Recuerdo el día en que, con la gravedad característica que mi madre otorga a los momentos importantes, me dijeron que a partir de ese momento, y dado que mi edad ya era la apropiada, comenzaría a recibir una paga semanal. ¡Una paga! Con mis pocos años, que serían unos doce, aquello significaba un salto cualitativo en mi desarrollo. Era como una especie de ritual antropológico por el cual yo ya era considerado adulto para mi poblado. Mi estipendio ascendía a la vertiginosa cantidad de doscientas pesetas. Para quien nunca había recibido una sola peseta, aquello era un número casi astronómico, una realidad cualitativa que pasaba de la nada a doscientas pesetas. El mundo se podía comprar, y yo tenía el dinero.
Siempre fui muy ahorrador, pero al recibir la paga corría a comprarme, por lo menos, dos sobres de cromos. Aquellos cromos versaban sobre películas de Disney, de alguna serie de moda como Caballeros de Zodíaco, de coches y, los preferidos por mí, de monstruos y seres misteriosos. Los cromos más antiguos eran de cartón, con colores pálidos y dibujos algo imprecisos de trazos gruesos. Así eran los de monstruos, y costaba veinte pesetas el sobre. Luego vinieron los modernos, aunque convivieron ambos tipos durante un tiempo, y acabaron por imponerse. Los modernos costaban veinticinco pesetas, o incluso treinta. En ellos, los dibujos estaban muy bien definidos, casi demasiado, y los colores eran vivos y brillantes. Solían tener un marquito blanco y eran adhesivos, es decir, le quitabas la parte trasera, no sin esfuerzo, y se depegaban para ser vueltos a pegar en su lugar correspondiente del álbum. En cualquier caso, la compra de los cromos con la paga recién recibida, era un momento muy emocionante. Una vez que pagabas al kioskero y recibías los sobres en cuyas entrañas aguardaban los cromos y quizás aquel tan inusual que podría ser cambiado por varios cromos en clase, el mundo se detenía. Me iba a un lugar yo solo, respiraba profundamente e iba abriendo uno a uno los sobres, mirando cromo por cromo, sintiendo una gran decepción y una gran alegría, según el contenido que iba descubriendo. Es sorprendente la facilidad con que variaban las emociones a esa edad. Luego, en el colegio, cada uno de nosotros llevábamos un monto de cartas, que manejábamos con gran habilidad, mostrándolas a otros niños, mientras repetíamos a gran velocidad “tengola, tengola”, que era el resultado de decir muchas veces “la tengo, la tengo…”
Recuerdo también, nítidamente, el día que, unos meses después, mi paga se vio aumentada en cincuenta pesetas. Aquel aumento, por ser el primero, supuso otro cambio cualitativo con respecto a la cantidad anterior. Esas cincuenta pesetas me permitían acceder a otro tipo de compra que iba a cambiar por completo mi reconocimiento social. Con doscientas cincuenta pesetas podía comprar un flamante “Don Micky”. Se trataba de unos libritos de tapas blandas, coloreados con puntitos ínfimos que resultaban colores tristes y apagados, y que narraban varias historietas, excepto los especiales que consistían en una historia larga completa y por lo general mejor dibujada y más interesante, cuyos protagonistas eran siempre los personajes clásicos de Disney. Aquello tenía un parecido, según mi joven opinión, a los cuadernillos de los relatos de Alejandro Dumas, cuando se vendían en fascículos semanales o quincenales, y me enorgullecía de ello. Sentía que estaba haciendo una biblioteca propia, y comprada con mi propio dinero, aquello daba roble y barroquismo a mi presencia y a mi pensamiento. Claro que también me deslizaba por caminos algo más prosaicos, pues al lado del “Don micky” estaban los Playmobil, otra de mis grandes pasiones. La caja individual, que incluía un muñeco y algún que otro pequeño accesorio costaba, precisamente, doscientas cincuenta pesetas. Pero entonces, si compraba cualquiera de las dos, no podía comprar sobres pues agotaba todos mis capital. Aquello suponía un sufrimiento tan profundo como fugaz, ya que, tras los primeros minutos en los que me cuestionaba si había decidido bien, una vez que lo abría, me volcaba en mi nueva adquisición.
