martes, 11 de marzo de 2008

Eras mi beso buscando hogar


Tu imagen me llegó a las seis menos diez, y no pude dormir ni un instante después, te confundías con mis sábanas, te me enredabas en la sien...

Despierto con un sudor frío, que me cubre como el rocío en los jardines. El mundo, tras mi ventana, son calles desiertas, farolas de latidos agonizantes y el sonido sordo de la madrugada. Inmóvil, dejo pasar unos segundos, intento comprender si es real esa luz todavía tenue que apenas es suficiente para iluminar las esquinas, o sigo en el sueño. Es real, me he despertado envuelto en un mar detenido de sábanas. Sí, se trataba de un sueño, y he despertado. Durante unos momentos siento como si hubiese permanecido dentro de una inmensa flor y, ésta, abriéndose, me hubiese volcado sobre un mundo estático. Miro las paredes, todavía incrédulo, miro las ventanas del edificio de enfrente, la almohada que todavía duerme tras mi abrazo... Era un sueño, un sueño en el que tú aparecías.

Lucías tan real… que casi fui feliz. Pero a las seis y diez me comprendí sin ti. Eran mis solitarias sábanas y un habitual mañana gris.

Me levanto. Cruzo el silencio que en el pasillo habita, entro al baño y me lavo la cara. Me miro en el espejo, fijamente, como sólo se mira a uno mismo en la intimidad. Tras unos segundos, vuelvo a mi cuarto. Parecías tan real… ¡pero tan real! Maldita sea. Miro a través del cristal de la venta. Esa chica temblorosa, de ropa apretada y mirada triste, se ha sentado en la acera. Se enciende un cigarro y mira al suelo. Ya no saluda a los coches que se acercan a ella con vergüenza, tampoco sonríe, es tarde, y los clientes, uno a uno, han destrozado su sonrisa de plástico, sus años, todavía escasos, y su belleza. Pienso que ya no volverá a ser joven, ni su belleza volverá a ser suave, ni delicada. Me da una tristeza infinita, bajaría a sentarme junto a ella. Le diría que he soñado contigo, que me besabas con fuerza, como al principio, y que yo era feliz otra vez. Luego, como siempre ocurre cuando miras a alguien, eleva la mirada hacia mí y rompe con ella, como un estallido sordo, el alba.

Pongo a Silvio y escucho la canción que te canto cuando despierto en las horas malditas de silencio y soledad. Suena Ojalá. Ojalá se te acabe la mirada constante, la palabra precisa, la sonrisa perfecta, ojalá pase algo que te borre de pronto, una luz cegadora, un disparo de nieve. Para no verte tanto, para no verte siempre, en todos los segundos, en todas las visiones... Me da miedo volver a la cama, me da miedo por si regresas desde la lejanía, si tu imagen vuelve a escapar de la prisión en la que agoniza tu recuerdo. No quiero volver a esos besos húmedos de piedra fina y constante goteo. De alguna forma, volvieron las caricias que se murieron en mi piel, tu respiración en mi mirada, de alguna forma, la prisión es todavía incapaz de albergar tu silencio.

Los primeros autobuses deshabitados cruzan la calle, y una persiana, en algún lugar oculto, carraspea con estruendo. La ciudad comienza a cobrar sonidos. Me asomo otra vez. Ya no está. Pero con el pasar de las noches, ha conseguido impregnar esa esquina de su melancólica infancia traicionada. Vuelvo a mirar mi cama, con esperanza y miedo. No estás. Pero estabas, ¡estabas!, y dormías con la preocupación hermosa en tus párpados, y dormías ocupando un breve espacio en el abismo del colchón. Aprovecho las últimas ascuas candentes de tu onírica presencia, pronto será ceniza por la firme mano de la razón. Pero antes, abrazo ese eterno segundo previo a aquel en el que la esperanza espira finalmente.

Me miro al espejo, y veo en su reflejo tu imagen disiparse, hacerse tela entre las sábanas y polvo suspendido en los rayos de luz que proyectan caminos brillantes. Vas desapareciendo lentamente, como era tu despertar. Ya casi no estás. Ya no estás. Me tumbo en tu reciente lecho, que ahora vuelven a ser mis sábanas vacías. Cierro los ojos, y el mundo acaba para la luz, y comienza renovado en mi oído. Ya no te siento, sólo era un sueño.

No consigo dormirme, el sueño se agotó con tu visita.

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