martes, 18 de diciembre de 2007

Recuerdos de cuando el correo era un carta


Mi familia no ha sido modélica en absoluto. Ni mi cama fue siempre cálida, ni las comidas de mi madre especialmente sabrosas. Pero a falta de ese hogar convencional, mi madre supo darnos otro lugar al que volver, en el que sentirnos acogidos, cuidados y queridos. Ese espacio íntimo son todas las cartas que recibimos de ella, la correspondencia que recoge nuestra infancia y que siempre estuvieron en el momento oportuno. Siempre que hemos estado separados, especialmente mi hermana, mi madre y yo, nos hemos escrito multitud de cartas. Recuerdo con especial cariño… No, “cariño” no es la palabra. Sería más correcto decir que recuerdo la felicidad que sentía cuando todos y cada uno de los días que pasé fuera de casa, ya fuera en Inglaterra o en cualquier otro lugar, encontraba sobre mi plato del desayuno una carta de mi hermana o de mi madre, o de ambas. La imagen de bajar las escaleras a todo correr y ver, a lo lejos, el sobre blanco apoyado en la taza de la leche, o sobre el plato, me envuelve de hogar. Abrir la carta con sumo cuidado, leer siempre la última frase primero. Mirar el papel, tocar las letras, acariciar la carta… Es una sensación que sólo se puede conocer si se ha vivido. De pronto esa carta te da un hogar, te da un nombre, una razón, algo que te hace inmediatamente único.

Pensaba en mi madre escribiendo apenas “unas letricas” en la consulta, como siempre comenzaban sus cartas, o mi hermana con su letra rechoncha. Pero sobre todo imaginaba sus manos apoyadas sobre el papel, imaginaba el proceso de escritura, el rasgado del papel. Observaba con especial interés los errores que hubiera, los tachones, porque eso las hacía tan reales, tan cálidas... Imaginaba el doblar del papel, la lengua cerrando el sobre, el sello y por último el camino recorrido hasta el buzón.

Algunas cartas fueron fundamentales en mi desarrollo, otras sencillamente eran para decirme que se acordaban de mí, o mi madre contando cómo había sido la tarde. Daba igual el contenido casi siempre, porque lo importante era que por muy lejos que estuviera, por mucho frío o soledad que sintiera, tenía en mis manos el hogar que necesitaba. Recibir una carta es un placer del que ningún ser humano debería ser privado.

Almaceno las cartas en dos cajas de zapatos antiguas, como se hacía antes. Las he ordenado muchas veces, por fecha, por el remitente, por tamaños. No sé cuántas tengo, pero probablemente serán unas doscientas, y sin embargo me atrevo a decir que las conozco todas. Hay algunas de ellas que ya no necesito abrir, otras con sólo verlas se me saltan las lágrimas, otras me río, veo los dibujos en los sobres (a Raúl le encantaba hacer eso). Entonces las leo, cada cierto tiempo, y reconstruyo partes de ese siempre velado pesado que supone mi infancia. Al leerlas, es como si la persona me leyera susurrando al oído. Los años se superponen, los recuerdos se atropellan y vuelvo a sentir esa emoción única que es recibir una carta.

Esta práctica del correo postal va desapareciendo. Con el correo electrónico, tan inmediato, tan legible, tan fácil, ganamos en presente y perdemos en pasado y futuro. Desde luego yo mismo utilizo mucho el correo electrónico, pero nunca, nunca, nunca, un correo electrónico me despertó la emoción que me producía las cartas postales. El e-mail se pierde en un código anónimo que nunca conoció de debilidades y torpezas. Una letra es igual que otra, y una palabra es la suma de esas letras clonadas. Al escribir a mano, las palabras toman cuerpo, se hacen únicas, porque nunca se escriben igual dos palabras. “Te quiero”, aquí, es la suma de letras, en papel, es toda una palabra que late, se esconde o grita, pero que de ninguna manera puede compararse con las otras. Los correos se almacenan, ceros y unos, junto a la música, las fotos o lo que sea. Un carta es como un ser vivo único atrapado en un espacio de tiempo.

El siglo en el que vivimos, como ya he dicho en otros artículos, es el de lo inmediato, esto es bueno no si es bueno en sí, sino si puedo utilizarlo ahora, en este momento. Es muy práctico el e-mail, para muchas cosas, desde luego ha fomentado la escritura y la comunicación, pero suponiendo un precio realmente elevado. Como también es propio de este siglo, frente al avance y a la velocidad, queda atrás el romanticismo, la humana espera. Además, hay ciertas cosas que sólo se pueden decir con una carta, es más, que sólo se deben decir en una carta.

No quiero que me confundáis, no me opongo a internet, ¡Dios me libre!, es sólo que tiendo a mirar atrás con nostalgia y veo lo que vamos dejando en el camino. Una vez más, perdió lo difícil frente a lo fácil. Esta sociedad de la Tecnología no tiene piedad con la serenidad, no tiene descanso. Y yo, a veces, cuando voy a casa de mi madre, saco las dos cajas de zapatos, y me cubro de todos y todos aquellos momentos que las cartas me evocan.

Sé que algunos me llamarán retrógado, anticuado, y es posible que lo sea, pero sé también que me entenderán perfectamente aquellas personas que, al igual que yo, consiguieron dormir felices y tranquilos, por fin, con una carta entre las manos.

lunes, 10 de diciembre de 2007

Pornografía y Tadzio luchando en la playa

Este artículo es el resultado de una petición que me hizo un amigo. Me pidió que hablase de la pornografía, que dijera qué me parece, mi posición, etc. En cuanto me lo dijo, me vino a la memoria la primera escena que leí en el libro “Las edades de Lulú”, escrito por Almudena Grandes. En dicha escena, Almudena relata lo que va sintiendo mientras observa, en una película pornográfica, una secuencia sexual entre dos hombres musculados. Recomiendo sin lugar a dudas que se lea, porque transmite perfectamente cómo dentro de ella se va produciendo un cambio tanto físico como mental mientras vela escena de sexo. Poco a poco, va comprendiendo el significado de las imágenes, un significado que sobrepasa lo evidente, incluso lo fisiológico, y alcanza las últimas fronteras de la moralidad íntima más elemental. Es decir, va despertando en ella la sexualidad más descarnada, libre de delicadezas e insinuaciones. El hombre más fuerte es obligado a arrodillarse y a someterse al dictado caprichoso y lascivo de su dominador. Esa escena comprende la diferencia entre el erotismo y la pornografía, pues describe, en un libro erótico, una escena pornográfica.

Esta diferencia es fundamental. El erotismo permite a la imaginación crear, dominar los significados, y otorga al protagonista la potestad de colocar las fronteras, de acotar los gestos y su gravedad. Pero la pornografía obliga a la acción, al movimiento, enmudece la imaginación y conduce a la mente al lugar más animal, más ciego de la delicadeza. No permite la duda, ni la huída, ni las fragilidades. La pornografía es ya un caer vertiginoso y húmedo en el que uno se deja atrapar o logra escapar, pero no hay términos medios. Quizás ese desmembramiento de significados tan interpretables sea el que hace que la pornografía descienda a las profundidades del siempre inquietante despertar sexual. Así, la diferencia también tiene un origen biológico, me atrevería a decir que el erotismo se sitúa en la corteza cerebral y la pornografía anida en estructuras talámicas originales. Comprender la diferencia nos permitirá disfrutar de ambas expresiones de comunicación sensual.

La pornografía puede parecer hosca, soez, y en muchas ocasiones lo es, sin duda. Pero también el erotismo puede ser ridículo si no es bien conducido. Cada uno de ellos tiene su espacio, el lugar en el que expresarse acorde a su naturaleza. El erotismo tiene un marcado aroma literario, y la pornografía audiovisual. Pero a veces pueden cruzar ambas fronteras fructíferamente. Por ejemplo, recomiendo leer el capítulo del encuentro entre Viernes y Robinson del libro “La vida sexual de Robinson Crusoe”, o el mismo libro anterior de “Las edades de Lulú”. Ambos están cargados de escenas que sobrepasan el erotismo y acarician con los dedos el terreno de la obscenidad pornográfica. Encontrar escenas eróticas puras y finas en el cine no es tarea fácil, pero sin duda sobresale la escena última de Tadzio paseando por la playa, en “Muerte en Venecia” de Visconti.

