Me siento cansado de luchar por quienes no luchan por mí. Me siento cansado de insistir e intentar conservar aquellas amistades que ya se encuentran casi en putrefacción. Me he cansado de permitir que desconocidos me juzguen o ignoren y yo no sea capaz de mandarlos lejos de mí. Los que son amigos, lo son porque luchan por mí, y los que lo quieran ser, que me busquen. Estoy tan cansado de insistir… tan cansado de permitir…

¿Cuántos retornos, José? ¿Cuántos, Sergio? ¿Cuántos, Tes? ¿Cuántos, Álex? ¿Cuántos, Rafa? A ellos les debo mi amistad, les debo mi respeto y mis deseos de crecer, de ser mejor. Se los debemos a quienes insisten, a quienes a pesar de las heridas, del daño, se tumban a nuestro lado, asumiendo que la cuchilla es ahora caricia, porque no hay violencia permanente entre nosotros. ¡Basta de gratuidad en mis abrazos y de clemencia ante la agresión! Si me buscan, y no es tarde, me encontrarán.

Así que voy a intentar asumir aquí un compromiso ante vosotros. Voy a intentar, con todas mis fuerzas, “quererme un poquito más” como diría Rafa. Juzgar por los actos, por el interés demostrado de quien me empieza a conocer, o ya me conoce, La causalidad es una necesidad humana, como el comer o el dormir, sin ella nos sentimos indefensos. Pero voy a intentar apartarla, pues por lo general esa causalidad supone revertir el origen y espantar mi raíz. Voy a apostar por la bidireccionalidad, y quien no quiera acceder, bueno, como dice Lluis Llach:

Si em dius adéu,
vull que el dia sigui net i clar,
que cap ocell
trenqui l'harmonia del seu cant.

Que tinguis sort
i que trobis el que t'ha mancat
en mi.

domingo, 15 de junio de 2008

La paga que no volví a recibir

Recuerdo el día en que, con la gravedad característica que mi madre otorga a los momentos importantes, me dijeron que a partir de ese momento, y dado que mi edad ya era la apropiada, comenzaría a recibir una paga semanal. ¡Una paga! Con mis pocos años, que serían unos doce, aquello significaba un salto cualitativo en mi desarrollo. Era como una especie de ritual antropológico por el cual yo ya era considerado adulto para mi poblado. Mi estipendio ascendía a la vertiginosa cantidad de doscientas pesetas. Para quien nunca había recibido una sola peseta, aquello era un número casi astronómico, una realidad cualitativa que pasaba de la nada a doscientas pesetas. El mundo se podía comprar, y yo tenía el dinero.

Siempre fui muy ahorrador, pero al recibir la paga corría a comprarme, por lo menos, dos sobres de cromos. Aquellos cromos versaban sobre películas de Disney, de alguna serie de moda como Caballeros de Zodíaco, de coches y, los preferidos por mí, de monstruos y seres misteriosos. Los cromos más antiguos eran de cartón, con colores pálidos y dibujos algo imprecisos de trazos gruesos. Así eran los de monstruos, y costaba veinte pesetas el sobre. Luego vinieron los modernos, aunque convivieron ambos tipos durante un tiempo, y acabaron por imponerse. Los modernos costaban veinticinco pesetas, o incluso treinta. En ellos, los dibujos estaban muy bien definidos, casi demasiado, y los colores eran vivos y brillantes. Solían tener un marquito blanco y eran adhesivos, es decir, le quitabas la parte trasera, no sin esfuerzo, y se depegaban para ser vueltos a pegar en su lugar correspondiente del álbum. En cualquier caso, la compra de los cromos con la paga recién recibida, era un momento muy emocionante. Una vez que pagabas al kioskero y recibías los sobres en cuyas entrañas aguardaban los cromos y quizás aquel tan inusual que podría ser cambiado por varios cromos en clase, el mundo se detenía. Me iba a un lugar yo solo, respiraba profundamente e iba abriendo uno a uno los sobres, mirando cromo por cromo, sintiendo una gran decepción y una gran alegría, según el contenido que iba descubriendo. Es sorprendente la facilidad con que variaban las emociones a esa edad. Luego, en el colegio, cada uno de nosotros llevábamos un monto de cartas, que manejábamos con gran habilidad, mostrándolas a otros niños, mientras repetíamos a gran velocidad “tengola, tengola”, que era el resultado de decir muchas veces “la tengo, la tengo…”