Las quinientas pesetas de paga me sacaron de mi infancia y me llevaron directamente a la juventud, a la preadolescencia. Aquella moneda dorada, amplia y pesada, confería a mis posibilidades seriedad y formalidad, casi nobleza. Uno no podía recibir esa moneda sin sentirse enjuto de orgullo. Suponía un cambio de estamento, una riqueza tan excesiva que nada de lo que me gustaba suponía tanto costo, de forma que podía comprarme la “Micromanía”, revista de videojuegos, muy luminosa, extensa y con un lenguaje sin diminutivos ni sonrisas, es decir, una revista de adultos, como lo era yo con mi moneda. Los cromos, los libritos y los playmobil habían sido desplazados, estábamos hablando de cosas adultas, hablábamos de las revistas que estaban en el escaparate.
Pero no sería hasta el billete de mil pesetas, que alcancé la adolescencia y, por lo tanto, esa adultez aparente y sufrida que sólo se vuelve a sentir, según me han dicho, cuando tenemos un hijo. Un billete era ya cosa seria, muy seria, la moneda era el metal vil, tangible, que pesaba su precio y, por lo tanto, su valor era limitado. Pero el billete, ¡el billete era algo simbólico! Ya no era dinero contante y sonante, pues ni se podía contar, al ser una unidad, ni sonaba si jugueteabas con él acariciándolo con las manos en el bolsillo. Su valor podía ser infinito, pues era otorgado por consenso. El billete me permitía algo muy importante, algo determinante, me refiero a “salir con mis amigos”, tomar un helado y jugar unas partidas en las recreativas. Aunque fuera más dinero, muchísimo más que las doscientas pesetas iniciales, se acababa mucho antes, y el billete rápidamente se disgregaba en monedas policromadas y heterogéneas, sin duda menos valiosas siquiera en conjunto. Además, el billete luego se redujo de tamaño, y parecía más un billete del “Monopoly” que uno real. Finalmente llegó el dinero entregado al mes, no a la semana, y la cuenta en un banco, hasta entonces prohibido por mi familia (“no tienes edad para tener cuenta en el banco”, me decían mis padres mientras yo miraba con envidia las tarjetas juveniles, con trazos de colores y letras doradas y plateadas de las tarjetas de crédito de mis amigos del colegio).
¡Cómo cambia el valor del dinero! Cómo cada vez, a pesar de ganar más, la ilusión disminuye, se hace más ruda y más fría. Quizás hacerse mayor es perder paulatinamente la magia y la ilusión de las pequeñas cosas. ¡Qué pena! Pero guardo mucho cariño, y muchas sonrisas cómplices que permanecen en mí, cuando recuerdo aquella tarde que, con mi tía Ana, tras comprar un granizado de limón, hablábamos de cómo cuando yo fuese mayor, tendría una fábrica de dinero y así nunca me faltaría nada, y le daría a ella, y a mamá y a papá, y a todo el que lo necesitase. Nunca un granizado me supo tan bien, ni nunca vi mi futuro tan claro ni, desde luego, tan feliz.