¿Y películas pornográficas? Bueno, ése también es un mundo amplio, como el de la literatua erótica. Directores que me gusten, pues algunas cosas de Sebastian Bleisch y, por supuesto, Cadinot. Son clásicos, grandes. Pero apartando la morralla actual de musculocas, posiciones vertiginosas antinaturales y demás excesos innecesarios, otros directores se abren paso, aunque actualmente son más bien productoras, tales como Bel Ami, 18 Today, Hyde Park Production… Es curioso ver el desarrollo de la pornografía a lo largo de la historia. Desde que comenzó el cine, existe la pornografía, pero para hablar de la historia de la pornografía se necesitaría otro artículo o varios. Sin duda es muy interesante, y puedo decir, a modo de anécdotas, que grandes líderes políticos eran asiduos a la pornografía, por ejemplo, Hitler regalaba a Stalin películas pornográficas alemanas como muestra de amistad, o que las primeras películas porno de principio de siglo XX combinaban escenas de sexo homosexual (también entre hombres) y heterosexual de forma normal.

Si tuviera que dar una opinión final sobre la pornografía, diría que es un género más dentro del cine, tan absoluto como cualquier otro. A veces, cuando llego a casa cansado y quiero desconectar, me pongo una película mala americana de invasiones o catástrofes, otras me pongo cine de autor, si quiero reírme, a veces veo alguna peli de Woody Allen, otras me pongo de Leslie Nielsen… Así como tengo en la mesita “Ensayo sobre el entendimiento humano” de John Locke y al lado “Las más disparatadas historias de Leyendas Urbanas”. Es decir, creo que hay que intentar adecuar las expectativas personales con las pretensiones del libro o película. Así que, Antonio, como dice ese gran lema comunista “De cada cual, según su capacidad; a cada cual, según sus necesidades” podemos aplicarlo al arte en general y, en referencia al articulo actual, a la pornografía.

Por cierto, recomiendo ver ese nuevo híbrido que está apareciendo en el cine que pasea dudoso entre la pornografía y el erotismo, dentro del cine comercial. Películas como “ShortBus” o cualquier del irregular director Larry Clark, pero especialmente “Ken Park”.

martes, 27 de noviembre de 2007

Los que quedaron atrás...

“You are a Fucking Player”, me decía con una sonrisa pendenciera, y su pupila era un mar acristalado, que en sus grietas, trazos verdosos se esparcían como virutas. Nunca he vuelto a ver una mirada tan clara. Si existiese el alma, y estuviese dentro del cuerpo, sin duda la habría visto a través de su iris. Se llamaba Christoph, era alemán, y yo le enseñé a apreciar la España pigmentada que hay tras las ciudades. Desde la altas muralla del Castillo de Sagunto, los campos de Castilla y la tierra policromada de las minas, hasta la plaza del Sol, donde lo besé, entre risas, tumbados en el kilómetro cero. Su último correo fue duro. Luego se fue de mi vida, y yo no me volví para llamarlo.

Javi, temblaba a mi lado como un púber que fuera a dar su primer beso. Pablo decía que su mirada guardaba toda la magia de Granada, y pobre de él, sólo guardaba la derrota continua de quien no es amado nunca. Mario pintó un principito en mi pared, y ahora sólo es una lejana estrella que, cuando brilla, es porque su fuego quiere alcanzarme. Iván nunca quiso sanar con mi caricia la herida que yo mismo le causé. Bob, Ana, Miguel, Lucas, Sergio, Marisol... y un demasiado largo etc. Todos ellos se fueron de mi vida, algunos con más delicadeza que otros, pero se fueron sin retorno. Todos los días, sin excepción, pienso en alguno de ellos, a veces sólo unos segundos, pero siempre un poco cada día.

Y es que los que quedaron atrás se vieron envueltos en un halo de absoluta intimidad. Como ciertas canciones, libros, fotografía (todo lo que detenga el tiempo y sirva de puente a la memoria) también hay ciertas personas que encierran algo de nuestro tiempo, pues vivieron junto a nosotros una parte de nuestro desarrollo, que compartimos silencios, de la vida que en ese momento nos conducía, y que su evocación vierte sobre nosotros el fantasma atenuado de una emoción. Con ellos se van partes de nosotros, de nuestra historia, de nuestros afectos y recuerdos. Y también, quizás lo más doloroso, de nuestras esperanzas e ilusiones. Con ellos se va una parte de nosotros mismos que sólo éramos cuando estábamos cerca de ellos, se va la complicidad de las miradas y, a veces, de una visión del mundo (recuerdo a Pablo en silencio frente a la Albufera, con esa mirada triste y orgullosa, de quien se sabe solo en un mundo demasiado difícil para él). No, perder a un amigo o a alguien amado, no es nunca motivo de alegría, excepto para los necios cuya rabia ciega el recuerdo sereno. La pérdida de alguien es siempre algo irreparable. Y doloroso.

Mi vida está llena de ausentes. A ninguno guardo rencor, a ninguno. Ahora, en la lejanía del tiempo, pienso en lo que nunca llegué a decirles, en el momento preciso en el que no supe dar mi mano amiga, cuándo no supe comprender su necesidad… ¡Me quedaron tantas palabras que decir, y tantos abrazos que dar…! Imagino sus vidas, recuerdo sus sueños y me pregunto si estarán más cerca ahora o más lejos. Algunos me odian con absoluta lealtad, otros me tienen un discreto desprecio, y espero que otros, la mayoría, me recuerden como lo que fui cuando estábamos juntos, una persona con lados oscuros y claros. Todos tenemos ausentes, proyectos perdidos. El olvido debe dar paso, paradójicamente al recuerdo, pero un recuerdo generoso, afectuoso, donde la sonrisa venza a la rabia de la pérdida.

Y como dice Silvio Rodríguez:

"Y el camino que emprendas, Rosana,
será mejor a veces,
porque en otros momentos, cubana,
tu llorarás con creces.
Ya te vas. Yo no me quedo y no atino
a saber qué ha pasado.
Sólo sé que, por causa o destino,
ya no estas a mi lado."

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Las Nuevas (De)generaciones Gays

La concienciación de mi homosexualidad no fue abrupta, se desarrolló lentamente, precipitándose con suceso mínimos dotados, en visión retrospectiva, de una belleza maravillosa. Hubo temblor y miedo, desconcierto ante el primer tacto, todavía sus ojos azules me producen rubor, como creo que ya nada me lo produce. Las tardes con amigos, la sinceridad temida ante el mejor amigo, la felicidad por sentir su abrazo de amigo, los sentimientos contradictorios, las dudas, las noches en vela intentando comprenderte, y tantas y tantas cosas que me acercaban a una felicidad sin velos ni palabras dobles. Luego, por supuesto, quise ser Maurice, Querelle, Tadzio, Adriano, Reinaldo Arenas, Lorca… La poesía daba respuestas, las canciones, los libros, las películas, todas esas pequeñas aportaciones, junto al cariño de la gente que me rodeaba, conseguían que construyera una identidad propia acorde a mi orientación. Yo tuve suerte, soy consciente. Luego hubo otros, todavía los hay, que lo viven con dolor, con rechazo. Los gays se han tenido que enfrentar no sólo a la sociedad, sino a un enemigo todavía mayor, el peor, a sí mismos. Pero creo que esa lucha personal nos ha hecho más conscientes, en palabras de Nietzsche: “Dudo que este dolor nos haga mejores, pero yo sé que nos puede hacer más profundos”. Generalmente así ha sido, los homosexuales, y en concretos los jóvenes, siempre se han caracterizado por una sensibilidad especial, cierta cultura superior a la media, y una ternura más pulida. Entonces… ¿Qué está pasando ahora?