Recuerdo también, nítidamente, el día que, unos meses después, mi paga se vio aumentada en cincuenta pesetas. Aquel aumento, por ser el primero, supuso otro cambio cualitativo con respecto a la cantidad anterior. Esas cincuenta pesetas me permitían acceder a otro tipo de compra que iba a cambiar por completo mi reconocimiento social. Con doscientas cincuenta pesetas podía comprar un flamante “Don Micky”. Se trataba de unos libritos de tapas blandas, coloreados con puntitos ínfimos que resultaban colores tristes y apagados, y que narraban varias historietas, excepto los especiales que consistían en una historia larga completa y por lo general mejor dibujada y más interesante, cuyos protagonistas eran siempre los personajes clásicos de Disney. Aquello tenía un parecido, según mi joven opinión, a los cuadernillos de los relatos de Alejandro Dumas, cuando se vendían en fascículos semanales o quincenales, y me enorgullecía de ello. Sentía que estaba haciendo una biblioteca propia, y comprada con mi propio dinero, aquello daba roble y barroquismo a mi presencia y a mi pensamiento. Claro que también me deslizaba por caminos algo más prosaicos, pues al lado del “Don micky” estaban los Playmobil, otra de mis grandes pasiones. La caja individual, que incluía un muñeco y algún que otro pequeño accesorio costaba, precisamente, doscientas cincuenta pesetas. Pero entonces, si compraba cualquiera de las dos, no podía comprar sobres pues agotaba todos mis capital. Aquello suponía un sufrimiento tan profundo como fugaz, ya que, tras los primeros minutos en los que me cuestionaba si había decidido bien, una vez que lo abría, me volcaba en mi nueva adquisición.

Las quinientas pesetas de paga me sacaron de mi infancia y me llevaron directamente a la juventud, a la preadolescencia. Aquella moneda dorada, amplia y pesada, confería a mis posibilidades seriedad y formalidad, casi nobleza. Uno no podía recibir esa moneda sin sentirse enjuto de orgullo. Suponía un cambio de estamento, una riqueza tan excesiva que nada de lo que me gustaba suponía tanto costo, de forma que podía comprarme la “Micromanía”, revista de videojuegos, muy luminosa, extensa y con un lenguaje sin diminutivos ni sonrisas, es decir, una revista de adultos, como lo era yo con mi moneda. Los cromos, los libritos y los playmobil habían sido desplazados, estábamos hablando de cosas adultas, hablábamos de las revistas que estaban en el escaparate.

Pero no sería hasta el billete de mil pesetas, que alcancé la adolescencia y, por lo tanto, esa adultez aparente y sufrida que sólo se vuelve a sentir, según me han dicho, cuando tenemos un hijo. Un billete era ya cosa seria, muy seria, la moneda era el metal vil, tangible, que pesaba su precio y, por lo tanto, su valor era limitado. Pero el billete, ¡el billete era algo simbólico! Ya no era dinero contante y sonante, pues ni se podía contar, al ser una unidad, ni sonaba si jugueteabas con él acariciándolo con las manos en el bolsillo. Su valor podía ser infinito, pues era otorgado por consenso. El billete me permitía algo muy importante, algo determinante, me refiero a “salir con mis amigos”, tomar un helado y jugar unas partidas en las recreativas. Aunque fuera más dinero, muchísimo más que las doscientas pesetas iniciales, se acababa mucho antes, y el billete rápidamente se disgregaba en monedas policromadas y heterogéneas, sin duda menos valiosas siquiera en conjunto. Además, el billete luego se redujo de tamaño, y parecía más un billete del “Monopoly” que uno real. Finalmente llegó el dinero entregado al mes, no a la semana, y la cuenta en un banco, hasta entonces prohibido por mi familia (“no tienes edad para tener cuenta en el banco”, me decían mis padres mientras yo miraba con envidia las tarjetas juveniles, con trazos de colores y letras doradas y plateadas de las tarjetas de crédito de mis amigos del colegio).

