Frente a mí, Granada amanece bajo una bruma que la cubre, desdibujando sus formas y provocando la indefinición de las calles, de las que surgen, como una constelación dorada, una marea heterogénea de farolas y semáforos. Sobre el cielo calinoso que se eleva unos metros del suelo, apenas lo suficiente para sepultar los edificios, sólo emerge, somnolienta, la torre de la catedral, como un cuello robusto que hubiese perdido la cabeza de mármol. La Alhambra, desde su atalaya arbolada, observa este cotidiano amanecer, mientras sus focos sólo iluminan el color terroso de pequeñas zonas de la muralla, pues la alborada ya se mezcla con la luz artificial, y convierte los focos en una voz apagada y melancólica. Sin duda, Granada sigue hermosa, magnífica, y aunque algunos edificios modernos la acechan en los suburbios, los siglos siguen jugueteando en las calles a sus juegos infantiles. Sin embargo, ¿Quién lo diría? Echo de menos Valencia. ¡Con lo que me costó vivir en Valencia después de haber vivido en Granada! Y ahora que estoy en Granada, en las escaleras de la catedral, paseando por el Albaicín... no dejo de pensar en Valencia. Miro Granada, la toco, la siento con cariño, pero con un cariño pasado, como el que sentimos al encontrarnos con la fotografía de alguien que amamos en el pasado y del que guardamos un buen recuerdo. Pienso en lo que me costó el cambio, en lo cerca que estuve de volverme al abrazo siempre cálido de la Alhambra, en cuya piel queda la luna impregnada, bruñe las piedras de la calzada y te envuelve en un ambiente atemporal. Todo eso ha quedado atrás, y siento que su beso es distante y extraño, como el beso de alguien que ya no amamos pero que todavía no se lo hemos dicho.
Fue precisamente en Granada donde conocí el Kybalion, el libro donde se reproducen las leyes últimas de todas las cosas, y que es la raíz del conocimiento hermético. Con él aprendí que todo en el universo está en permanente movimiento, que todo cambia continuamente, que lo estático es la ausencia de vida. Como el ojo necesita movimiento para definir las formas, la vida afectiva humana necesita cambios para crearse una identidad. Sin embargo, no dejo de sorprenderme de cómo cambian los sentimientos. Recuerdo que en esa esquina, cerca de la plaza de Gran Capitán, esperé durante media hora a que su cuerpo se distinguiera entre la gente y pudiera ver sus ojos azules iluminarlo todo, y cómo temblaba si me miraba, y qué valor le daba a cada una de sus palabras y lo ridículas que siempre me parecían mis respuestas. Ahora no sé nada de él, y no lo deseo, bueno, si lo pienso, siento una curiosidad descuidada, como la que sentimos al leer la contraportada de un libro que no vamos a comprar. Sin embargo, pasar por esa calle me ha recordado a él, como si estuviese impregnado ese momento en alguna pared de la calle. Tanto amor se perdió sin darme ni cuenta. Todo cambia. Aquellas personas que se fueron airadas, hoy vuelven, y aquellas que juraron lealtad. se pierden, a quien amé, hoy he olvidado, y a quien olvidé, aparece en una esquina de Granada. La vida, entonces, pasa a ser un ente vivo, ajeno a nuestra voluntad, que nos conduce de una situación a otra, como un navío desarbolado.
Ahora la luna se eleva sobre el Albaicín y deja un rastro vertical, como de clavel ebúrneo, que va desde el cielo hasta mí. Es curiosa esa intimidad que da la luna a todo aquel que la mira, pues alarga su brazo de marfil vaporoso hasta nuestras manos, y nos hace cómplice de su soledad y belleza. El Paseo de los Tristes sigue mágico, pero ahora el río, algo animado, surca el silencio dándole humedad y calma. ¡Qué hermosa es Granada! ¡Qué bonito el reencuentro de algo amado cuando es efímero! Pero ya siento que la bulliciosa Valencia me llama a lo lejos, como una madre que aunque no cuide de sus hijos los ama infinitamente. Puede que un amor diferente, incomprensible para quien no es amado de esa forma, pero yo, que sí lo soy, os digo que da calor, y da nostalgia. Imagino que llegará el día, quizás pronto, en que Valencia será la visita, y otra ciudad me espere, como también habrán otras personas que me llamen, y otras que me deseen,y me odien, claro. El problema es que este continuo movimiento, esta permanencia ilusoria, me impide ser pleno en mi trato con los demás, y con lo que me rodea, por saberlo circunstancial no me entrego del todo, y últimamente ni siquiera en parte. Así que miro a la gente como miro a Granada, como un recuerdo, a veces hermoso, a veces incómodo, pero como algo que no cesa, un ir y venir constante. ¿Cómo amar cuando uno sabe que todo pasa? ¿Cómo ser íntimo si sabemos que la intimidad de hoy será el olvido del mañana? Necesito echar raíces, necesito detener mi pensamiento, detener mi corazón y poder ver con claridad. Pero no llega ese tiempo, no llega, y siento que las personas que me abrazan, se separan cada vez más heridas, más aturdidas.
Si pudiera quedarme a vivir en este recodo de río, flanqueado por los muros de la alhambra y por las primeras casas del Albaicín, si pudiera descansar en este arco árabe del que sólo queda la columna y medio arco, si pudiera habitar los arbustos que del muro del río sobresalen, si pudiera permanecer detenido alguna vez...
3 comentarios:
Llevo un año en Madrid, y Valencia me llama todas las noches. Su impresionante luna, el olor a humedad por la noche, el asfalto mojado tras la lluvia, el olor a pólvora en fallas, paquito el chocolatero, la calle Játiva en hora punta...tantas cosas...Quizá algún día ella te llame.
Como en el Alquimista, hay veces que hay que alejarse para encontrar el tesoro.
ali
Llevo 10 años fuera de Madrid y Valencia no me llama nunca.Gracias por tu escucha. Un abrazo Javi
Esa es una de las grandes penas que hoy me corroen y entristecen. El absoluto y constante cambio que conlleva la vida. Sentimientos, ideas, personas...
Sí, lo pasado me llama.
Gracias Javi
Juanjo
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