Jamás pensé que llegaría a decir “la generación anterior a la mía” haciendo referencia a los jóvenes. Pero bueno, ya tengo 26 años y está claro que hay una generación anterior, la que va de los 18 a los 24, más o menos. En mi generación he encontrado a gente que todavía ha arrastrado cierto rechazo social en su desarrollo, y aunque algunos tengan prácticas que no comparto, (ver el artículo del sexo sin humanidad) son, sin duda, personas características, que tienen algo notable en algún aspecto, una sensibilidad especial… No sé, “ese ángel chiquitito que te hace diferente, como dice Kilo Veneno”. Pero la nueva generación… ¡Me aterra!

No sólo no han sufrido rechazo por ser gays, sino que han sido hasta reforzados, han tenido acceso total al mundo homosexual, con protección social y una absoluta asimilación del sistema consumista en el que vivimos. Han aceptado completamente la funcionalidad en las relaciones emocionales, por supuesto en las sexuales, dejando atrás la humanidad inherente y única de cada persona. Generalmente incultos (en cuanto a cuestiones culturales generales, históricas y políticas), planos, vacíos emocionales, que han utilizado su especial sensibilidad en cuestiones superficiales y frívolas. La característica más general de estos nuevos gays es la egolatría, y la dificultad de sentir empatía real (digo empatía, no sensiblería de combustión rápida) . El mundo es su mundo, sus amigos una prolongación de sí mismos y los tíos con los que follan el combustible de su lábil autoestima. Sexo y moda son los pilares de su cotidianeidad. Carecen de verdadera empatía, de cuestionamiento por la realidad social y humana. Homosexualidad ya no es sinónimo de delicadeza, cultura o sensibilidad. Se está perdiendo.

Y dicen que son libres. La libertad es la capacidad de elección entre varias opciones conocidas que difieren en algún aspecto. No tiene nada que ver con reproducir una y otra vez el comportamiento de pensamiento único gay, donde lo que prima es lo inmediato frente a la paciencia, la hipocresía frente a la humanidad, en fin, la concepción de las personas como instrumentos físicos frente al respeto por la originalidad del ser humano. Creen ser libres porque eligen entre varios chicos, pero están presos de un esquema de pensamiento y sentimientos preestablecidos en factorías industriales de pensamientos donde el placer es lo único que da significado a las relaciones humanas. Vives para consumir, y porque consumes vives, consumes comida, ropa y personas, y si lo haces, si logras consumir mucho, es que sabes ser “feliz”.

¿Qué ha sucedido? ¿Qué fue de la sensibilidad? ¿Qué fue de la cultura y la delicadeza? ¿Acaso esta mediocre estilo de vida asumido con histrionismo es lo que depara a las próximas generaciones homosexuales? ¿Para esto queríamos la normalización? ¿Para tener generaciones frívolas, superficiales y estupidificadas, en la que follar sea el objetivo fundamental y “a cuántos más mejor” la máxima a seguir? Me niego a pensarlo. Salvo en contadas excepciones, cada vez observo con más desilusión cómo en las nuevas generaciones se desvanece la herencia de participación de los homosexuales en el avance social y cultural universal.

martes, 13 de noviembre de 2007

Escenar eróticas - La Sauna

Aquí va un breve relato erótico que he escrito. Me gustaría incluir a partir de ahora algunos relatos, para que no sea todo... ¿Cómo era? ¿ego-blog? Espero que os guste, ya me decís.


LA INSOPORTABLE GRAVEDAD DEL ESTAR


Humedad. Vapor. Oscuridad. El ambiente es un inmenso vientre materno, oscuro, cálido y, por alguna extraña razón, acogedor. Me apoyo en una pared, y la acolchada película de humedad que sobre la superficie se eleva me invade rápidamente. Me cuesta respirar. La pared está fría y sin embargo el calor me asfixia. De algunos poros supurantes de azulejo finísimos chorros de un agua tibia se deslizan hasta alcanzar mi piel. La piedra es mi cuerpo, parece lata, con su corazón de sexo empapándolo todo. No puedo ver apenas más allá de mis manos. Quizás una luz tenue, a lo lejos. No identifico qué es. De vez en cuando una silueta se dibuja levemente, a tras luz de la siguiente estancia, entre la nebulosa. Toco la pared, siento la vida queriendo salir de ella. Cierro los ojos. En cualquier caso no veo. Siento mi corazón latiendo con fuerza, con tanta, que las gotas de mi sudor caen con pequeñas compulsiones. Inspiro. Necesito aire. Inspiro profundamente y de pronto siento que la sauna completa, con sus esquinas invisibles, su oscuridad disipando los límites, los cuerpos lascivos y sudorosos, todo lo que esa corrupción que se siente nada más entrar, penetra en mi cuerpo, en mis pulmones, en mi sangre y la excitación sacude cuerpo. Parece que el tiempo se ha detenido. Quizás el mundo se evaporó y sólo quedo yo en esa esquina oscura. No hay mundo, sólo vapor, sólo humedad, sólo sexo.

Camino por un pasillo. Luces diminutas, como estrellas mínimas, tintinean formando un camino en la negrura del espacio. No sé a dónde me llevan. ¿Acaso importa? Ahora mismo no, ahora que no sé dónde están las paredes, ni el techo, que no veo ni mis ojos. Sólo lo continuo. Tengo que moverme hacia donde sea, pero moverme. Entonces siento un cuerpo. No lo veo, no lo escucho, sólo lo siento. Se acerca a mí. Siento su desnudez como un abrazo infinito. Parece que toda una vida hubiera tenido su tacto en mi pecho, pero no es posible, no me toca. Se detiene. Yo también. Mi mente imagina un cuerpo, un rostro una sonrisa. No hay tiempo. Su respiración ha quebrado violentamente ese silencio temeroso entre nosotros. Jadea. Yo también lo hago. No se mueve. Yo tampoco. De pronto el tacto, su tacto, estalla en mi abdomen. Suda como yo, y yo tiemblo además. Es delicado, suave, lento. Jadeo yo. No domino su mano y eso me excita todavía más. Sube por mi pecho. Un pezón y se detiene, como un animal hambriento que oye en algún lugar respirar a una presa segura. Lo acaricia suavemente. Siento deseos de abrazarme a él. No lo conozco, es absurdo, pero en ese momento sólo existimos él y yo en el mundo. Sólo él y yo. No existe el espacio, no existe la luz, sólo su mano ascendiendo por mi cuello. Me arde. Me tiene. Mi corazón late compulsivamente, va a estallar. No importa. Sólo le pido que aguante un poco más, sólo unos segundo. Late, todavía late, ya morirás después. De pronto se detiene y yo quiero morirme. Se separa de mí. No lo veo, tengo pánico por no encontrarlo más. Pero su mano agarra la mía y me empuja a seguirle. Lo hago ciegamente, le sigo, donde él diga.

Le sigo, cogido de la mano. Con la otra sujeto la toalla que apenas da, envuelta en mi cintura, para soporta la fuerza de mi erección. Otros cuerpos se giran. Ahora hay más luz. Siento que me observan y luego se pierden las miradas. Subimos escaleras, creo. Dos personas se besan en algún lugar de la estancia en la que acabamos de entrar. Siento sus besos apsionados en la lejanía. No suenan pero los siento. Vapor, más vapor. Humedad, más humedad. Siento calor, me vuelve a faltar el aire. Camino por habitaciones, túneles, bajo unas escaleras. Me dejo llevar, poseído, como si hubiese caído en una cama que me absorve irremediablemente atrapándome en unas sábanas empapadas que me entierran. Llegamos a un sonido de agua. Esto debe ser el Jacuzzi. Aquí más luz y, por primera vez, veo a mi acompañante. Es un chico joven, alto y parece guapo. Poco a poco, la tenue luz comienza a dibujar su rostro, con una paleta de colores estivales. Tiene los ojos profundos. Quizás azules, pues percibo un temblor en el lugar donde deberían estar sus pupilas. Todavía no le distingo, no hay suficiente luz, pero ya es como si le conociese toda la vida. Sonríe. Sus movimientos son elegantes, precisos. No es la primera vez que entra en la sauna. Su cuerpo se hunde en el agua lentamente. Imagino un suicidio en el mar, imagino su cuerpo, bien formado, relleno de piedras. Imagino que se hunde y deja su vida en ese breve mar circular en cuyas cercanas orillas, cuerpos semihundidos se miran y se buscan. Él ya está sentado en un lateral. Me llama con un gesto. ¿Sólo lo he sentido yo? Es posible. Voy. Penetro en el mar. El agua burbujeante asciende por mis piernas, luego la rodilla el muslo. La sangre también asciende, y va ocupando mi pene. Éste asciende lentamente. El agua está caliente, y se sulfura al contacto con el aire. Las pompas estallan en la superficie y salpican los testículos. Camino lentamente. Entonces una boca de mar, cálida, profunda, excitante, me traga, me absorve y voy perdido al fondo de ese océano.