¡Cómo cambia el valor del dinero! Cómo cada vez, a pesar de ganar más, la ilusión disminuye, se hace más ruda y más fría. Quizás hacerse mayor es perder paulatinamente la magia y la ilusión de las pequeñas cosas. ¡Qué pena! Pero guardo mucho cariño, y muchas sonrisas cómplices que permanecen en mí, cuando recuerdo aquella tarde que, con mi tía Ana, tras comprar un granizado de limón, hablábamos de cómo cuando yo fuese mayor, tendría una fábrica de dinero y así nunca me faltaría nada, y le daría a ella, y a mamá y a papá, y a todo el que lo necesitase. Nunca un granizado me supo tan bien, ni nunca vi mi futuro tan claro ni, desde luego, tan feliz.

martes, 10 de junio de 2008

El rey Midas aterrado




Dioniso entregó al Rey de Frigia, Midas, el don de convertir en oro todo aquello que tocara con sus manos. Tan pronto como lo adquirió, comenzó a tocar grandes objetos que quedaban rápidamente convertidos en tan preciado metal. Pasada la felicidad del primer momento, pronto se dio cuenta de que al tocar a las personas, éstas también se convertían, y de la misma forma ocurría con los alimentos. Imagino a Midas aterrado, corriendo por su palacio, mientras sus más fieles sirvientes y las personas que amaba, se convertían en oro a su tacto, y mientras el hambre le devoraba sin poder comer nada. Aquel maravilloso poder se había convertido en una pesadilla. Lo que un comienzo le había posibilitado a convertirse en el más rico y poderoso soberano del mundo, estaba resultado un desastre que sólo le causaba sufrimiento y soledad. Por suerte, Apolo le liberó de tal don, pero quizás ya era tarde para algunas personas queridas, que ya nunca volverían a latir.


A veces siento que algún Dios olímpico me ha dado un don parecido, y como Midas, corro aterrado al ver los caídos y el silencio doloroso que me envuelve en noches como ésta. Sé que he sido muy amado, pero también he sido muy odiado. Por lo general me tomo con humor las muestras de odio, pero mentiría si dijera que no me afectan. ¡Claro que lo hacen! ¡Y mucho! ¡Cada vez más! Quizás el pasar de los años, el hacerme mayor, está cambiando mi escala de valores. Antes lo bueno compensaba lo malo, las buenas palabras y los buenos sentimientos, solapaban los fracasos que con palabras dolorosas se perdían en correos, cartas, lágrimas, etc. Ahora no, ya no. Así que cada cierto tiempo, releo algunas frases para no olvidar el daño que he causado, arriesgándome a rasgar el recuerdo de ciertas personas.


Tatiana me ha dicho que soy “tóxico”, y de pronto ha venido a mí un torrente de recuerdos, pero sublimados en palabras, frases, conversaciones, etc. Luego se hicieron personas, claro, aquellas personas que me las dijeron, en el lugar donde me las dijeron, cómo lo hicieron... Luego hay otras personas mudas, olvidadas sus palabras, pero presente la ausencia persistente y dolorosa de su cariño y de sus promesas. He pensando en muchos, pero en especial en uno, uno que se fue y no va a volver. Sin embargo, no ha reaparecido espontáneamente de un rincón oscuro del recuerdo, sino que ya llevaba días en la penumbra, moviéndose lentamente hasta la luz de la conciencia. Incluso, hace unos días, el sonido de su nombre en mis labios me arrancó del sueño en un despertar melancólico y confuso. Hace días, como digo, que se va descubriendo en las carencias de los demás, y me recuerda su mano separándose de la mía sin llegar nunca a perder su contacto.


Todavía guardo su carta del 12 Julio, y guardo nuestras sonrisas, y nuestros gestos, la complicidad de las miradas y todas esas cosas maravillosas de cuando quieres a alguien y te sabes querido. Creo que nunca llegué a dedicarle la canción que tanto me recuerda a él, y cómo esa canción habla de un mundo íntimo y oscuro, de reminiscencias infantiles, donde ambos, él y yo, hablamos un mismo idioma, y donde sin explicaciones, la mirada del otro da calor, y da hogar. Un mundo que ambos habitábamos a nuestro pesar, huyendo permanentemente de él sin poder abandonar realmente sus caminos, en los que, junto a nosotros, transitan los miedos y las estaciones confundiéndose entre sí. Se quedaron tantas palabras en mi boca, agonizaron tantos besos que se merecía… Ahora no está y lo echo mucho de menos. Será feliz, seguro, me dijo en una ocasión que desde que se había separado de mí, había empezado a ser feliz. Bueno, ya no guardo rencor, pero no querría verlo, y lo evitaría si me lo cruzara, pero en esta soledad aburrida que me embarga e irrita, su compañía me hubiese supuesto un bálsamo necesario.


