lunes, 19 de diciembre de 2022

Ocho años después... y una ausencia absoluta



Han pasado tantos años desde la última vez que escribí una entrada al blog… no puedo evitar sentir cierto vértigo al asomarme, aunque sea de soslayo, a estos últimos años. Oscar Wilde escribió que «a veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante». Pero no, ese vértigo no sobreviene por haber vivido una sucesión de acontecimientos trepidantes que apenas pueda resumir. De hecho, mi vida es bastante plana y, de alguna manera, serena. Cada cierto tiempo, como es natural, algún suceso modula el pulso de lo cotidiano, pero, generalmente, una arritmia temporal no deja más que algunos trazos de memoria que no trascienden el anecdotario de lo trivial. Sin embargo, cada cierto tiempo, un acontecimiento altera el orden y la naturaleza de la vida, imprimiendo su influencia, aunque sea infinitesimalmente, en cada una de las decisiones que restarán de la vida. Supongo que a esos momentos es a lo que hacía referencia Oscar Wilde.


En cualquier caso, el rigor cronológico nunca fue una exigencia de este blog; en realidad, tampoco lo es para mi memoria. Durante este lapso, he sido amado y —quizás— yo mismo amé. Cambié de profesión; cambié de ciudad; cambié de aspiraciones vitales; cambié de ciudad; y volví a cambiar nuevamente de ciudad. Entraron algunas personas a mi vida y otras salieron. Y en ese intervalo, murió una de las personas que más he querido, quiero y querré. Me gusta quedarme con los versos de Jaime Gil de Biedma: «que la vida iba en serio, uno empieza a comprenderlo más tarde».


Murió mi amigo, y una parte de mi vida se disoció. Me resulta demasiado complejo explicar lo que sentí, lo que pensé, lo que sufrí; me parece algo inabarcable, condenado a la insuficiencia.


Así, la ira del dolor primitivo, la necesidad de conocer hasta el más mínimo detalle, la sed de una justicia difusa que reparta el dolor insoportable, fueron agotándose con el paso del tiempo, y demudando lentamente en un dolor sordo y sereno, en una quietud ingrávida de vida. Llegó, en fin, esa nueva soledad que había sido desconocida para mí y que, a partir de entonces, me acompañaría hasta el momento que escribo este texto —y sí, sobre este texto se derrama parte de esa soledad, como este texto penetra en esa misma soledad—. Era la soledad despojada de todo romanticismo, era esa soledad permanente e insaciable que no priva de la sonrisa ni de la alegría, pero que tampoco termina por desprenderse. Esa soledad que produce la pérdida de una de esas personas que dejan una impronta indeleble en nuestras vidas, y cuya imagen se vuelve intemporal.


Él solía decirme que todo lo explicaba la dinámica de fluidos, su propia especialidad en ingeniería. Me intentaba explicar que no existía el vacío y que, por lo tanto, no estábamos separados aunque estuviéramos físicamente lejos. Esto se debía a que el aire, el agua y los sólidos no eran más que fluidos de diferente naturaleza que, en permanente contacto, impedían el vacío. Por eso, concluía, nunca estaríamos separados el uno del otro. Por otro lado, y de manera más sencilla, mi madre siempre me ha dicho que del centro del pecho de una madre parte un hilo invisible e ilimitado, mágico e irrompible, que se extiende hasta el infinito —si fuera preciso— hasta llegar al pecho de cada uno de sus hijos e hijas; así, me decía, ella siempre estaba unida a mí aunque no estuviésemos en un mismo lugar simultáneamente. Creo que mi madre desconocía que ese imaginario simbólico tan hermoso que había creado para calmar mi inagotable angustia, comparte esencia con la creencia del «cordón rojo del destino», propia de ciertas mitologías de Asia oriental. Nunca dejará de conmoverme la ternura de mi madre y su deliciosa habilidad para embellecer los miedos primigenios que, por otra parte y sin intención, contribuyó a que prendiesen en mí; esos miedos esenciales a la pérdida persisten hoy con sus intermitencias.


Pero él ya no está para ofrecerme uno de sus abrazos gigantes que tantas veces rechacé por el orgullo estúpido de la vulnerabilidad. Dejó su vida, sí, pero no dejó de vivir, pues habita en la memoria de cada una de las personas que le quisimos. Y es que el recuerdo lentifica el paso del tiempo, lo hace denso y, si persiste lo suficiente, llega a cristalizar. Entonces, ese recuerdo ya mineralizado, formará parte de las constelaciones que ocupan la memoria profunda. No pasa un día sin que contemple, aunque sea por un instante, ese firmamento íntimo. Finalmente, y si muero con todos los sentidos humanos conservados, espero exhalar los últimos hálitos de lucidez sumergido en la noche constelada de la memoria, donde titilen los recuerdos últimos de todas aquellas personas amadas que me acompañaron en vida.




(Hay algo bello en el hecho de terminar este texto justo en la ciudad donde le conocí, en la ciudad donde vivimos juntos, en la única ciudad en la que, realmente —ahora lo sé—, me he sentido plenamente feliz. Rafa fue parte indisociable, elemental, de cualquier felicidad que pude vivir en Valencia)