Siempre fui muy ahorrador, pero al recibir la paga corría a comprarme, por lo menos, dos sobres de cromos. Aquellos cromos versaban sobre películas de Disney, de alguna serie de moda como Caballeros de Zodíaco, de coches y, los preferidos por mí, de monstruos y seres misteriosos. Los cromos más antiguos eran de cartón, con colores pálidos y dibujos algo imprecisos de trazos gruesos. Así eran los de monstruos, y costaba veinte pesetas el sobre. Luego vinieron los modernos, aunque convivieron ambos tipos durante un tiempo, y acabaron por imponerse. Los modernos costaban veinticinco pesetas, o incluso treinta. En ellos, los dibujos estaban muy bien definidos, casi demasiado, y los colores eran vivos y brillantes. Solían tener un marquito blanco y eran adhesivos, es decir, le quitabas la parte trasera, no sin esfuerzo, y se depegaban para ser vueltos a pegar en su lugar correspondiente del álbum. En cualquier caso, la compra de los cromos con la paga recién recibida, era un momento muy emocionante. Una vez que pagabas al kioskero y recibías los sobres en cuyas entrañas aguardaban los cromos y quizás aquel tan inusual que podría ser cambiado por varios cromos en clase, el mundo se detenía. Me iba a un lugar yo solo, respiraba profundamente e iba abriendo uno a uno los sobres, mirando cromo por cromo, sintiendo una gran decepción y una gran alegría, según el contenido que iba descubriendo. Es sorprendente la facilidad con que variaban las emociones a esa edad. Luego, en el colegio, cada uno de nosotros llevábamos un monto de cartas, que manejábamos con gran habilidad, mostrándolas a otros niños, mientras repetíamos a gran velocidad “tengola, tengola”, que era el resultado de decir muchas veces “la tengo, la tengo…”
Recuerdo también, nítidamente, el día que, unos meses después, mi paga se vio aumentada en cincuenta pesetas. Aquel aumento, por ser el primero, supuso otro cambio cualitativo con respecto a la cantidad anterior. Esas cincuenta pesetas me permitían acceder a otro tipo de compra que iba a cambiar por completo mi reconocimiento social. Con doscientas cincuenta pesetas podía comprar un flamante “Don Micky”. Se trataba de unos libritos de tapas blandas, coloreados con puntitos ínfimos que resultaban colores tristes y apagados, y que narraban varias historietas, excepto los especiales que consistían en una historia larga completa y por lo general mejor dibujada y más interesante, cuyos protagonistas eran siempre los personajes clásicos de Disney. Aquello tenía un parecido, según mi joven opinión, a los cuadernillos de los relatos de Alejandro Dumas, cuando se vendían en fascículos semanales o quincenales, y me enorgullecía de ello. Sentía que estaba haciendo una biblioteca propia, y comprada con mi propio dinero, aquello daba roble y barroquismo a mi presencia y a mi pensamiento. Claro que también me deslizaba por caminos algo más prosaicos, pues al lado del “Don micky” estaban los Playmobil, otra de mis grandes pasiones. La caja individual, que incluía un muñeco y algún que otro pequeño accesorio costaba, precisamente, doscientas cincuenta pesetas. Pero entonces, si compraba cualquiera de las dos, no podía comprar sobres pues agotaba todos mis capital. Aquello suponía un sufrimiento tan profundo como fugaz, ya que, tras los primeros minutos en los que me cuestionaba si había decidido bien, una vez que lo abría, me volcaba en mi nueva adquisición.
Las quinientas pesetas de paga me sacaron de mi infancia y me llevaron directamente a la juventud, a la preadolescencia. Aquella moneda dorada, amplia y pesada, confería a mis posibilidades seriedad y formalidad, casi nobleza. Uno no podía recibir esa moneda sin sentirse enjuto de orgullo. Suponía un cambio de estamento, una riqueza tan excesiva que nada de lo que me gustaba suponía tanto costo, de forma que podía comprarme la “Micromanía”, revista de videojuegos, muy luminosa, extensa y con un lenguaje sin diminutivos ni sonrisas, es decir, una revista de adultos, como lo era yo con mi moneda. Los cromos, los libritos y los playmobil habían sido desplazados, estábamos hablando de cosas adultas, hablábamos de las revistas que estaban en el escaparate.