Me voy a permitir la licencia de llorar sobre el teclado, llorar a gritos, como los gitanos, y gritar tu nombre. Déjame tocarte, sentir tu piel débil y blanquecina temblar nerviosa en mi presencia. Déjame que vuelva a mirarte mientras duermes, todavía nervioso, inquieto como una pequeña pajarillo en la cornisa, esperando que mi voz te despierte y claves en mí tu mirada asustada. Necesito tu mano, tu mano y tu silencio, y también necesito tu risa. ¡Cuánto necesito tu risa! Parecía que al salir de ti, arrastrase la lívida fortaleza de tus huesos, abandonando un débil cuerpo que fuera a quebrarse al sólo contacto con la luz. Sobresáltate sorprendido y confuso si te descubro encendiendo un cigarro antes de besarme… ¡Era tan hermoso reñirte mientras una mueca de arrepentimiento infantil partía tu frente! ¡Me resultaba tan difícil no abrazarte cuando te sorprendía, dramatizando mi enfado, intentando evitar hacer los trabajos que tenías pendiente! Tú has sido mi pérdida más dolorosa… ¡Tú, que me prometiste no abandonarme nunca!


Pensaba hacer este artículo a base de frases terribles que me han escrito, especialmente gente que me ha amado. Pero te has interpuesto y, además, sería demasiado largo y probablemente dañino, comenzar a buscar una a una las frases hirientes y crueles que me han escrito. En cualquier caso, lo que quería escribir es que en una sola semana, ya me han dicho que soy tóxico, que doy asco y que estoy podrido. Quizás es demasiado para una semana. Me voy a despedir, pero lo quiero hacer con el final de una conversación con uno de mis mejores amigos:”Has sido siempre cruel conmigo aunque hayas sido increíblemente bello en otras ocasiones / pero en el fondo estás podrido / y en eso yo no puedo ayudarte / puedo tolerar tu maldad / pero no puedo ayudarte a ser mejor / porque está dentro de ti / un beso”


Lo dicho, quizás demasiado para una semana.

viernes, 30 de mayo de 2008

A ti, desconocido amado

Como un delirio Escheriano de serpientes copulando y cayendo por disparatadas pendientes, las carreteras van retorciéndose, cruzándose unas con otras, jugueteando como delfines en la proa de mi coche. Eso significa que estamos llegando a Madrid. Es inconfundible. Metal y vidrio, coches feroces que atropellan el silencio, como atropellan el espacio sucio de las calles. Sin embargo, a diferencia de tantas y tantas otras veces, en esta ocasión, no sentía esa íntima melancolía y profunda soledad que siempre me evoca Madrid. En esta ocasión tenía en mente, repitiéndose una y otra vez, como aquella frase que no le llegamos a decir porque en ese momento no se nos ocurrió y que habría cambiado el curso de los acontecimientos, los versos de Bécquer: “¡Tú, sombra aérea que cuantas veces voy a tocarte te desvaneces, como la llama, como el sonido, como la niebla, como un gemido del lago azul!”


Y es que, ajena a toda racionalidad, experiencia y sentido común, su imagen se iba formando poco a poco, surgía nítida, absoluta, para luego deshacerse entre brumas. O bien, tus palabras eran unas, y luego otras, y tu sonrisa, y tu mirada, todo venía y se iba, como una marea desconocida, volvía para irse de nuevo, alterando toda coherencia tal y como sólo la imaginación puede construir. Me sentía en el cuento de la lechera, siendo tú, lo poco de ti que sé, más bien lo nada, acaso una imagen imprecisa (lo que dura una sonrisa a un conocido incómodo que se aleja) como ése cántaro que sobre mí se tambalea y ameneza con caer y desparramar por el suelo mis ensoñaciones.


