lunes, 11 de agosto de 2008

Breve viaje




No puedo evitar recrear en mi mente, cuando atravieso las tierras de España, la imagen de un tren antiguo, ruidoso en un páramo inmóvil, y la silueta de Antonio Machado tras una de sus amplias ventanas. Tiene una mirada serena, ligeramente cansada, y con esa sonrisa, que no es sonrisa sino melancólica resignación, a esa vida típicamente española de duelo interno y alegría externa. De alguna manera, esa imagen viene a mí inmediatamente cuando viajo y cruzo los campos españoles. Aunque la orografía de la comunidad valencia en nada se parece a la castellana, y aunque ante el sosiego y la calma de los campos ocres y tiznados de una colores siempre duros, según se encuentre la cosecha, y de los molinos desarbolados, como navíos inmensos encallados en un océano de cultivos, nada tienen que ver con la ferocidad alegre de los montañas valencianas, que se alzan orgullosas impiendo al humano normal alcanzar sus cimas, dejando, por lo general, parte de su rostro escarpado y desnudo, mientras que por el otro una larga cabellera arbolada llega hasta los pies mismos de la carretera. Y digo que, aunque en nada se parezcan estos paisajes, sin embargo, la misma imagen acude a mí. Machado observa esa tierra magnífica que es nuestra España, y que no le vería morir.


Y eso pensaba mientras la moto cruzaba la carretera, como una vena de asfalto negro, endurecido, que atraviesa campos, ríos y caminos, y cuyas curvas acarician los dóciles olivos, pálidos y estrellados de aceitunas diminutas, que se yerguen penosamente como un lamento esparcido hacia el cielo. A ambos lados de la moto, podíamos observar ese juego íntimo de los elementos en el horizonte, bien cómo las luces penetraban en las montañas y emanaba tonalidades malvas, púrpuras y caquis que se repartían desordenadamente por los espacios, bien cómo las nubes vestían y desnudaban de sombras los campos y las montañas, como un juego de sombras chinas, cambiando la coloración y la tonalidad del paisaje. Pero, sin duda, llama más la atención aquellos pequeños corrillos de chopos (“íntimos como una pequeña plaza”, que diría García Lorca) que se miran entre sí, recogidos, temerosos, escondiendo el cristalino secreto que a los pies de sus sombras sale de la tierra seca para tomar aire, y perderse otra vez en un hilillo agónico entre las piedras. Quizás fascinados, quizás temerosos, parece que una manada de chopos hubiese acudido a beber de esa misteriosa fuente, y que en ese acto lento la arbolada hubiese cubierto de humedad y vida, como un oasis perdido en el desierto, aquella tierra yerma y estival.


Viajar en la moto ha sido fascinante para mí, aunque creo que no tanto para José, el pobre sufrió con la ausencia de respaldo, aunque lo sobrellevó dignamente. Para mí, en cambio, ha sido una sensación maravillosa. Sentir la carretera, sentir el viento impactando continuamente sobre mi pecho, tirando de mi cuerpo hacia atrás, y bullendo dentro del caso, un hervor de vientos violentos como en una caracola marina de ésas que absorbe el aire y lo retorna descompuesto en un sonido semejante al mar, pero en el caso del casco, semejante a una cascada horizontal de vientos huracanados. Así, viajar en agradable porque, de alguna manera, siento que me abandono, pierdo las referencias y me enfrento a la incógnita despreocupada del exterior, y a la furia caprichosa, aunque constante, de mi interior. Fuerzas encontradas, separados apenas por la fina capa de mi piel, como océanos diferentes que se buscan y se llaman.


Morella, tras un puerto montañoso, reminiscencia en mi recuerdo de las tierras grises y lluviosas de Escocia, donde la geografía se hace solemne y noble, salvaje y delicada en sus formas. Un piedra gigantesca, probablemente una nube convertida súbitamente en roca, parece haber caído sobre la cima de una colina, desprendiendo en su caída, una costura de muralla que traza su costado formando una zeta, salpicada por unos tejados blanquecinos entre los cuales resalta, entre árboles, el campanario de alguna pequeña iglesia. La roca caída ha formado precipitadamente un castillo apenas distinguible entre la roca oscura y la piedra envejecida y pulida por el tiempo. Me fascina ese mimetismo entre la montaña y el ladrillo de las construcciones militares de la época de la reconquista, pues me retrotrae inmediatamente a un ambiente seco, hostil, de caballo cubiertos de mallas, escudos gigantes, espadas toledanas y jinetas. Imagino que al estar mi tierra murciana cubierta de historia, de esta historia lejana y fascinante, pues es un retorno a mi propia historia. Por lo demás, Morella no impresiona, y cansa ese torrente de escalones que se precipitan contra nuestros pies y los cubre, rebasando también los minúsculos muros de ladrillo que hay en las puertas. Dejamos atrás su imponente figura, aristocrática, de esos reyes antiguos de largas barbas que bajo gruesos párpados dirigían la nación con el solo gesto de su mano. Rumbo al Delta del Ebro.


José me dijo en una ocasión, que prefería su vida interior a la exterior, ya que aquella era más rica y más interesante que la real. En ese pensamiento estaba cuando la moto atravesaba los cultivos inundados del Delta del Ebro. Camino mal asfaltado que atraviesa arrozales y pequeñas casas antiguas de techos inclinados, blancos, calcáreos, que rozan con sus puntas la pequeña huerta que siempre les rodea. Pasa una carretera de arena que deja a ambos lados dos playas, y esa carretera es fina como una lágrima, como el trazo que haría Dalí de una playa estirada, pero que te hace sentir que penetras rápidamente en un espacio detenido, donde el tiempo lo marcan las sombras que la carretera va expandiendo hasta alcanzar el mar. Y él dormía hacía poco tan plácidamente, su rostro ovalado, sereno y aterciopelado, con la boca entreabierta exhalando mercurio entre sus labios. ¡Duerme tus sueños cerca de mí, mientras yo te alejo los míos! Mis sueños arden a tus ojos, evaporando los besos que me pides con tanto amor contenido.


No consigo leer. Tampoco escribir. Este mismo texto me ha costado días, y es inconexo, compuesto de textos desmigajados, escritos en todas partes, y en ninguna en su totalidad. Pero es todo lo que puedo dar ahora, ni siquiera lo voy a corregir, necesito colgarlo ya, ver que algo camino. Me siento vacío y torpe, así que no voy a intentar hacer algo bonito, eso me lo reservo para cuando pueda apreciarlo yo primero. Lo lamento por aquellos que esperan algo de mí en estas palabras que de vez en cuando escribo para aquellos que leéis, conocidos y desconocidos. Sigo intentado salir de este letargo intelectual y afectivo, sigo intentado salir...


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