Me siento a su lado. Silencio. Los rostros se mueven lentamente a mi alrededor. Se mira, se buscan, se desean. Yo toco la pierna del chico. Se mueve como rama retorciéndose. Ahora su mano en mi pecho denuevo. El agua del Jacuzzi escala por nuestros cuerpos, anticipa la tormenta y participa en ella. Su mano camina nerviosa, como una araña, no me toca su palma, sólo los dedos buscan un camino y cada vez que se posa, un aguja de placer atraviesa mi piel. Mi mano en su abdomen. Perfecto, tiene un cuerpo perfecto, no puedo imaginarlo mejor porque no puedo imaginar nada fuera de ese momento. Respira bajo mi mano, y su sangre parece querer salir. La imagino como cuchilla rasgando la carne, pues mi palma desciende por su pubis y siente el sonido de su latido. Se retuerce. De pronto me agarra el pene. Súbito. Un espasmo sacude mi cuerpo y siento que el agua se ha desecho y mi centro ahora es su mano. Le busco con la mía. Erecta, absoluta magnífica, asciendo por ella. El glande no aguantará entre mis dedos, parece que se asfixia y quiere huir pero lo domino. Jadea, jadea con fuerza y gira su cabeza hacia mí. Está a mí lado, quizás dentro de mí. Suspira, gime, respira en mi oído. Siento caos y algo en mí que desea reventar, su mano tiene mi pene, ahora la otra agarra los testículos. No puedo, me retuerzo, me caigo y vuelvo. Su saliva se esparce en todo mi cuerpo sin tocarme. No hay dos corazones, ahora hay uno, se agrieta, no aguanta. El vapor vuelve, el agua, los rostros, los gemidos lejanos, esperma en el ambiente flota y nos humedece a todos. Calor, saliva cálida se desliza por mis dedos y su cuerpo está roto, sin huesos, sólo contracciones, enlentece su respiración.

El silencio vuelve a la sauna.

viernes, 2 de noviembre de 2007

José and the Angry Javitxu


Escucho la banda sonora de Hedwig and the Angry Inch, en mi cuarto. Pronto ya no será mi cuarto. Siempre en un continuo movimiento. Estoy cansado de este viaje incómodo desde los 12 años. Mis cosas en cajas, la ropa en maletas, los libros amontonados unos sobre otros y la mesa desnuda. Hedwig canta una soledad y una desesperanza que es inquietamente cercana, como esa canción de los Smiths “That joke isn’t funny anymore”. Suena la canción “Wig in a box”. Me encanta esa canción desde que escuché a José cantarla a gritos desde su cuarto. Imagino que escucharla me supone estar más cerca de él, ser algo más de lo que es él. Pronto se va a Berlín. Me alegro porque en Berlín encontrará un mundo en el que él encajará perfectamente. Pero a veces, cuando no está él, entro a su cuarto, doy una vuelta, toco algunos objetos, miro por la ventana, me río de que sea tan desastre... y es que en su desastre hay algo tan bello y enternecedor, tan armonioso... José se va, y con él se desprende algo más de mí, algo íntimo.

Siempre había estado acostumbrado a ser yo el que se iba. Ahora me toca despedir a mí. En ocasiones, paso por la estación de tren y estoy tentado a comprar un billete a París e irme a vivir con José, mi otro José. No está Vicen, no está David, no está Rafa, y no va a estar José en breve. ¿Qué coño hago en Valencia? ¡Ah, sí! El máster. Mierda, el máster. Escucho “When you are alone”. Un año más en esta ciudad y me largo. Me lo juro a mí mismo. Esta vez ningún chico va a hacer que me quede, ya me equivoqué con David. Otra vez no.

José está a punto de llegar del gimnasio. Hará algo rico de comer y yo me quejaré por la poca cantidad, por cómo come, porque lo deja todo sucio… Son estas cosas las que hacen que quieras a alguien. Esas pequeñas cosas que nos enervan, las que luego echas de menos. Me siento en su cama. ¿Cuántas veces le habré dicho que tiene que quitar los millones de trastos que tiene encima? Toco suavemente las sábanas, la almohada… Lo imagino durmiendo encogido como un ratoncico en una esquina de esa inmensa meseta que es su cama. “Imperial” me especifícó un día, “son más grandes que las de matrimonio”. Intentaré conservar sus adornos, pero seguro que lo que en él queda elegante, en mí queda simplemente desordenado.

Me quiere. Es tan difícil encontrar a gente que de verdad te quiera. Él lo hace y no me pide nada a cambio. Yo le quiero también, pero no sé cómo expresarselo. Siempre me pasa lo mismo. Cuanto más quiero a las personas, más corrosivo soy con ellas. Bueno, tengo que volver a las cajas, al traslado. Tenemos que hacer un corto juntos. Eso nos ayudará a pasar el tiempo. Va a ser tan difícil vivir sin él…

domingo, 14 de octubre de 2007

De cómo Penélope esperaba a Ulises



Siempre me gustaron las novelas de literatura fantástica latinoamericana. Desde Márquez, pasando por Arenas, Llosa, Allende, etc. Y es que en ella encuentro situaciones que siempre me han llamado mucho la atención, y que son muy típicas de estas novelas. En algún momento, algún personaje del libro decide algo y cambia toda su vida tras esa decisión. Así por ejemplo, deja de hablar para siempre con su marido, decide algo y lo mantiene hasta el último día de su vida, pasa todos los días por un lugar, etc. Quizás os parezca una bobada, pero me impresiona esa constancia, aunque sea ficticia. Decisiones que se toman y se mantienen toda la vida. Sobre eso me gustaría escribir unas letricas, como diría mi madre.

Recuerdo nítidamente a Bob. Era un holandés maravilloso que conocí en Granada. Se ganaba la vida tocando el piano en bares de Jazz, era muy culto, guapo… En fin, no sé, era, sencillamente, un sueño hecho realidad. Casi me vuelvo loco por él. Le esperé durante tres años, miraba el correo a diario pensando que me había escrito, que me contestaría. Me obligué a olvidarlo, contaba los días que no miraba su página web, creí tantas veces que le había olvidado… Pero nada, acudía a mí, y yo rompía mis promesas a mí mismo. De pronto, un día, años después, me di cuenta de que nunca pensaba en él, de que no me importaba que me escribiera o no. Ese día descubrí que Bob había desaparecido de mí. ¿Cómo sucedió el cambio? ¿En qué momento se apartó de la obsesión? Me ha pasado con otros, y con otras situaciones. ¿Cuántas veces habrá escuchado Rafa, de mi voz, que no iba a repetir un error? ¿Cuántas, le tuve que llamar para decirle que lo había vuelto a cometer?

¿Qué hace que cambiemos actitudes, pensamientos y sentimientos que estaban tan arraigados en nosotros? Y cuando ello ocurre… ¿Cómo se ha producido ese cambio? ¿Ha sido veloz o lento? ¿Cuándo fue la última palabra suficiente para cortar por lo sano una relación? ¿Cuántas tardes hicieron falta, cuántos noches, para dejar de pensar en él o en ella? ¿Cuántas veces tuvimos que equivocarnos o sufrir por repetir un error? Luego, una noche, te das cuenta de que piensas en otra persona, o te lo encuentras y tu miedo se ha convertido en indiferencia. Pero ¿Qué decide eso en nuestro interior? ¿Tenemos control sobre ello?