Constante en mi mente, en el silencio íntimo del horizonte a través del cristal del coche, te has ido expandiendo y colonizando la poca, poquísima, parte de mi cerebro que utilizo a las cuestiones prácticas y cotidianas. Sin saber nada de ti, sin haber hablado ni dos palabras, has envuelto mi mano con la tuya, transparente pero cálida, a lo largo de todo el viaje, y he sentido tu cuerpo junto al mío, perfecta unión nocturna de hogar y ternura. Pero de alguna forma, me ayudas a superar ciertas ausencias y malos recuerdos que retornan sin control a mi mente, como pajarillos asustados, escapados de la jaula en que nacieron. Me ayudas a tener esperanza, a encontrar algo, o quizás alguien, en quien descansar. Lo escribo, y me parece tan lejano…



Tu mirada gris, abatida, como de plata gastada, se mueve derrotada y tiritante, desprendiendo ceniza y estíos sobre los objetos y personas en los que se detiene. Es de luna tu mirada, de esa pálida luna discreta y avergonzada que a veces podemos ver en el cielo claro del mediodía, mientras espera volver a su reino nocturno. Y todo en ti es ocre, aunque de una belleza delicada, melancólica, como aquella que presa en el barro su grito nos alcanza y conmociona al mirar con desagrado la pobreza, o la suciedad, en la que habita injustamente. Un Otoño es tu presencia, que apaga los colores y descubre la belleza desnuda en la sencillez de tu rostro. Parece que posees todas las estaciones del año, y todas las horas extrañas, y los tejados sonoros donde repiquetea la lluvia.


Una fina arenilla de escarcha imagino tu piel, desprendiéndose incesantemente, dejando su rastro de escarcha desecha en todos los objetos que tocas y lugares por donde pasas. Te deshaces lentamente, como la roca ante el mar, o ante el viento, y pareciera que poco a poco tu cuerpo es menos, tanto que, un día, una breve racha de viento, como la que empuja las hojas caídas y las levanta, te diseminara definitivamente. Breve y absoluto, tu estar desata mi imaginación y te confunde intencionadamente con la sábana, mi piel u otra mirada desconocida.


Me pregunto si tu voz es recia a imagen de tu espalda o delicada como tu mirada. Si sabrá tranquilizarme en las noches de inquietud, o en las tardes en las que nada tiene sentido y sólo deseo huir. Me pregunto si tu abrazo será cálido, y me envolverá con el manto gigante de tu pecho. Si podré hundir mi frente en él y dejarme caer sobre tus brazos mientras tus labios acarician mi frente. Quizás, me digo a veces, eres de los que el amor lo expresa en la distancia vigilada, con el silencio, cogiendo mi brazo sólo si ya estoy desfalleciendo.


Llego a Valencia, después de más de 2000 kilómetros en cuatro días (en tierra, que son los kilómetros de verdad) y me sorprende que no te hayas ido de mi cabeza, que no te hayas desprendido en algún kilómetro impreciso de Castilla. Quizás te quedaste (yo lo habría hecho) en una de esas lomas mágicas sembradas de miles de pinceles que desprenden colores mineros iluminanfo la tarde y haciéndola más bella. Como hacen tus ojos sobre todas las cosas. Lo cierto es que ya es de noche, y ya estoy en casa, es tarde y me voy a dormir, pero lo haré otra vez pensando que eres tú a quien abrazo, y tuyos los oídos en los que digo, como toda la ternura que soy capaz: “buenas noches, mi amor”.


jueves, 15 de mayo de 2008

El fin de la amistad

¿En qué momento acaba una amistad? ¿Qué preciso hecho quiebra su fortaleza? Las amistades pueden acabar, según mi parecer, de dos maneras diferentes. La primera, la imagino como una fractura de un pilar estable, como un cemento que soportara grandes presiones pero que, una vez que ha cedido ante un peso superior, se desmoronara convirtiendo la roca de su piel, en fina arena de mar. Una pelea, una discusión, un amor interpuesto, todo ello puede quebrar la amistad, crear un día nuevo, doloroso (o liberador) que se impone a nuestros deseos o razonamientos. La segunda manera, la más extraña para mí, es aquella en la que la distancia y el tiempo gestan cáncer de desidia y silencio, que acaba por romper los lazos, como los Baobabs del planeta del principito. ¿Ocurre en un momento determinado? ¿Acaso se trata de un proceso difuso que va desatando los numerosos nudos que se formaron las vivencias comunes?

