domingo, 6 de agosto de 2023

Nos ha costado querernos, la verdad.

 

Su cuerpo romo se desliza suavemente por las sábanas tempestuosas y todavía algo húmedas. Exhausto y embellecido por el esfuerzo del placer, penetra en el sueño con la ingravidez de una llama languida. Aprovecho para admirar detenidamente su piel cúprica, terrosa y café, de la que brotan mínimas lágrimas de sudor con reflejos bromados. Me acerco y la acaricio ante la indefensión de su inconsciencia. El calor que de él emana me alcanza incluso a cierta distancia, evocando en mi memoria sensorial el recuerdo infantil de la leche tibia y el vientre tembloroso de las primeras caricias en la adolescencia. Así, dedico su descanso a escudriñar la topografía viva de su cuerpo, imprimiendo en mis labios el mapa de su desnudez. Velo su sueño con una mezcla de temor y la fascinación, como el vigía de la fortaleza frente al inconmensurable desierto de los tártaros.

Nació muy lejos, allende el océano, donde la tierra y la piel de quienes la habitan se confunde. Hijo de la pobreza y la selva, ambas prendieron en él la atracción hipnótica de los elementos primigenios. Su carácter indómito, inescrutable y orgulloso, fue el precipitado natural de la combinación entre el valor y la inteligencia. Por eso arrancó a la desesperanza y la indolencia la exigencia de dignidad, dejando la protección humilde, pero incondicional, de su familia. ¿Cómo iba a imaginar que su selva nativa, con sus peligros y soledades, no sería sino un pálido reflejo de aquella otra, la urbana, a la que acudiría en busca de libertad? Dejó la miseria de su país, para ir a otro ligeramente menos miserable —como si ciertas miserias permitieran graduaciones—. Y para ese país, y para todos lo que vendrían después, pasó a ser un migrante más cuyo valor lo determinaría el mercado, y no el que es inherente a la elemental condición humana. 

Entonces, sus ojos azabaches se abren súbitamente, iluminándose con el reflejo de un recuerdo recién recobrado. Sonríe como suele hacerlo en esas situaciones; como si la sonrisa acudiese a sus labios por vez primera y apenas pudiera dominar su expresión. Acerca su rostro a escasos centímetros del mío y me coge de las manos —siempre hace esto cuando requiere mi atención absoluta—. Acaba de acordarse de lo afortunado que se sintió cuando alguien le enseñó que podría conseguir algo de comida si se dejaba besar y manosear por algún cocinero en las trastiendas de algunos bares. Brillaban sus ojos como si estuvieran observando, todavía, aquella porción de comida que había conseguido por tan poco... ¡Ese día no tendría que reunirla de entre los restos de los contenedores de basura! Durante unos segundos puedo observar esa felicidad animal en él, la alegría desbocada y pura, limpia y sencilla que es privativa de la infancia, la locura y la senilidad. ¡Se sentía tan afortunado...!

Y yo quiero llorar a gritos; quiero abrazarle hasta cubrirlo por completo; quiero pedirle perdón por todos aquellos miserables que ensucian y embrutecen la existencia propia y la ajena. Pero sonrío con él, y me esfuerzo por darle toda la ternura que soy capaz de reunir más allá de mi angustia y desazón —como me enseñó a hacer mi madre—. Siento un dolor desconocido penetrando hasta las raíces de mis convicciones más elementales, esas que cimentan la manera en que comprendemos y explicamos el mundo y nuestra propia existencia. Y es que uno «conoce» ciertas miserias, pero no las «comprende» en su integridad hasta que no ha sido preso de alguna de ellas. Por ello, no puedo evitar sentir oleadas de pudor cuando me cuenta la felicidad que sintió al poder comprar, por primera vez, algo mullido que interponer entre los cartones y su cuerpo.

«Nunca permitiré que nadie pretenda humillarme por algo que me permitió salir de la pobreza más absoluta» —me advierte con su fiereza habitual. No es a mí a quien desafía, claro, sabe que esos juicios me resultan ajenos y, en todo caso, consecuencia de la ignorancia del privilegiado. Y es que, si hubiera diferentes tipos de dignidad, él alcanzaría el mayor grado en alguno de ellas. 

Nos ha costado querernos, la verdad. Alguien como él no puede permitirse la vulnerabilidad de exponer la intimidad última, aquella que dota del calor suficiente al alma para superar los momentos de mayor angustia, cuando la vida descerraja las últimas puertas que nos protegen del abismo.

Podría seguir describiendo cómo despiertas lentamente, y cómo la primera sonrisa que me dedicas es siempre pícara, desafiante y burlona. Pero prefiero besarte, y finalizar con unos versos de Antonio Vega escritos para ti.

[...] Donde las haya, tenaz, mujer de cartas boca arriba
Siempre dispuesta a entregar, antes que sus armas, su vida.

Mujer hecha de algodón, de seda, de hierro puro
Quisiera que mi mano fuera
La mano que talló tu pecho blando de material tan duro [...]

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es precioso Javi. Qué fortuna la suya y la de todos los que nos hemos encontrado alguna vez con tu bondad. Sigue escribiendo así, con esa vulnerabilidad y pura honestidad inspiras y motivas a los que te leemos. Un beso.

Anónimo dijo...

"Acaba de acordarse de lo afortunado que se sintió cuando alguien le enseñó que podría conseguir algo de comida si se dejaba besar y manosear por algún cocinero en las trastiendas de algunos bares."

En tu lecho de muerte, acudiré a este blog y te leeré fragmentos de este tipo para que tú viaje al otro mundo nos sea más llevadero.