En ciertas personas es un proceso lento, puede durar años y, cuando menos se lo esperan, se dan cuenta de que ha cambiado, de que ya no recuerdan a esa persona, o ya no le duele tal recuerdo, o que empieza a querer a ese amigo que no lo creía tan amigo, y a echar en falta a aquel amigo que creyeron superfluo o dañino, qué sé yo. Otras, en cambio, dicen que sucede algo y súbitamente cambia su realidad, un antes y un después. La verdad es que yo, a veces, deseo que me ocurra algo desagradable en extremo, para que justifique un cambio en mi actitud o en mis sentimientos. Fuerzo las cosas para poder decir, ¡Es la última vez que me ocurre! Pero incluso, entonces, a veces, nada cambia.

¿Cuántas veces deseé ser un personaje de “cien años de soledad” o de “la casa de los espíritus”? Habiendo estudiado psicología, todavía no sé qué me parece más misterioso, la mente o el cuerpo. Quizás nuestra conciencia no sea más que un epifenómeno, es decir, un factor prescindible para el funcionamiento de un engranaje. Quizás la conciencia y la voluntad, sólo puedan jugar con las sombras de la cueva de Platón. Quizás la conciencia sólo sea un huésped incómodo para nuestro cuerpo. En mi caso, desde luego, muy incómodo

sábado, 29 de septiembre de 2007

My Own Alhambra

Esta noche es una noche triste. La pálida luz de las farolas derrama un luz dorada sobre las fachadas, que encierran en sus oscuros ojos de cristal un cansancio silencioso. Pero esta noche es triste, y no por eso, aunque estas jodidas farolas derraman esa puta tristeza. Ningún coche, ninguna sombra serpentea por las esquinas, bajo los portales. Miro por la ventana, es un séptimo. Los edificios de enfrente no tienen aristas. Es Viernes por la noche, debería salir. Ni putas ganas.

A veces siento que mi tren espera impaciente en el andén. Así, tal como estoy, sin más maleta que mi música y un libro, subirían y me iría muy lejos. Empezaría una vez más de cero, otra ciudad, la que sea, ¿Acaso importa? Perder toda referencia, humedecerme de forma anónima, y sonreír con las cartas de algún amigo de vez en cuando en el buzón. Es Viernes, José acaba de salir, ¡qué lindo mi José! podría pedirle que se quedara conmigo, lo haría por mí, pero esta noche no. Miro, a oscuras, desde el diván de cuero del salón, a través de las ventanas, los tejados de Valencia. Recuerdo la noche granadina. En momento así, si estaba solo o me sentía triste, iba al Albaizín y me perdía. Como no puede ser de otra manera, llegaba hasta el Mirador de San Nicolás. Entonces ya no me sentía solo, no podía estarlo, con la Alambra uno nunca está solo. Ella vela, desde la altura de su Alcazaba, el sueño de todos. También el mío. Con ella nunca me sentí solo. A veces, si no podía dormir, me asomaba a mi ventana y veía, entre las campanas del monasterio, algo de su muro. Ella me acompañaba y me tranquilizaba. Pero en Valencia no hay Alambra. Así que esta noche es más oscura. Y más solitaria.

Pero entonces llegas tú. Llega tu voz. Madrid suena, bulliciosa, a lo lejos. Primero te pido que me hables, así me das calor. No sé, es como si pudiese descansar en tu voz, reposar en ella como en la cama de mis padres cuando era la cama de mis padres. Me abriga. Intento ser fuerte, pero llega un momento en que mi cansancio me vence y caigo una vez más sobre ti. Ya no tengo fortaleza, ni seguridad, ni soberbia. Eso contigo no tiene sentido. Entonces me dices todo lo que necesito oír, me recoges de mis abismos y consigues que me sienta bien. No sé cómo lo haces, pero consigues levantarme cada vez que me caigo, consigues enseñarme sin ofenderme, comprender sin herirme. Nunca una paciencia resultó más bella que la tuya. Tu voz suena por el teléfono y ya casi no te entiendo, pero no hace falta, no hace falta porque ya estoy sintiéndote cerca y, poco a poco, la sangre vuelve a mis venas y la sonrisa a dibujarse. Estás otra vez conmigo, a mi lado, casi te toco. Me has salvado otra noche. Otra más. Tu calor envolvió mi invierno y ahora ya puedo dormir. Eres mi Alambra, tú velas por mí y yo nunca sé cómo agradecértelo. Pero no importa, porque tú no me lo pides.

Te quejas de que no te cuido, de que no te mimo. Perdona mi torpeza, ya me conoces, mejor que nadie. No sé qué decirte, no sé cómo mostrarte lo que te quiero. Sólo puedo decirte, como la canción de Pablo Milanés, que si me faltaras, Rafa, no iba a morirme, claro... Pero si tuviera que morir, querría hacerlo a tu lado. Te echo tanto de menos, ¡Joder!

lunes, 17 de septiembre de 2007

Noctuno II




“Suede” me sorprende caminando por la Plaza de la Virgen. En mis auriculares suena “The 2 of us”, y de pronto vienen a mí una cascada de sentimientos de cuando llegué a Valencia. Hace más o menos dos años pasaba por esa misma plaza, escuchando esa misma canción recién llegado. ¡Dos años! Este año ha pasado tan rápido…

Es Domingo por la tarde, paseo por la ciudad. A veces lo hago. Cuando estoy triste o me siento solo, cojo mi mp3, mi cuaderno y salgo a caminar por el Carmen. La música, entonces, cuando me encuentro así, suena distinta. No es como si viniese de mis auriculares, sino como si saliese de dentro de mí, adquiriendo pulso y gravedad. Consigo aislarme del sonido de la calle y me convierto en un espectador silencioso que atraviesa las calles y plazas como si asomase desde una ventana de otro mundo.

Suena “Hallelujah” interpretado por Jeff Buckley mientras paso por el ayuntamiento. Sus silencios enmudecen las imágenes, y desde el quebranto de su voz, vuelvo a algún niño en la plaza. Me asemejo a una sombra que se desliza al margen de las miradas, oculto entre las parejas. Me detengo en la escalera de la plaza y veo al patinador en mallas. Me giro para reíme. No está a mi lado. Se me había olvidado. Mierda.

Yann Tiersen toca el piano junto a mí mientas pido un chocolate en una cafetería. Pienso que le cantaría esa canción a Rafa. Mañana me voy a Murcia y me voy solo. Otra vez un tren sin él. Otra vez una ciudad que no podré desnudar junto a él. No podré enseñarle Cartagena, el submarino de Peral, ni las minas ocres y sulfuradas de la Unión, ni le recitaré, cerca de la casa de María Cegarra Salcedo, los mejores poemas que escribió, ¿Ahora qué haré cuando vea, a lo lejos, las tierras secas de Albudeite si no voy a poder enseñarle a disfrutar la belleza íntima del desierto? Adiós al paseo por Cehegín el día de mi cumpleaños, mostrándole las alturas donde los gatos gobiernan su casco antiguo. Mis padres iban a juntarse para celebrarlo todos. ¡Mierda! Suena, qué ironía, “Wish you were Here” de Pink Floyd.

Anochece, y los rostros cambian, las miradas dejan de ser claras y pasan a esa seriedad nocturna de la búsqueda constante. La noche se abre paso. Mi caminar se hace más rápido. No recuerdo el nombre de esta plaza, pero sí recuerdo que en ése portal, José y yo cantamos con la guitarra para ganarnos unos euros y tomar una cerveza. ¡Qué recuerdos lindos! Pero de eso hace ya mucho. Me vuelve esa maldita pregunta, la misma de aquellos días… ¿Qué coño hago en esta ciudad?