Yo imagino la distancia y el silencio como dos fuerzas que empujan de un plástico en diferentes direcciones. Si lo hacéis, podréis comprobar que el plástico aguanta un tiempo, como la amistad, pero que si la fuerza es excesiva, veremos cómo una ola va palideciendo velozmente los colores y volviendo el plástico más transparente. Eso significa que “ha dado de sí”. Puede que no rompamos la continuidad de la tira de plástico, pero éste ya no volverá a su forma original. Ya no. Así creo que ocurre con la amistad. El tiempo caduca le llama que tintinea en la distancia, y la vuelve frágil, timida, hasta que lo que una vez brilló hasta cegar nuestras sonrisas cómplices, acaba por consumirse, temblando, en un letargo silencioso. Es curioso, pues la razón no acepta la pérdida, mientras que el sentimiento no alimenta el acercamiento. Es cuando no encontramos el momento para llamar, y mañana siempre es un momento mejor.

¿Qué nos queda entonces? Nos queda el recuerdo. Con suerte, un recuerdo dulce, soñador, que nos permita una sonrisa, y una mirada que generalmente se pierde unos segundo en ese espacio indefinido, que indica que la mirada no va hacia fuera, sino hacia dentro. Entonces la conciencia viaja a esos cuartos oscuros donde residen los recuerdos, como fotografías desenfocadas que se mezclan con sabores, olores y otros estímulos de los sentidos. Volvemos a vivir, por unos breves segundos (que en la mente, como en los sueños, variaban el pequeño cuerpo de Alicia en el País de las Maravillas), lo que quedó atrás y, sobre todo, los que quedaron atrás. Recuperamos en un instante, las sombras de lo que fueran esas amistad, volviendo a nosotros un torrente de momentos que se tropiezan unos con otros, y que cesan, volviendose rápidamente cobre y cayendo en el fondo de la memoria donde vagan silenciosos. No negaré la belleza de esos momentos, por minúsculos que sean, en el que recordamos a un amigo perdido, o lo cruzamos por algún lugar. Sucede entonces como cuando encontramos una vieja fotografía entre las páginas de un libro en una estantería cubierta, y que nos devuelve la vida que como si fuese polvo, todavía desprende.

La amistad parece un don más místico que humano, pues no depende realmente de la conciencia del ser humano, sino de algo tan incontrolable como el tiempo. Poco importa el ansia que tengamos de ser amigos de alguien, o de que ese alguien quiera serlo de nosotros. Bueno, importa para que estemos receptivos, claro, pero ni siquiera eso es determinante. Creo que ya he contado en otros artículos, cómo personas con las que quise una amistad, acabaron siendo fracasos, y otras por las que jamás habría apostado, resultan ser, hoy día, mis mejores amigos. Es la continuidad la clave, sin duda, la continuidad. No consiste exclusivamente en conocerse de hace mucho tiempo, sino de cultivar la relación, crecer juntos, compartir. Creo que ciertas amistades son para toda la vida, pero no porque en su interior habite un corazón vivo, sino porque quedaron atrapadas en un momento dado, y como un perfume, van desprendiendo los sentimientos que un día generaron. Pero han perdido la vida, el color, el movimiento, ahora son imágenes fundidas en nuestra imaginación, como lo puede ser el árbol al que subíamos de pequeños, o aquella esquina en que besamos por primera vez a alguien y que todavía parece darnos calor.

Podemos intentar la amistad, pero sólo intentar. Será potestad del tiempo permitirnos ese deseo, o transformarlo en un aparatoso error, como aquel juguete de pilas que nunca llegó a funcionar. La perseverancia ayuda, claro, pero lo que de verdad forja amistad, a parte del tiempo, es un deseo del otro, un deseo de presencia. Eso no se controla, como no controlamos el amor. Podemos besar a alguien con pasión, podemos jurarle amor, podemos repetirnos millones de veces, como gotas de lluvia sobre todos nuestros pasos, que es la persona que deseamos, pero si no hay ese deseo de humedad y calma, no hay amor. Al final besaremos piedra, y dormiremos lágrimas. Con la amistad ocurre igual, me parece, pues no es tan diferente del amor. Recuerdo que en la lectura de “Guerra y Paz” me sobrecogió una escena. En ella, el viejo conde, que tanto ha hecho sufrir y tanto ha humillado a su hija, en el lecho de muerte, pide la presencia de su hija, que nunca se había separado de él, y le dice algo así como “Tú, hija mía, eres mi única amiga”. Y muere.

Así pues, para acabar, vuelvo a plantear las preguntas. ¿En qué momento la amistad perdió su latido? ¿Pudimos evitarlo? ¿Debíamos, acaso? ¿Pudimos hacer más? Y por último ¿Dónde guardar a los perdidos?