“A simétricos intervalos, en medio de la inimitable ornamentación de su follaje, inconfundible con el de ningún otro árbol frutal, abrían los manzanos sus largos pétalos de satén blanco, o dejaban colgar los tímidos ramitos de sus capullos encarnados. Por allí, por el lado de Méséglise, es donde observé por vez primera esa sombra redonda que dan los manzanos en la tierra soleada, y esas sedas de oro que el sol poniente teje oblicuamente bajo las hojas del árbol y cuya continuidad veía yo a mi padre romper con su bastón, pero sin desviar nunca sus hilos.”
Al leer este párrafo en el “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust, quedé consternado. Tras varias lecturas, comprendí que una imagen visual nítida, clara, de ese momento, jamás alcanzaría la precisión y la belleza que Proust era capaz crear. Evidentemente, esa imagen no es exacta, no es una descripción detallada de una realidad visual estática, sino que atraviesa la memoria, y mezcla sentidos, sentimientos e imágenes, creando algo diferente a lo percibido, que sobrepasa lo que cualquier humano podría no sólo percibir, sino sentir. Uno puede recrearse en la imagen, desmenuzarla poco a poco, como comíamos lentamente el último pedazo de nuestra tarta de cumpleaños. Cuando leo a Proust así, lo concibo como un mar inmenso en el que una barca, yo mismo, puede caer sobre sus aguas y navegar infinitamente. Pero hay otra forma de leer, por lo menos yo lo considero así, y es aquella en la que “leer” no es una acción, sino un “estar” en el mundo. Leer me aparta de la realidad tangible de los sentidos, y de las necesidades inmediatas cognitivas, para llevarme a lugares únicos que sólo habitan en mi silenciosa intimidad, obligándome a desdoblar mi realidad y pasear por aquella que se pierde en mi cerebro, y que tan pronto disuelvo como vuelvo a crear.
Leer, para mí, se impone como una necesidad, pero no con el fin de obtener conocimiento, quizás ni siquiera por placer, aunque lo haya, sino para facilitar la permanencia en este mundo, tan ajeno a nuestra voluntad, y del que sólo somos piezas prescindibles. Me permite, también, un diálogo interno, íntimo, en el que los sentidos se ponen a disposición de la imaginación, y se convierten en hilos con los que tejer y unificar las diferentes telas en las que, fuera de toda lógica y razón, se han convertido mis sentidos, sentimientos, recuerdos y pensamientos. Nadie gobierna su cerebro, que responde a leyes desconocidas, y somos ilusos si pensamos que porque a menudo, y caprichosamente, decida acompañarnos, es señal de que responde a nuestro dominio. Pero el arte, en este caso la lectura, nos facilita esa comunicación entre intimidades, vidas escritas, pintadas, esculpidas, entre hombres y mujeres, que trascienden la vida y la muerte, hablándonos, emocionándonos, desde los siglos más lejanos.
Recuerdo a mi madre temblar, compungida, y derramar lágrimas en su conmoción, al ver “la piedad” de Miguel Ángel. ¿No sientes el dolor de una madre que sostiene sobre sus brazos el cuerpo inerte de su hijo? ¿No sientes en su mirada de mármol, arder la vida encendida de los latidos minerales? Parecía decirme mamá. ¿Acaso no sientes su dolor? Y fue la mano de Miguel Ángel, la mano humana ya descarnada y estrellada, la que esculpió el dolor en su cisma, en su máxima expresión, en la roca fría y yerma, que conmueve hasta las lágrimas a mi madre, cinco siglos después. El arte nos hace inmortales, y por ello más humanos, clama en cualquiera de sus formas, el sentimiento que lucha por permanecer, por superar las frágiles leyes humanas.
Por ello, y quizás porque necesito más tiempo que el habitualmente necesario, el arte en mí requiere paciencia, y requiere dominio por mi parte. Leo, me detengo, vuelvo a una frase, la señalo, la vuelvo a leer, la incorporo a mi vida, y la dejo, como con vida propia, en ese pequeño espacio de la conciencia cotidiana, para que juguetee a su antojo con los pensamientos más inmediatos. Permanece como una melodía, una pregunta a la que no hallamos respuesta y que permanece dormida a la espera de que la respuesta, como un sonido lejano, la alcance y la despierte bruscamente de su sueño inquieto. Una estrofa de un poema que permanece en nuestra percepción, impregnando los silencios de un fina esencia insuficiente para pensarla, pero suficiente para sentirla. Pero ello requiere tiempo, y requiere, sobretodo, intimidad.
La música, al igual que la lectura, me transporta a ese lugar íntimo, que precisa el abandono de la consciencia sobre lo circundante, para dedicarse exclusivamente a violar una a una todas las reglas de la razón. Como un camino que me conduce a abandonarme, para penetrar, paradójicamente, en mí mismo, pero imbuido de una lucidez y una clarividencia tal, que permite al alma tener ojos y a la mente reír como un niño. Pero se trata de una actividad privada, lenta, que requiere un ritual, y que sólo comienza cuando la soledad es suficiente como para olvidar toda vida que no se encuentre en mi mente. Por ello, nunca he disfrutado de los conciertos en vivo, nunca de las exposiciones acompañado. Si estoy en un concierto, estoy obligado a permanecer sentado, intentando alcanzar un estado de bienestar que en nada se relaciona con lo que normalmente me evoca el arte. Lo percibo como un lenguaje hostil que no comprendiese, del que sólo me llegase una incómoda sensación de inquietud, y que por no poder alcanzarlo, por no comprenderlo, sus tonos se hicieran más graves, y sus timbres más penetrantes, como una discusión pasada de la que no recordamos el contenido sino sólo las percepciones y sensaciones imprecisas del malestar que nos causó.
Ésta es la razón por la que no acudo a conciertos, y también por la que prefiero alejarme del arte que no comprendo, hasta que llegue el momento en que esté en disposición de hacerlo. Las canciones en directo, que tanto me suelen gustar, las escucho sobre mi cama, imaginando los rostros de quienes la escuchan, el sentido veleidoso de sus expresiones, imagino también la sonrisa previa, o quizás posterior, de cuando elevó el tono, o cuando lo disminuyó, otorgando intencionalidad a cada una de sus partes, o convirtiendo toda la canción en un espacio sonoro sobre el que los objetos físicos, y las personas, pueden amar y odiar.
De todas formas, puede que al próximo concierto, sí vaya contigo.
2 comentarios:
hola principito.
Me llamo begoña y he entrado en tu blog porque mi búsqueda en google ha sido "mi pequeño Jon". Tengo 25 años y un bebé de 9 meses que se llama Jon. La verdad es que aunque me llame Begoña y mi hijo Jon soy más alcarreña que la miel. Y mi familia extremeña, aunque mi hermano vive en Castro Urdiales y trabaja en Bilbao. Me encanta como te expresas. Debes ser un gran tipo. Gracias por emocionarme.
Hola Begoña
Muchas gracias por tu mensaje, da mucho gusto que te escriban para decirte que has conseguido, aunque sea poco, emocionar a alguien, pues ése es uno de los objetivos del blog.
Un abrazo y ojalá te gusten los siguientes artículos.
Javitxu
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