Mañana vuelvo a casa, porque vuelvo a sentirla mi casa. Mamá me habrá comprado “jamón del bueno” y galletas de chocolate. Estarán bastante malos ambos, como siempre. Dirá “pero hijico si es el mejor jamón que había en la tienda”, para yo responderle con un ademán de rechazo “pues ya, hijico, qué acierto, ya no compro más ahí”. Comprará la próxima vez otra vez ahí, por supuesto. No importa, me lo compra con tanto amor que lo primero que hago al llegar a casa es abrir el armario de la cocina para comprobar que están allí. La cama estará demasiado dura y el agua de la ducha saldrá demasiado fuerte, como siempre. Mi casa no es el retorno perfecto del exiliado, pero es mi casa. Y eso es algo que me ha costado poder decir. Además, el Miércoles llega Kukuxito y estoy deseando hacerle pedorretas y hacerle reir.

Los Cramberries me borran la sonrisa. ¡Joder! Casi había olvidado su ausencia. Mañana cojo el tren. El Miércoles es mi cumpleaños y no estará. Pero Dios sabe que esta vez lo he intentado. Lo siento, Murcia, me tendrás que acoger, otra vez, entristecido.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Sexo sin humanidad

Nunca he llegado a aceptar esta deshumanización de la intimidad consistente en desprenderse de toda complicidad, de toda sensibilidad, con el fin de satisfacer los instintos más animales.
Sería un error afirmar que la práctica del sexo sin sentimientos, sexo anónimo, es una realidad netamente homosexual, pero sin duda, me atrevo a decir que es preferentemente homosexual. El cruising, es decir, lugares públicos donde los hombres buscan sexo con desconocidos, el sexo mediante contactos por internet, es una grotesca parte de la vida gay. Conozco a muy pocos que no hayan practicado esto, que nunca hayan quedado por el chat para sexo, creo que los podría contar con los dedos de una mano. ¿Por qué el mundo gay es tan propenso a establecer este tipo de relaciones?

Vivimos en el siglo de la individualidad, el culto a uno mismo, giramos en torno a nuestras emociones, ideas, opiniones. Ya no sabemos escuchar, a no ser que de lo oído extraigamos algo nuevo que ayude a construir nuestro discurso. La moral conservadora es destruida en aras de la funcionalidad y de la libre expresión de nuestras apetencias y pulsiones. Estamos pues, desnudos de gran parte de nuestra humanidad, porque ésta sólo puede surgir de nuestro sentir respecto al otro, ya que el feedback externo es aceptado siempre y cuando participe en nuestro propio beneficio. Creo que esto toma máxima expresión en el sexo por sexo. Nuestro cuerpo requiere liberar tensión sexual y la manera en la que lo hacemos es eligiendo un cuerpo ajeno, borrando su cara, su vida, sus sentimientos, su palabra, en fin, todo lo que le hace humano, para dejarlo en un cuerpo. Le damos nuestra desnudez, nuestros besos, nuestra intimidad, pero pretendiendo nosotros mismo habernos desnudado previamente de todo lo anterior. Una vez acabado, nos resulta indiferente el futuro, los sentimientos, la vida, todo sobre esa persona ¿Es éste el tipo de relación que queremos establecer en nuestra vida sexual? ¿Queremos el mundo sexual que escribía Aldous Huxley en “Un mundo Feliz”?

Creo que es absurdo pensar que realizar esa práctica no acaba por afectar a la mente. En un artículo anterior escribía sobre la relación mente-cuerpo, conciencia-práctica. Creo que es imposible quitar completamente la intimidad, la humanidad al acto sexual, aunque se haga con un desconocido. Pero es que todavía más temor y más tristeza me provocan aquellos que afirman sí poder hacerlo. “No significa nada” como si el valor emocional fuese una prenda que uno puede quitarse y ponerse a su antojo De ser así, de poder hacerlo, tienen algo de monstruoso, y opino además, como psicólogo, algo de patológico. La persona capaz de disociar intimidad con implicación emocional (en mayor o menor medida), raya ligeramente la psicosis.

Creo que es una cuestión de sensibilidad, de pudor. Las razones que escucho por las que se practican son de dos tipos. Por un lado, los más racionales lo ven como un pacto sin ninguna implicación emocional, y por lo tanto no aportan carga emotiva, y por otra lado, como el alivio de una tensión sexual que les asfixia, conjunción de testosteronas. Creo que salvo una excepción, el resto de personas que lo han practicado y me lo han contado, siempre me han dicho que fue una parte de su vida pasada, que lo hicieron y no se arrepienten pero que pertenece al pasado, o bien que no se sienten orgullosos cuando lo hacen. Todos, y digo todos, los que lo han practicado, se han sentido más o menos avergonzados (con respuestas del tipo “eso fue una etapa” o “hace tiempo que no lo hago”) o bien entristecidos (con respuestas tipo “es que acababa sintiéndome mal o solo”).

No quiero llevar a confusión, no hablo de conocer a alguien una noche y pasarla con esa persona, no hablo de ver a una persona en el tren, jugar a una comunicación de miradas y acabar besando a un desconocido al que le atribuyes sentimientos aunque los desconozcas. Hablo de sexo por internet, quedar y follar, hablo de playas, de aseos públicos, saunas… Hablo de la total deshumanización del sexo sin más futuro que el del orgasmo, y sin más percepción del otro, como objeto sexual carente de sentimientos.

No, no creo que llegue a aceptarlo nunca, y desde luego quiero a muchas personas que lo hacen, y entre ellos hay muy buenos amigos, pero desde luego me siento más unido, con más complicidad, más cercano, con aquellos que a pesar de decir que respetan esa opción, son incapaces de llevarla a cabo. Seré un conservador, un retrógado, un reaccionario, pero me niego, me niego, me niego a participar en esa destrucción de la belleza como expresión de humanidad. Además me consta, que no estoy solo.

sábado, 1 de septiembre de 2007

PADRES E HIJOS



Todavía soy joven para hablar de la vida con una perspectiva más allá de la emoción. Pero algo ya puedo comprender, pues lo siento dentro de mí. Muchas veces me pregunto si la vida no es como una vuelta continua al origen. Pronto, en la adolescencia, salimos de nuestras raíces, de nuestros padres, y tras un vuelo más o menos largo, poco a poco acabamos regresando a esos inicios, de una manera o de otra. Desde luego, los padres podrían ser los hitos que nos unen a ese hogar íntimo que es la niñez. Los padres son determinantes en nuestras vidas. Bien procuramos vivir pareciéndonos a ellos o bien todo lo contrario, intentando ser lo más distintos posibles a como ellos lo fueron, o lo son. Así pues, incluso en el desprecio absoluto, estamos ligados a ellos de por vida. Nos dolió aquello que nos dijeron, y puede que más aquello que nunca nos llegaron a decir y tanto quisimos escuchar, y es que las heridas que nos producen los padres, no curan nunca, y cicatrizan en inseguridades que nos perseguirán siempre. Un reproche puede permanecer vivo en nuestra memoria y golpearnos justo cuando más fuertes nos sentimos. Podemos huir de nuestra casa a temprana edad para demostrar a nuestros padres que somos capaces de vivir, y puede que ellos nunca lo llegaran a dudar, pero entonces el orgullo ya suele estar demasiado herido para regresar humildemente. Y nunca nada nos tranquiliza tanto como la caricia de una madre. Y es que, en la obra de teatro del colegio de primaria, nerviosos con nuestros trajes de papel, siempre mirábamos atrás buscando los ojos y la sonrisa de nuestros padres. Quizás pase el tiempo, y hagamos lo mismo, pero de otra manera.

“Carta al padre” de Kafka, fue uno de los libros que más me impresionó respecto a este tema. Pero no es el único que se ha escrito a padres, ni el único cuya difícil relación ha marcado la vida de uno de estos genios literarios, Albert Camus escribe a su padre en el “Tercer hombre”, y la correspondencia entre Antoine de Sant Exúpery con su madre es maravillosa, hasta que un último vuelo lo perdió en las aguas. Manrique con las coplas a su fallecido padre. También políticos, Hitler, Lenin, tenían intensas relaciones con sus madres, el primero con un padre tirano, el segundo con un padre ausente, también Mao mantuvo una relación de amor y odio con padre. Nerón mató a Agripina, su madre, y Alejandro Magno la dejó morir en la soledad. En “Guerra y Paz”, el Conde es un tirano con su hija, que pacientemente le cuida mientras soporta sus reproches humillantes, y cuando el padre está en el lecho de muerte, le confiesa agónico que ella es su única amiga y la verdadera razón por la que lamenta morir.

