jueves, 1 de junio de 2023

«¿Puedo hacer algo?» Mi Momo rifeño

 


«¿Puedo hacer algo?». Trémula, su voz me alcanza con la delicadeza de las aves. «¿Qué necesitas?». Su ansia por protegerme empapa el espacio entre nosotros, pero respeta la distancia que preciso en esos momentos de vulnerabilidad. Sostiene su mirada durante mi retirada, y se limita a esperar que vuelva de ese lugar al que no puede acompañarme. Espera en silencio apenas un poco más allá del horizonte de sucesos por el que me precipito. La prudencia y la ternura con la que se ofrece como descanso a una angustia que desborda su comprensión no ha dejado nunca de conmoverme.

La pequeña Momo —el personaje creado por Michael Ende— tenía el don maravilloso de saber escuchar a las personas. Su sola presencia era suficiente para que cualquier persona, incluso uno de los «hombres grises», terminara por sentirse bien consigo misma; como si facilitase la convergencia de lo disperso a un estado de satisfacción y plenitud a través de su silencio. Efectivamente, Momo apenas decía una palabra, ni hacía elaboradas y lúcidas apreciaciones, ni desvelaba las verdades atávicas que laten en toda contradicción humana. Momo habitaba el silencio del mero estar con su «viejo abrigo y su gran corazón».

Sevilla me ha dado algunas cosas, pero también me ha arrebatado otras. Supongo que, en unos años y con algo de distancia emocional, podré hacer un juicio sereno sobre esa relación de coste y beneficios—asumiendo que la vida no se mide por cálculos lógicos y precisos—. Entre lo que me ha dejado, e intuyo que de manera permanente, destaca mi particular Momo. Nunca podré agradecer lo suficiente a Sevilla este precioso regalo. Ciertas vivencias, ciertas personas, no solo nos acompañan una parte de la vida, sino que pasan a ser, en sí mismas, parte nuclear de la propia vida.

«¿Estarás bien?» —me pregunta sin decidirse a cruzar el umbral de la puerta. Desde mi cuarto, mientras escribo estas palabras en el ordenador, le respondo que sí, que lo estaré, que disfrute su cita. Volverá más tarde a casa, y traerá consigo su calma, su alegría sencilla y la belleza de ciertas costumbres árabes que todavía conserva. Me dirá «Bsaha», si estoy cenando; «Hamdulilah», le responderé seriamente —y su risa discreta, siempre contenida, crepitará hasta extinguirse fugazmente—.

Estaré bien, Ílies, estaré bien. Ya sea bien o mal, estaré cuando vuelvas para recibirte. A nosotros ya solo nos podrá separar el paso del tiempo. Volverás y estaré esperando, como tú me esperas a mí. Debatiremos el siguiente libro a leer, te adormecerás al poco de comenzar alguna de las películas de Filmin que elija para que veamos, harás algo en mi lugar que te pida por puro capricho —no deja de fascinarme que esté dispuesto a evitarme alguna tarea enojosa con el simple hecho de pedírselo—, o me recostaré en tu regazo abandonándome a una infancia que solo me he permitido con unas pocas personas.

«¿Puedo hacer algo?» —me volverás a decir la próxima vez que esta latente angustia decida emerger súbitamente. Tu voz de hogar, como siempre, atravesará la violenta batalla que brota con su violenta regularidad, y llegará, insuficiente —pero luminosa—, a ese niño agotado de luchar contra el miedo y la desesperanza. «¿Qué necesitas?» —me preguntarás una vez más. Pues bien, necesitaré que, cuando escampe esa cotidiana tormenta que va deshilachando la escasa esperanza, cuando emerja de la noche herido y vulnerable, esté esperándome el hogar incondicional de tu amistad.

No, no todo ha sido naufragar en Sevilla. Alguien me espera al volver a casa, al volver de mí. Y creo que nos esperaremos siempre.