domingo, 16 de abril de 2023

Las intermitencias del pensamiento


Hay tres técnicas narrativas principales: el monólogo interior, como Albert Camus en El extranjero; el soliloquio, como vemos en la preciosa Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes; y el flujo de consciencia, técnica que —magistralmente, a mi juicio— podemos hallar en La vida perra de Juanita Narboni, de Ángel Vázquez. Luego, en ensayos, es frecuente el monólogo reflexivo, que implica un proceso de revisión y pulido que lo aleja de la naturalidad. Creo que en mi blog predomina este último, aunque incluye algunos fragmentos de monólogo interior. Sin embargo, tengo particular predilección por el flujo de consciencia, aunque no emplee este técnica con frecuencia. Me gusta porque el pensamiento, lejos del orden y la coherencia que presuponemos, va desmadejando hilos que se bifurcan, extinguen y superponen, como un sistema vascular insustancial que irriga recuerdos y sentidos imprecisos. Sí, considero que el desorden refleja mejor la complejidad del pensamiento humano que la ilusión tranquilizadora —por predecible— de la estructura lógica.

Con frecuencia, conceptualizamos el pensamiento como un discurso interno sujeto a las mismas leyes que la comunicación humana; es decir, una secuencia de significados ordenados de manera inteligible para otras personas. Pero ello no es más que la manera a través de la que expresamos o transmitimos una parte del pensamiento; no es el pensamiento sino una fracción de este. Elaborar un discurso comprensible al entendimiento humano, implica obviar toda una nebulosa de emociones, sensaciones e imágenes que concurren con aquellos que otros hemos seleccionado para dar coherencia al pensamiento. La paradoja del lenguaje humano es que permite expresarnos, a costa de empobrecer la experiencia interna.

Sin embargo, hay personas con una habilidad excepcional para integrar en un único significado coherente, amplias porciones de caos. Estas personas son capaces, a través de las múltiples expresiones del arte humano, de trascender los límites habituales de la lucidez humana. Por ello, cuando contemplamos algunas de sus obras más sublimes, quedamos conmovidas al reconocer significados que nuestros pensamientos nunca pudieron alcanzar. Supongo que tomamos conciencia de nuestra condición humana al sabernos parte, aunque remotamente, del «fruto del cerebro humano» —como escribió Violeta Parra—. Me parece que esto le sucedió a mi madre cuando la encontré frente a la La Pietà de Michelangelo Buonarroti, paralizada, conmovida, incapaz de contener las lágrimas. Por mi parte, sentí algo similar por primera vez, el día que leí el siguiente fragmento de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust:

«A simétricos intervalos, en medio de la inimitable ornamentación de su follaje, inconfundible con el de ningún otro árbol frutal, abrían los manzanos sus largos pétalos de satén blanco, o dejaban colgar los tímidos ramitos de sus capullos encarnados. Por allí, por el lado de Méséglise, es donde observé por vez primera esa sombra redonda que dan los manzanos en tierra soleada y esas  sedas  de oro que el sol  poniente teje oblicuamente bajo las hojas del árbol, y cuya continuidad veía yo a mi padre romper con su bastón, pero sin desviar nunca sus hilos».

La genialidad de Proust se manifiesta en este fragmento de texto capturando un cúmulo de detalles y matices a partir de un hecho cotidiano, y creando una imagen enriquecida que permite trascender los límites de la percepción humana. La belleza emerge de la condición humana, proyectándose en cada expresión de la existencia. Quizás este grado de lucidez sea propio de hombres y mujeres de excepcional sensibilidad, pero no es privativo para el resto de personas. De hecho, tengo el convencimiento de que, con práctica, puede estimularse su desarrollo.

La lucidez se nutre, en mi opinión, de las contradicciones humanas, las dudas, los miedos, las aspiraciones, la incertidumbre y los cambios vitales, entre otros; es decir, de los procesos cognitivos y emocionales que son inherentes a naturaleza humana. Difícilmente se podrá comprender el comportamiento humano si no se es consciente de que el pensamiento solo es un elemento más en la vorágine del mundo interior de las personas. Pero, para desarrollar esta conciencia, debemos aprender de quienes, como Proust o como Michelangelo, pudieron acercarse al alma humana a través del arte —paroxismo de la lucidez—.

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(Ahora pienso en vosotras, alumnas y alumnos, que esperáis la corrección de vuestros trabajos. Disculpad mi insistencia por la lectura, mis contradicciones, mis frecuentes errores y reflexiones, pero, realmente, tomo muy en serio mi labor docente. Por ello creo que mostraros mi humanidad, sin privaros jamás de la más mínima confusión e incertidumbre, es la manera más honesta y leal de enseñaros lo poco que puedo aportaros en el fascinante proceso de formaros como psicólogas y psicólogos.)

1 comentario:

Diego Romero Otaño dijo...

Me parece que tienes toda la razón al hablar sobre las limitaciones que suponen el pensamiento, pese a que la considero nuestra mayor herramienta como humano, es la misma que nos mantiene en los márgenes que ya conocemos. La lucidez de la que hablas me hace recordar a ese alma humana (que yo veo más como esencia, pero cada uno con sus nombres) pero ya por que evoque a esta, o no solo por ello, sino que más en el sentido de que como tal no se le puede dar una definición clara, pero es algo que esta ahí y se puede expresar en cierta medida, como pasa con los sentimientos que todos tenemos o con lo que conjunto que forma ese alma o esencia humana.