Pero es que Urano se comió a sus hijos excepto a Cronos, y éste a su vez, se comía a sus propios hijos. Hasta que Zeus nació en una cueva (donde lo había escondido su madre Rea) y junto a sus dos otros hermanos, Hades y Poseidón, cortaron el pene de su padre y lo tiraron al mar. Luego Edipo, matando a su padre y casándose con su madre, Electra enamorándose de su madre. Freud viendo sexo por todas partes. El pequeño Leroy siguiendo a su madre entre la prostitución.

Soy hijo, y me cuesta imaginar qué siente un padre o una madre cuando ven que sus hijos no son lo que esperaba de ellos, ni comparte los valores que asume mínimos. Pero lo puedo imaginar al ver a un agónico Tólstoi mendigo muriendo de frío en la calle porque en su lujosa casa está su familia que era ajena absolutamente a lo que él creía. Un César cayendo apuñalado sobre los pies ensangrentados de Bruto. El padre de Santiago Carrillo leyendo la carta pública en la que su hijo le repudia.

Padres e hijos, lo más parecido a los antiguos Pharmakos, venenos que en cierta cantidad te curaban pero que en cantidades levemente superiores, mataban. Ser como ellos o intentar no repetir sus errores, buscar su aprobación o su claro rechazo (que es lo mismo). Lo que no me cabe duda es que en toda relación padres e hijos hay amor, incluso en las que más se odiaron. Porque el hijo siempre, ¡siempre! Pide amor y respeto, a gritos, intentando emular los logros de sus padres, intentando humillarlos… Y por parte de los hijos, tampoco me cabe la menor duda de que el sueño de todo hijo, lo cumplió el joven Telémaco, luchando codo a codo, junto a su padre Ulises por el amor de Penélope.

Si los padres y los hijos pudiesen hablar con el corazón…

lunes, 27 de agosto de 2007

¿Realmente llega la calma tras la tormenta?

Canta un genial Morrisey “Does the body rule the mind Or does the mind rule the body? I don´t know...” La dicotomía mente-cuerpo, razón-sentimiento, ha estado presente en toda la historia de la humanidad y, desde luego, es eje en la psicología. ¿Quién domina a quien? ¿Podemos vivir supeditando el sentimiento a la razón? ¿Y al revés? Personajes dispares se han situados en posiciones enfrentadas. Así por ejemplo, el conductismo defiende lo mismo que Mao Tse Tung cuando decía que “la práctica determina a la conciencia” mientras que otros como Sigmund Freud, defendían que la razón estaba completamente a merced de los sentimientos y que una privación de estos, solo produciría otra expresión desviada de carácter neurótico. Al margen de la complejidad teórica de la cuestión, este debate tormentoso reside en cada uno de nosotros, desde el más iluminado al más simple de los seres humanos, siempre que sientan y piensen. Y es que ya lo decia Pascal, "El corazón tiene razones que la razón no comprende".

¿Podemos luchar contra los sentimientos acogiéndonos a la primacía de la razón? Negarlos, minimizarlos o ignorarlos… ¿realmente los acaba por vencer o solo los cronifican con otros rostros? ¿Cuántas veces nos sorprendemos entristecidos en situaciones que nos parecen objetivamente positivas? ¿Cuántas veces nos sentimos incompletos haciendo lo correcto, cuantas veces nos sabe a poco la vida si hemos dejado atrás algo que de verdad deseábamos? ¿Cuántas veces, por el contrario, hemos hecho lo que sentíamos sabiendo que nos equivocábamos, y hemos tardado meses, si no años, en reparar el dolor de aquel “error”? ¿Cuántos de nosotros hemos ganado un amigo/a por saber decir “no” a tiempo a pesar de nuestros deseos? “Hiciste lo correcto” frente a “siento que tengo que hacerlo”.

Mi madre me contaba hace poco que una de sus pacientes había dejado un puesto de trabajo prestigioso y muy bien remunerado, por ponerse a trabajar en una gasolinera junto a la persona de la que se había enamorado. Ante el horror de sus familiares y amigos, ella era feliz como nunca lo había sido antes. ¿Cuántas veces, Rafa, me miraste con el amor de saber que me estaba equivocando? Mi torpeza en los sentimientos es tan infinita, como tu amor al consolarme tras sufrir lo que tú ya me habías advertido que pasaría.

Ojalá tuviésemos un interruptor para los sentimientos, ya sea para estimularlos o para eliminarlos. Ojalá “lo correcto” fuese más fácil de aceptar. Viviríamos mejor, sin duda, más felices, pero entonces no existiría el arte, pues no existirían las contradicciones. No tendríamos Shakespeare, ni Lorca, ni canciones, ni versos… Lloraríamos menos, pero quizás también amaríamos menos.

Al final voy a volver a escuchar The Smiths, y a alegrarme por no aceptar nunca lo estrictamente razonable, por no esperar a que escampe la tormenta para llegar a la calma, por no conformarme nunca, ya que sin esa batalla eterna entre la razón y el sentimiento, no podría haber amado como lo he hecho ni odiado con tanta pasión.

domingo, 19 de agosto de 2007

Nocturno en mi nueva casa

Las observaciones y vivencias del solitario taciturno son, a la vez, más borrosas y penetrantes que las del hombre sociable, y sus pensamientos, más graves, extraños y nunca exentos de cierto halo de tristeza. Ciertas imágenes e impresiones de las que sería fácil desprenderse con una mirada, una sonrisa o un intercambio de opiniones, le preocupan más de lo debido, adquieren profundidad e importancia en su silencio y devienen vivencia, aventura y sentimiento. La soledad hace madurar lo original, lo audaz e inquietantemente bello, el poema. Pero también engendra lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito. [...]

Thomas Mann

La casa es inmensa, más inmensa sin José, aunque toda ella dé cuerpo a su delicada locura. Las paredes son de escayola sucia y los techos altos, como eran antes, en cuyas aristas algunos adornos barrocos retozan como animalillos recién paridos. Puertas blancas y cristales translúcidos que unen fraccionan los colores distorsionando los cuerpos que esconden. El suelo color beige de mineral cuarteado está moteado por trazos malvas y surcado por canales oscuros. Pareciese que un manto de hojas secas, en un otoño perpetuo, se hubiese hecho piedra. Alberti suena en la noche.

Manifiestos, artículos, comentarios, discursos,
humaredas perdidas, neblinas estampadas
¡Qué dolor de papeles que ha de barrer el viento,
qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua.
[...]
Siento esta noche heridas de muerte las palabras"

Nocturno

En sus habitaciones, seis, habitan los objetos más variopintos que uno puede imaginar. Televisiones estropeadas, vaciadas sus entrañas, cuerpos de corcho desnudos, un espejo desgarrado, un trono rojo deshilachado en sus comisuras, una muñeca descabezada… Todo ello sin orden aparente pero en una extraña armonía, abandonados como si los propios objetos hubieran llegado de lejos hasta estas esquinas a morir. La casa respira un aire de aristocracia pobre y triste, y cuelgan de sus paredes tormentas en tardes de Domingo.

La música de Enya me sigue por los pasillos, en una vigilia nocturna que me lleva de cuarto en cuarto buscando calor. La noche se desliza por los enormes ventanales y se adueña de los espacios. Me tumbo en el diván de cuero que hay al final del salón, entre un carro de la compra y un torso femenino desnudo. Viene a mí la canción de Sabina y esa magnífica estrofa: “Algunas veces suelo rescostar mi cabeza en el hombro de la luna, y le hablo de esa amante inoportuna que se llama soledad”.

