viernes, 14 de agosto de 2015

Carlos duerme. Amanece.




Carlos duerme abrazado a la almohada. Me incorporo con cuidado y salgo de la tienda. El silencio de la cala me envuelve inmediatamente sumergiéndome en ese limbo de claroscuros donde el tiempo se eleva y se derrama, indeciso, por el alba. El mar, con su latido de olas, se expande y se retira, batiendo los guijarros con una incesante cadencia de arpegios minerales (no puedo evitar pensar, al verle tras la malla de la tienda, que su cuerpo lo mece un mar escondido que sólo durante el sueño muestra sus mareas).

Los montes se descubren sucesivamente desnudándose de neblina, vistiéndose de matices (ora las siluetas de sus árboles inclinados hacia el mar, ora sus acantilados inflamándose de volúmenes). Y una línea confusa va quebrando, entre temblores, el óleo lechoso, grumoso, de las últimas estrellas y las primeras aves marinas.

(Se estremece de súbito, plisa la frente y abraza con más fuerza la almohada. Quizás fue un sueño helado en el paladar, una imagen inesperada… ¿quién sabe? Pero parece fugaz porque la calma vuelve a su rostro como si nunca la hubiera abandonado).

La cala va habitándose de sonrisas somnolientas. Las tiendas de campaña vierten los primeros cuerpos (algunos de ellos caen directamente al mar). Las últimas estrellas prenden los hornillos en los que reposan cafeteras y tostadas. Un joven de apariencia anglosajona va ofreciendo infusiones y algunas galletas. Llega la primera lancha con algunos visitantes (llegar caminando supone un importante esfuerzo durante una hora, más o menos). Carlos sigue durmiendo. Se levantará más tarde y pescará un pulpo para mí (aunque cantará su gesta como un juglar por toda la playa… mi amor no sacia su sed de reconocimiento).

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