Pero no sería hasta el billete de mil pesetas, que alcancé la adolescencia y, por lo tanto, esa adultez aparente y sufrida que sólo se vuelve a sentir, según me han dicho, cuando tenemos un hijo. Un billete era ya cosa seria, muy seria, la moneda era el metal vil, tangible, que pesaba su precio y, por lo tanto, su valor era limitado. Pero el billete, ¡el billete era algo simbólico! Ya no era dinero contante y sonante, pues ni se podía contar, al ser una unidad, ni sonaba si jugueteabas con él acariciándolo con las manos en el bolsillo. Su valor podía ser infinito, pues era otorgado por consenso. El billete me permitía algo muy importante, algo determinante, me refiero a “salir con mis amigos”, tomar un helado y jugar unas partidas en las recreativas. Aunque fuera más dinero, muchísimo más que las doscientas pesetas iniciales, se acababa mucho antes, y el billete rápidamente se disgregaba en monedas policromadas y heterogéneas, sin duda menos valiosas siquiera en conjunto. Además, el billete luego se redujo de tamaño, y parecía más un billete del “Monopoly” que uno real. Finalmente llegó el dinero entregado al mes, no a la semana, y la cuenta en un banco, hasta entonces prohibido por mi familia (“no tienes edad para tener cuenta en el banco”, me decían mis padres mientras yo miraba con envidia las tarjetas juveniles, con trazos de colores y letras doradas y plateadas de las tarjetas de crédito de mis amigos del colegio).
¡Cómo cambia el valor del dinero! Cómo cada vez, a pesar de ganar más, la ilusión disminuye, se hace más ruda y más fría. Quizás hacerse mayor es perder paulatinamente la magia y la ilusión de las pequeñas cosas. ¡Qué pena! Pero guardo mucho cariño, y muchas sonrisas cómplices que permanecen en mí, cuando recuerdo aquella tarde que, con mi tía Ana, tras comprar un granizado de limón, hablábamos de cómo cuando yo fuese mayor, tendría una fábrica de dinero y así nunca me faltaría nada, y le daría a ella, y a mamá y a papá, y a todo el que lo necesitase. Nunca un granizado me supo tan bien, ni nunca vi mi futuro tan claro ni, desde luego, tan feliz.
4 comentarios:
Ahora que ganas la fortuna de 600 euros y sin embargo eres un paria social..
Hola Javitxu,
Los psicólogos en general me parecen todos una panda de gilipollas y que su función en esta sociedad consiste principalmente en creerse superiores a uno mismo y andar dando lecciones de civismo a los demás como si fueran los "ilustrados" del siglo XXI, me parece que sois innecesarios en esta sociedad.
Yo suprimía esa carrera o por lo menos cambiaba su nombre por el de "Licenciatura en prepotencia, idiotez y futuro desempleo".
Os hace justicia jejeje delgaduchiiinnn
juas...
:P
como siempre Javitxu despertando pasiones, para lo bueno y para lo malo.
Pero bueno; al texto, es muy bonito y tierno pero sin más... has escrito cosas mucho más chulas...
y lo de enjuto de orgullo... mejor no te digo nada por que te picas conmigo... pero sigo sin verlo ;)
Venga un beso
Un saludo a los blogueros de Javitxu
Rafa
Tengo que decir que estoy algo de acuerdo con el segundo comentario,muy a mi pesar.Yo estudio psicología y lo cierto es que es algo que ocurre a menudo , como por estudiar 5 años teorias y estudios supuestamente científicos creer que se le puede aconsejar a alguien que por ejemplo tiene 50 años?, es bastante absurdo , y si es cierto que para ello hay que ser prepotente , algo idiota y estar muy desesperado por conseguir trabajo.Pero eso no quita que haya también gente humilde y consciente de las limitaciones de la psicología(bajo mi punto de vista infinitas), y que se dedica a encontrar empleo en estamentos donde si puede serlo, que aunque no lo parezca , los hay.
Otra cosa es la ética de cada uno , como se pueden dar consejos sobre los supuestos buenos valores y después en tu vida ( como todo ser humano) incumplir la mayoría, eso es hipocresía , pero todos lo hacemos.Aún así , considero que si tiene una función en la sociedad , y también hay que tener un par de huevos para dedicarse a ello , que al fin y al cabo en muchas ocasiones, no es más que escuchar a las personas desesperadas , que desean mejorar e intentar ayudarlas ,que estan enfermas de verdad, por que no han encontrado quien las escuche o una solución verdadera.(Aparte de la educación , recursos humanos etc..),así que habría que ver quien tiene valor para dedicarse a una profesión tan mal vista ,que intenta ayudar a los demás o intentar mejorar la sociedad, dando muchas veces palos de ciego y si , cobrando por que de algo hay que vivir.
Sergio
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