“Algunas veces vuelo y otra veces
Me arrastro demasiado a ras del suelo
[…]
Algunas veces vivo y otras veces,
la vida se me va con lo que escrito.
Algunas veces busco un adjetivo
inspirado y posesivo que te arañe el corazón.
Luego arrojo mi mensaje,
se lo lleva de equipaje una botella,
al mar de tu incomprensión.
[…]
O duermo y dejo la puerta de mi habitación abierta,
por si acaso se te ocurre regresar.
Más raro fue aquel verano
que no paró de nevar.


Iluminado por las luces de la ciudad, cegadas las estrellas y obviada la luna, descanso sobre el cuero frío y desgastado. Mañana se va Rafa a Madrid. Se va mi Rafa. Estoy ya acostumbrado y no consigo acostumbrarme a su ausencia. Adiós a las discusiones sobre física, economía, política, adiós a debatir sobre si el universo tiende al equilibrio, como defiendo yo y mi filosofía hermética, o bien tiende hacia el desorden según él y su ciencia. Adiós a la excusa verbal que justifique no separarnos de madrugada. Me quedo solo en Valencia, no estoy solo, claro, pero no está ya Rafa, así que estoy solo otra vez.

Algunas canciones de Antonio Vega y The Smiths cierran mis labios y mis párpados.

miércoles, 15 de agosto de 2007

Viaje a Lisboa, viaje a una presencia y una ausencia


Lisboa es un derramamiento de fachadas y tejados que se precipitan unos sobre otros, y se detienen, en un suicidio colectivo, a orillas del Tajo. Me evoca profundamente al Albayzín con sus laberintos blancos, sinuosos y estrechos. Pero Lisboa no es como la perla envuelta que eleva con orgullo Granada, sino que es toda una ciudad inmensa, colinas urbanas atravesadas por una circulación metálica de tranvías. Lisboa cae en silencio, se desparrama entre un murmullo ensordecedor de turistas inquietos. Nosotros, David y yo, llegados en el tren hotel Lusitania, nos introducíamos en la vieja Lisboa.

Chamartín 22:50 horas. David cena antes de coger el tren. Yo no tengo hambre, me la quita un vacío impuesto, una ausencia que me cubre. No estará su sonrisa, ni su torpeza maravillosa, ni su interés por todo. No tendré su cuerpo curvo, ni los veré los pequeños saltos, ni su piel, su mirada alegre, ni su niñez bailando en el paso inmediato. Su ausencia al borde de las lágrimas retiene y hace pesados mis movimientos. ¿Qué estoy haciendo?

En el tren, en la litera, silencioso, me preguntaba qué me había impulsado a ir a Lisboa. Me siento incompleto, confuso y cansado. El tren se retuerce en una agonía que durará diez horas, para morir en la Estación de Oriente, Lisboa. Neruda se deslizaba entre mis pasos inquietos por el pasillo del tren... “escribir, por ejemplo, la noche está estrellada y tiritan, azules, los astros a lo lejos”. David juega con la emoción de la primera vez y está más guapo que nunca. “La besé tantas veces bajo el cielo infinito”. Afueras de Madrid, sigo buscando su sombra entre los suburbios, no la alcanzo. Fotos, nerviosismo y tristeza, el tren en campo abierto, oscuro y estrellado como el verso. Me paraliza su trazo…”Aunque éste sea el último dolor que ella me causa, Y éstos sean los últimos versos que yo le escribo”.

Nueve de la mañana hora local, pisamos tierra de Lisboa. ¿Qué espero de ella? Quizás un encuentro con mi infancia, recuerdos difusos de la mano siempre constante de mi padre en un viaje antiguo. Quizás un caminar por donde antes lo hicieran Pessoa, Saramago… Ricardo Reis. ¿Acaso importa? Quizás sí, pero eso ya da igual, el metro llega a la estación de Rossio y voy acompañado. Confusión, ¿cómo he llegado hasta aquí?

La pensión cubre una planta inmensa de techos altos y alfombras pobres que intentan emular el resplandor perdido de la propia ciudad. No lo consigue. En su lugar, crea el espacio anónimo y sórdido que podemos encontrar en cualquier motel de carretera de alguna novela de J.T. Leroy o de Bukowski. Decadencia impresa en la chapa sobre escayola, y sobre ésta, mal grapado, el terciopelo desagradable de las paredes.

No podía evitar sentir algo de ese ambiente impregnándonos a David y a mí. Quizás nosotros tengamos algo de este melancólico y bello patetismo que es Lisboa, quizás seamos como un tiempo consumido y terminado que no acaba de cesar definitivamente. Como la cera que cae sobre la mesa y no acaba de desprenderse nunca.

Los días se suceden suavemente, la torre de Belém, no es para tanto, el monumento de los descubridores, el castelo de San Jorge, Monasterio de los Jerónimos, nada de eso me parece especial, edificios más emblemáticos que bonitos, más fotografiables que gratos a la vista. ¿Pero entonces, qué hace a Lisboa ser la bella Lisboa, la nostálgica que llora en la canción? Lo humano, lo vivo, el latido que da sangre y color a la ciudad, es decir, el Barrio Alto, Baixa, el Chiado, la Alfama. Qué maravilloso retorno al hogar debe ser Lisboa.

Me río con David, hay magia entre nosotros, siempre la hubo, pero me falta algo. Algunas frases mueren en mi boca, los silencios interrumpen alguna risa, pues el Tajo ya no es el Tajo, ni es su río. Ni es el verde de sus montañas si él no me las explica. Ni tiene nombre lo que desconozco, ni risa mis bromas, ni es negro mi humor si en su oído no estalla la risa. Canto para él, sin estar, los versos de “tu risa”, de nuevo neruda.

Mi cama es inmensa y mi cuerpo tan pequeño… Me abrazo a la melodía de “Widow of a living man” de Ben Harper. A lo lejos, en la distancia de las sábanas, el cuerpo que en la otra esquina duerme y un recuerdo se desvanece entre mis manos, lánguidamente, caudal de arena infinita que se escurre entre mis dedos. Se aleja, como una vela latina vertical que se hunde en el horizonte.

Miro al despertar, desde el balcón, el tempo de la ciudad guiado por un trasiego de cámaras y mochileros. Mi pasión por lo agónico me devuelve a la mañana, al pequeño cuarto, a nosotros, a los presentes. Caminamos, él entre fotografías y yo entre canciones de Leonard Cohen y los Smiths.

Un anciana, con un radiocassete antiguo sobre sus rodillas, canta fados con los ojos cerrados. El fado en ella es perfecto, pues habita en sus arrugas, en sus gafas gruesas y en el estampado pobre de su vestido. El fado es perfecto porque se esconde en las calles de Lisboa, en la siguiente puerta donde nadie te espera, el sonido que las esquinas desprenden. ¿Y los habitantes de Lisboa, los naturales? ¿Quién puebla los inmensos ventanales de sus tejados victorianos? ¿Quién las descascarilladas paredes que se mimetizan con el suelo de cascotes? Tras un telefonillo gris, escrito con una vieja máquina de escribir, un dueño abandonó su casa.

Las fotografías son incontables, pero no acabamos de fijar el paisaje de nuestra espalda. No conseguimos entrar en el espacio. Él está guapo, más guapo que nunca, lo sabe y se regodea en su belleza saltando de foto en foto, como quien mira nubes y no imagina formas en ellas. Yo no estoy guapo, las fotos lo saben y lo demuestran.

Me pregunto en cierta calle, si Quique González conocerá Lisboa.

El viaje llega a su fin con el consiguiente consumir de últimas horas. El retorno fue más fácil que la ida, ya estámos cansados y deseosos, creo que ambos, de finalizar esa primavera que intensificaba sus tonos otoñales, como la Gimnopedia más triste de Eric Satie. Al dormirme, quizás antes, quizás después, volvieron a mí los versos de Neruda “es tan corto el amor y tan largo el olvido”, y fundidos con la lacónica voz de Anthony and the Johnsons, me dormí.

Madrid de nuevo, y luego Valencia, otra vez en casa.