Despierto lentamente, deslizándome del sueño como un líquido denso que, volcado accidentalmente, va escapando de su prisión de cristal, a una velocidad casi imperceptible, pero inexorable. Derramándome pesadamente, arrastrando una nocturnidad húmeda y torpe, voy abandonando la fantasía onírica para adentrarme en ese espacio donde los objetos, los pensamientos y los colores, todos ellos distorsionados, se reconstruyen precipitadamente. A medio camino entre dos mundos, el material y su reflejo ilusorio, comienzo a abrir los ojos, sobrevolando líneas imaginarias que atraviesan ambos mundos y los unen, y dejando que el día penetre en mis ojos con la inquietud de las primeras estrellas.
Lo primero que veo es la piel blanca de la pintura, agrietada por los años, como en la senectud humana, en el marco de la ventana que hay sobre mí. Observo detenidamente ese tacto anciano, sus trazos quebrados, elevados en algunas partes y ausentes en otras, como arañados por la mano invisible del tiempo que, con rabia, exigiese el reflejo material de su invisibilidad. La ventana, apenas entreabierta, deja pasar un tímido rayo oblicuo, afilado, que atraviesa mi cara, y corta mi cama de extremo a extremo, descubriendo una finísima pantalla de luz mágica frente a mis ojos, donde infinidad de mínimas partículas iluminadas flotan y revolotean en un navegar lento y caótico, mostrándose solamente a su paso por el haz.
El cielo, tras el cristal enturbiado por el tiempo, está tiznado de ceniza, ese color metálico, indefinido, que se confunde tanto con el pálido azul alicatado del edificio de enfrente, como con las nubes expandidas que han perdido su forma y ocupan todo el cielo. Pared del edificio de enfrente, cubierto por una legión ordenada de pequeñas conchas urbanitas, uniformes y cuadradas, que reflejan la luz, difuminándola y devolviéndola como un manto de luz irregular que me alcanza, a través de la ventana, dotando de un color suave, apagado y mineral, mis sábanas y mi despertar.
Es en ese momento íntimo, en el despertar de alborada, cuando el tiempo se hace precioso al perder su cordura, y creamos un espacio ocioso que invita a la humedad o al recuerdo, donde retozamos con los minutos, jugueteamos con el sueño, penetrando y saliendo de él caprichosamente, y creamos cuerpos con el latido efímero de la imaginación. Quizás porque un sueño de esta noche haya liberado tu recuerdo de su prisión de olvido forzado, o quizás porque en aquel despertar, algún movimiento, desató alguna partícula de tu olor que, cautivo, todavía se escondía entre mis sábanas. No sé la razón, pero una vez más volviste a mí, despertaste a mi lado, con tu sonrisa absoluta, vertical a mis ojos somnolientos, y una vez más, quise acariciar tu piel, con esa peligrosa mezcla de tristeza y placer, que nos produce una visión que, a pesar de ser conscientes de su irrealidad, nos negamos a abandonar sin haberla besado antes. Tiranía del recuerdo que sojuzga la voluntad y estalla en la soledad, y en las pequeñas cosas cotidianas que una vez compartimos.
Ahí estás tú de nuevo, real y hermoso, tumbado a mi lado, los ojillos entrecerrados y la sonrisa adormecida. Tus labios tiemblan como lo hacían ante los míos, y parece que tus ojos negros, masivos, en un infinito universo opaco, alcanzan los míos y los desbordan. Son tus ojos una marea oscura en la que, al igual que las olas encrestan sus cimas con espuma de burbujas para recogerse perezosamente en el reflujo, algunos puntos plateados tiritan en su profundidad, desprendiendo haces verdosos que se expanden hasta el borde de la pupila. Tu piel, como la orilla del playa, dibuja formas diferentes en cada movimiento, como la resaca escribe su paso sobre la arena cuando una concha, o una piedra pulida, ofrece resistencia, creando dos largos rastros horadados de arena blanquecina. Así la luz se posa en ti, creando pequeños lagos luminosos que desaparecen cuando respiras, y vuelven si te mueves, geografía viva, nerviosa y cambiante que se crea y destruye a cada segundo en tu piel.
Sé que no eres real, no puedes serlo, pero no importa, la realidad hace tiempo que dejó de ser suficiente para mí, así que acaricio con mi silencio las curvas que creas en las sábanas, mientras la forma de tu cuerpo se descubre sobre ellas. Me acerco a tus labios, tu mirada no cesa, estoy tan cerca que casi siento tu aliento inerte en mis ansias, me acerco un poco más y, por fin, mis labios besan un vacío que hiere la soledad, como aquella carta nunca contestada en la que daba mi vida por ti. Beso de aire que asfixia mi alma.
La cortina de luz va cobrando fuerza, expandiéndose como una niña inquieta que se abandona al placer de abrir los regalos sin interesarle su contenido, cubriendo las esquinas en avance dorado. Los objetos ya definen sus formas y las estrenan orgullosamente con la formalidad de sus límites. El sueño queda atrás, como atrás queda tu imagen, desvanecida, yerma, y mi conciencia va, poco a poco, conquistando los espacios que abandona la imaginación. La luz ya ha perdido su cuerpo, y lo domina todo, dejando paso a un haz de sonidos, la calle y su tránsito, que se expande inexorablemente.
Estoy despierto pero tumbado, caído, todavía con la sombra de tu recuerdo entre mis dedos, en la mirada y en los labios. No pasa nada. Todo bien. Comienza el día. No me preocupo, ahora ocurre cada vez menos. Todo bien.