sábado, 11 de febrero de 2023

El amor en los tiempos de Tinder

Con toda la delicadeza de la que pude hacer acopio tras unas semanas de esperar su mensaje, le hablé de cómo su falta de cuidado me había dañado, y de cómo había unos mínimos que había que respetar para trasladar la voluntad de crear ciertos vínculos; incluso, los de amistad. Aunque conmigo no fueran ya a crearse esos vínculos —le escribía—, podría establecerlos con otras personas, si era más considerado con los sentimientos de la otra persona. «Bienvenido al siglo XXI», me escribió como pronta respuesta a las razones que le había expuesto por las que ya no estaba interesado en seguir conociéndole. La nebulosa de justificaciones que vertió no hizo más que evidenciar el desconcierto que le había causado el hecho de que yo no estuviese dispuesto a aceptar el marco conceptual de relaciones afectivo-sexuales que normativizaba su actitud. No negaré que sentí pena, pero hay caminos que no estoy dispuesto a volver a transitar.

Unas semanas antes, sentados en un banco del antiguo cauce de el Turia mientras Ayla correteaba a nuestro alrededor, Cristian y yo mirábamos el suelo irregular del pipicán. «Cada vez es más difícil que estemos dispuestos a quitarnos el caparazón, que nos abramos a la posibilidad de conocer a alguien —me dijo, apesadumbrado, tras el largo silencio—, porque, luego, es un fiasco más, y nos sentimos vulnerables y ridículos». ¡Cuántas veces me consoló ante la misma herida! La natural alegría de la condición homosexual esconde, tras la aparente fortaleza del tantas veces humillado, una soledad atávica y persistente. Recordé, entonces, los versos de Gil de Biedma:

«De tus regresos guardo una impresión confusa
de pánico, de pena y descontento,
y la desesperanza
y la impaciencia y el resentimiento
de volver a sufrir, otra vez más,
la humillación imperdonable
de la excesiva intimidad»

La libertad individual sobre el afecto y la sexualidad es una de las conquistas más importantes de la Edad Contemporánea en Occidente en materia de derechos humanos y sociales. Pero eso ha supuesto cambios en el paradigma de las relaciones interpersonales; y todo cambio implica beneficios y costes. Anthony Giddens fue uno de los primeros sociólogos en sugerir que la modernidad emocional genera en las personas una «incertidumbre ontológica» que los sume —nos sume— en una ansiedad permanente. Antes de que Jean-Jacques Rousseau escribiera su obra «Julia, o la nueva Eloísa» sentando las bases de lo que se conocería como la «propiedad del sí», la Iglesia y la Ley protegían y aseguraban unos procesos y normas respecto a las relaciones afectivo-sexuales. Aunque nos parezca paradójico —incluso, terrible—, la falta de libertad generaba certidumbre; había clases sociales, normas y procedimientos que eran conocidos y trascendían al individuo. Toda práctica afectiva-sexual no normativa era severamente castigada; bien en nombre de Dios, bien en nombre de la ley. El cortejo era poco más que la exposición de las condiciones materiales que quedaban aseguradas si se acordaba el matrimonio; y es que era un contrato entre familias, en la que ambas partes conocían las condiciones de antemano. La sexualidad, entonces, tenía como objeto la descendencia; y esta, a su vez, la transmisión de patrimonio y acumulación de riqueza.

Afortunadamente, esto ya es historia… o no. El 90% de los matrimonios en India son concertados. Al margen del matrimonio infantil —recusable, en cualquier caso—, los estudios sobre satisfacción marital en el matrimonio concertado entre adultos arrojan resultados sorprendentes. En un estudio publicado en 2008 por el equipo de Jayamala Madathil en la revista científica The Familiy Journal, hallaron que la satisfacción manifestada por las parejas de matrimonios concertados era significativamente superior a la de matrimonios basados en la libre elección. Esto, evidentemente, debe ser interpretado con precaución y asumiendo muchos matices culturales, pero no deja de resultar desconcertante. Puede que la libertad individual en las relaciones afectivas tenga más aristas de las que preveíamos, o quizás no hayamos reflexionado lo suficiente respecto a sus consecuencias en una sociedad sumergida en una lógica de economía de mercado.

Y es que amar es un arte que requiere aprendizaje, sacrificio, respeto, responsabilidad y paciencia, tal como defendía Erich Fromm en su libro «El arte de amar». ¿Estamos dispuestos/as a renunciar a una parte de nuestra libertad siendo conscientes de la fragilidad de las relaciones actuales, la abundancia —aparente— de posibilidades que permiten las aplicaciones de contactos, y la primacía de la sexualización como valor esencial del atractivo? En el mundo gay, desde luego que no. Las personas más interesantes y lúcidas que conozco están solteras. Solteras y dañadas. La sucesión de fracasos afectivos, la volatilidad del compromiso y la deshumanización de los procesos de «cortejo» nos está destrozando como comunidad.  El sexo casual y sin compromiso que, en un momento de persecución a la comunidad gay, fue una expresión casi subversiva ante un marco opresivo heteronormativo, se ha impuesto como práctica predeterminada que antecede, incluso, al propio conocimiento del otro como persona. La socióloga Eva Illouz escribe: «La afinidad electiva entre el deseo casual y el consumo se volvió evidente con la tecnología de internet, que aceleró y agudizó la organización de los encuentros sexuales bajo la lógica del mercado y convirtió los encuentros en una mercancía que se adquiere y se descarta, de manera especialmente manifiesta en la amplia gama de sitios y aplicaciones disponibles a través de internet, tales como Tinder» (p. 96, «El fin del amor»). La desaparición súbita, sin mediar explicación alguna, de la persona con la que se ha tenido cierto grado de intimidad —el conocido como «ghosting»— implica una violencia emocional que, por frecuente o por sobreentendido, no deja de ser brutal; solo superado por la aceptación de que cualquier respuesta ante ello, que no sea la digna resignación, sea un acto inapropiado o «fuera de lugar». La comprensión no exime del daño; la libertad tampoco de la responsabilidad afectiva.

Aprendí a liberar la pálida risa de la que, con tanto celo, me privaba. Aprendí a atrapar —por unos escasos segundos, claro— sus ojos verdes con los míos, mientras huían nerviosamente entre detalles siempre lejanos; se sabía vulnerable entre las fracturas de su inteligencia. De otro aprendí que ciertos besos son un hogar en el que descansar, y a ellos volvía cuando la ansiedad me embargaba. También recuerdo aquel cuya mirada era fiera, como fieros son los vientos de su tierra, y su cuerpo frío, como frío era el silencio que cubría una infancia inmerecida. De todo aquello, qué quedó sino silencio. Ya lo escribió Jorge Manrique hace 500 años:

«¿Qué le fueron sino lloros?
¿Qué fueron sino pesares
al dejar?»

Manuel nunca leerá esto. Tampoco lo hará Gabriel, ni Roberto, ni otras personas que me dañaron de alguna manera. Sé que yo herí a otras, incluso evitando reproducir marcos y prácticas que nunca acepté, y vuelven a mi memoria cuando me fragilizo. Sé que es una batalla perdida, pero siempre hallé una extraña dignidad en persistir ciertas derrotas.